octubre 17, 2010

La Red Social - Crítica

Facebook. La Red Social. La concepción del ser humano como producto. El muro como gaceta de nuestras vidas. El perfil como retrato calculado. El hombre de los mil y ningún amigo. Mark Zuckerberg. El creador. El Dios de un mundo sin valores, en el que todos competimos por la portada. Facebook es esa portada, una oportunidad de abandonar la soledad, y cambiarla por el epicentro de un universo en el que todos somos protagonistas. ¿Pero quién es Dios, se preguntan David Fincher y Aaron Sorkin en La Red Social?

El Dios de Facebook es brillante y complejo. Irritante, pero apasionante. Inteligente, pero maquiavélico. Rencoroso, aunque siempre desde el ingenio. Traidor y engreído, pero también genial. Ahondar en una mente así, imaginarla, concebirla, es algo por lo que ya había pasado David Fincher. Nadie sabía nada de Tyler Durden en El Club de la Lucha, de lo que pensaba Benjamin Button, de los motivos del asesino de Zodiac, o del desconcertante código de valores del fanático psicópata de Seven. Del mismo modo, poco conocemos -antes y después del visionado de la Red Social- del timón que mueve los pasos de Mark Zuckerberg. Fincher y Sorkin nos ofrecen sus versiones más inspiradas, y dibujan un retrato oscuro, opaco y complejo de una mente tan genial como alejada del patrón humano. Un tipo que parece capaz de medirse a cualquiera. Un semidiós, que ni entiende ni parece querer entender lo que pasa a su alrededor. Tal vez no lo necesite. Nos ha dado Facebook -cierto es que lo hace aprovechando una idea ajena, o traicionando a su mejor amigo-, para que nos entretengamos. Mientras, es posible que ya trabaje en un nuevo motivo para alcanzar la eternidad. Todos formamos parte de su telaraña. Sí, es cierto. Zuckerberg; el Zuckerberg de Fincher y Sorkin, es aterrador. Y eterno.

Muchos han comparado La Red Social con un mito del tamaño de Ciudadano Kane. Detengámonos en ello. Ambas tienen dos cosas en común: su condición de obra maestra, y el eco humano -descubierto al final- que mueve la aparente megalomanía de sus personajes. Podemos pensar que, más allá de los magistrales diálogos escritos por Sorkin, o del implacable pulso narrativo de Fincher, respira el alma de un niño malvado y desencantado llamado Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg, en un estimulante cambio de registro), incapaz de controlar la onda expansiva de su mente cuando ésta entra en efervescencia, pero también marcado por la humana necesidad de sentirse especial. ¿Se ha reencarnado Rosebud en un gesto tan mecánico y anhelante como la pulsión constante de la tecla F5?

¿Y qué hay de Facebook, preguntarán? ¿No iba de Facebook la película? Rotundamente, no. Cierto es que toca su creación y expansión, pero Facebook no es más que la excusa que utiliza Fincher para volver a hablar, como tantas veces en su trayectoria, de los fantasmas que mortifican a esta generación. Con Fincher, habíamos sido víctimas de un juego organizado (The Game), una generación de treintañeros criados por sus madres (El Club de la Lucha), espectros invisibles (Zodiac), y hasta niños que nacen viejos (El Curioso Caso de Benjamin Button). Hoy, nos redescubrimos en forma de pozos vacíos de valores.

La Red Social encumbra a David Fincher como lo que es: el Zuckerberg (entendido como líder y primero de su especie) de la generación que ahora mismo manda en Hollywood. La de los Aleksander Payne, Quentin Tarantino o Wes Anderson. Una generación que, como hicieron Coppola, Scorsese o Spielberg en su día, hace tiempo que encontró la forma de escribir un testamento: el de su propia época. Si algún día quieren saber cómo eramos en el año 2010, vean La Red Social. Es el mejor retrato que se me ocurre sobre la generación que tomó las riendas de la humanidad en los inicios del siglo XXI. No me pregunten si hay esperanza para nosotros. Supongo que los próximos capítulos los escribiremos en el muro de Facebook.

agosto 25, 2010

La Última Semana de Agosto

Siempre ocurre la última semana de agosto. El calor se intensifica, exhalando el último aliento que anticipa el fin. Uno mira hacia atrás, y se da cuenta que el verano volvió a ser corto, desaprovechado, decepcionante. El calor es pegajoso, reposa en la piel, mina la energía, y hace más difícil el optimismo. Tal vez el truco consista en convertir el año entero en verano. Llenar las playas en pleno invierno, desafiar al frío, creer que a las ocho de la tarde el cielo sigue siendo azul. Pero con frío. Sin calor. Eternizar el verano.

O eternizar el invierno, aunque sea imposible. Será mejor recordarlo, anticiparlo. Las lluvias, la nieve para el que la vé, las tardes en casa, el calor de la estufa, el chocolate caliente, la manta salvadora. Pero también esas manos frías, el maldito dolor de piel, el agua que cae de la nariz. ¿Qué elijo? El dilema entre eternizar o aceptar. Pasar más tiempo en la calle o menos. La piel pegajosa o dolorida. Lo bueno o lo bueno. Lo malo o lo malo. Verano o invierno. Tú o yo. Nosotros.

agosto 08, 2010

Origen - Crítica

Una de las características más relevantes de Christopher Nolan es el tremendo ejercicio de responsabilidad hacia su trabajo con el que deleita en cada película. Ello le ha convertido, por derecho propio, en uno de los directores más respetados del Hollywood actual. Podrá acusarse de muchas cosas a Nolan -hay algo de aparatoso en sus últimas obras, aunque ya hablaremos de ello más adelante-, pero nadie podrá echarle en cara que no trabaje cada plano de sus películas con la disciplina de un religioso enfervorecido por lo que hace.

Origen es, además de un exigente recorrido por un laberinto conceptual construido en el territorio de lo onírico, un compendio de lo mejor y lo peor del cine de Christopher Nolan. Obra compleja, adulta, intensa y desasosegante hasta decir basta, Origen adolece del mismo defecto que impidió a El Caballero Oscuro convertirse en una obra mayor, y es la extrema rigidez con la que Nolan trata los 148 minutos del metraje. Allá donde sobra el espacio para la perfección -parece paradójico hablar de perfección cuando se define un defecto-, no lo hay para el delirio, el descontrol y el genio que suele separar las grandes películas -ésta lo es, qué duda cabe- de las obras que se nunca se separan del recuerdo. Más virtuoso que genial, Nolan subraya en exceso -para quien aquí escribe- la trascendencia, la coherencia y la seriedad de una obra que defiende con fuerza y convicción hasta el último segundo, aunque hay que decir, en su defensa, que salir vivo de semejante ejercicio de pedagogía psicoanalítica, y de un clímax de ¡45 minutos! de duración, es un ejercicio de mérito indiscutible.

Es complicado discutirle a Nolan una sola decisión, un sólo plano, un sólo segundo de Origen. La sensación de asfixia y esfuerzo mental con la que uno sale de la sala -sin sentirse mínimamente engañado, como suele ocurrir en cualquier película que se adentre en los terrenos de la no linealidad- son los principales testigos del trabajo de un autor que sigue sin atreverse a formar parte del Olimpo, por el miedo que parece tener a arriesgar el respeto con el que se le trata actualmente. Tampoco es fácil discutir el reparto, encabezado por un Leonardo DiCaprio que sigue sumando directores de prestigio en su eterna carrera por escapar del Jack que lo elevó a la categoría de estrella. Su personaje -una reencarnación casi perfecta de su homónimo en Shutter Island- se mueve constantemente entre múltiples realidades, bien acompañado por un equipo de secundarios tan solventes como faltos de profundidad, empujado y condicionado por el fantasma que mueve a muchos a preferir la vigilia a la realidad; y el sueño a una existencia en la que olvidar, perdonar y ser perdonado puede ser a veces imposible. Un fantasma que adopta diferentes nombres, y al que a veces llamamos amor, desamor, culpa, o simple necesidad de redención.

Puede que alguien se lleve una impresión equivocada de esta crítica, y crea que hablamos de una película intrascendente. Falso. Origen es una película más que notable, indiscutiblemente superior a la media, pero uno sigue esperando que el magistral creador de la inolvidable Memento se imponga al impoluto director de El Caballero Oscuro. Ambos conviven dentro de Christopher Nolan, aunque uno ya no sabe, como Marillon Cotillard en Origen, cuál es el real, y cuál el soñado. Tal vez necesite un salto al vacío -artístico- para salir de dudas.

julio 24, 2010

Toy Story 3 - Crítica

Es difícil, por no decir imposible, pensar en el caso de una saga en la que cada entrega haya ampliado y mejorado el universo de partida. Ni siquiera en un precedente tan sagrado como El Padrino, la tercera parte pudo llegar a la altura de sus dos precuelas. Es por ello que, en Toy Story 3, la enésima exhibición de poderío llevada a cabo por la factoría Pixar alcanza cotas de mérito incalculables.

Buzz y Woody han juguetizado -permítanme un sinónimo improvisado para el término personificar- en su piel de plástico, todas las etapas que atravesaría el alma de un juguete si esta existiera. Si la primera parte hablaba del relevo que acompañaba la llegada de una tecnología superior -metáfora indiscutible de la coexistencia de animación tradicional y digital-, y la segunda se convertía en un manifiesto contra la resistencia a hacerse mayor, Toy Story 3 abarca un territorio tan imposible (o no) para una película de animación como el destierro y el olvido. Allá donde Up hablaba de la cercanía (y presencia) de la muerte, los juguetes de Andy se enfrentan a un destino igual de siniestro. Un desván, una donación o un vertedero aparecen en el horizonte como consecuencias del fin de una infancia que ellos creían eterna.

Toy Story 3 recorre su metraje a medio camino entre la luz y la oscuridad que anuncia el brillante cortometraje que la precede. En ella se citan los minutos más divertidos, emotivos y emocionantes de la saga, pero también los más inquietantes. Parte de culpa la tiene una estética intencionadamente sólida y realista -valga como ejemplo el magistral uso del siempre discutido 3D en la guardería-, pero es innegable que el virtuosismo gráfico sería inocuo de no ser por la apabullante madurez y profundidad de su historia. Como ya se demostró en Rataouille, Wall-e o Up, el ingenio de Pixar sigue en estado de gracia, y ello repercute en la que, tal vez, sea su mejor película hasta la fecha. Y hago bien en decir hasta la fecha, porque si algo sabemos de Pixar es que, a pesar de la presencia de la "nueva" Disney, seguirá sorprendiendo a propios y extraños en el futuro.

Toy Story 3 cierra, por lo tanto, una de las mejores sagas de la historia del cine, ampliando el marco en el que crecieron sus dos precuelas. Lo hace desde el homenaje a su esencia, que no es otra que la importada magia de la animación convencional -guiño innegable, a través del peluche del entrañable Totoro-, los códigos inquebrantables -casi adultos- que unen a sus personajes -esos juguetes cogidos de la mano, esperando juntos un final aparentemente inevitable-, su ingenioso sentido del humor, y un clímax capaz de dejarnos siempre con la boca abierta. Woody y Buzz nos dicen hasta siempre, pero todos sabemos que serán, por derecho propio, el juguete preferido de muchos niños. Y de muchos otros que lo fueron algún día.

julio 12, 2010

Estatut y Selección

Aquellos que creemos en una España concebida como estado federal, asistimos impotentes al creciente desencuentro entre los que no admiten la multiplicidad de sensibilidades dentro del Estado, y los que asumen que ya no tienen cabida en el mismo. España se polariza y divide, entre otras cosas, porque quienes deben guiar sus designios, son incapaces de comprender la naturaleza del país en el que viven. La manifestación que recorrió las calles de Barcelona el diez de julio pone sobre el tapete dos realidades a tratar: (1) La sacralizada Constitución de 1978 ya no sirve para responder a la realidad de la España de 2010; (2) El pueblo ansía el timón, harto de la mediocridad de sus políticos.

La Constitución como dogma y excusa

Un texto, por muy simbólico e integrador que fuera en su día, no puede ser una rémora para el avance de un país que sigue buscando su realidad. Es inconcebible que un País formado por 17 Autonomías sea incapaz de dotar a estas del necesario autogobierno que las llene de sentido, por el mero hecho de apelar a la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la propuesta presentada. Si somos incapaces de avanzar hacia un estado federal, en que las partes que lo compongan sean lo suficientemente fuertes como para engrandecer al todo del que dependen, el problema no serán los Estatutos, sino la propia Constitución. El Estatut de Catalunya de 2005, aprobado por el Parlament, las Cortes Generales y refrendado por el pueblo catalán, no puede ser frenado por no caber en una Constitución de 1978. Si un texto de los años setenta está por encima de un proceso democrático vivido 30 años después, y la propia realidad de esta década, lo que hay que cambiar, urgentemente, es el texto.

Aquella Constitución que, para la derecha más radical, constituía el primer paso para romper España, es ahora apelada por la misma facción para evitar el avance en aquello que inició el sacralizado texto: el estatuto de autonomías. Tal vez sea el momento de decir que lo que rompe España es, precisamente, la negación de la misma como lo que es: un grupo de identidades distintas, cuyos factores diferenciales deben ser reforzados con todas las consecuencias. España no se rompe por el avance en el autogobierno, sino por la política del látigo. O cómo querer en España a los vascos y los catalanes, siempre y cuando sean lo menos vascos y catalanes que sea posible.

Urge afrontar la reforma de la Constitución, para convertirla en un texto a la altura de la realidad actual de España, y para posibilitar el avance de los distintos Estatutos de Autonomía. Es tanta la urgencia como miedo a dar el paso. ¿Cómo cambiar la Biblia sin acabar con la religión?

El Fin de la Política

La manifestación del pasado diez de julio fue cualquier cosa menos un acontecimiento político. El pueblo tomó el protagonismo, incomodando a los portadores de la senyera, acusándoles de cobardía y vulgaridad. Vivimos en una era en la que se desconfía del político, donde arrecian los casos de corrupción en plena crisis económica; donde, quienes dicen luchar por una causa, miran de reojo la posibilidad de un pacto con la causa contraria; donde la mentira monopoliza cualquier trayectoria que se precie. El pueblo, harto, siente el olor de la protesta. El sábado, todo político era enemigo del pueblo, independientemente de su origen. A todos, tan aparentemente distintos, les une algo: la concepción de la política como una lucha de egos e intereses, y no como un servicio al pueblo en la búsqueda del bien común. Hay quien se define como Hombre de Estado, cuando sólo es sicario de un grupo de interés.

Sólo la madurez de una Sociedad formada, preparada, ilustrada y valiente exigirá la abdicación de la actual clase política y el cambio por una más responsable, desinteresada y entregada a su verdadera función social.

El Auge del Independentismo

Hubo muchos que celebraron la sentencia del Tribunal Constitucional por posibilitarles una excusa perfecta para la reivindicación de la soberanía. Aquellos que no quieren formar parte de España, independientemente de la estructura de esta, vivieron el diez de julio como un baño de segregación, reivindicación de la separación de España y paso inapelable hacia la independencia. Este auge debería ser motivo para la reflexión de la clase política española, pero la falta de autocrítica y el exceso de cálculo impedirán la misma. Hay una pregunta, que no podrá ser respondida hasta los próximos meses: ¿Cuál es el verdadero alcance del movimiento independentista? ¿Es mero ruido o posibilidad?

La Selección como Metáfora

Se juntan unos catalanes, unos madrileños, unos asturianos, unos andaluces, etc, etc, se ponen a jugar al fútbol, y ganan una Copa del Mundo. Al político de turno le falta tiempo para convertir a la Selección como metáfora de convivencia, cuando es él el primero que radicaliza el discurso e impide la concordia. Naturalmente que podemos convivir, forjar proyectos comunes y construir un país en el que todos tengamos cabida. Siempre y cuando no haya políticos de por medio. Siempre y cuando se avance sin rémoras hacia esa España que podría haber sido y, si no cambian las cosas, no será jamás.

mayo 24, 2010

La Era Post Lost - Día I

Lost -Perdidos- ha simbolizado, mejor que ninguna otra obra, el poder de proyección que dos medios tan interconectados como la televisión e Internet puede alcanzar. Lo importante de Lost no era la serie, sino lo que la rodeaba. Si la televisión la puso a caminar; Internet la hizo volar. Tertulias, interpretaciones, misticismo, rupturas de cualquier limitación física -o cómo era innecesario esperar al estreno de la serie en tu país, si alguien como tú se tomaba la molestia de grabar, colgar el capítulo en Internet, y hasta subtitularlo- y la confirmación que el ser humano sigue necesitando creer en algo. ¿Quién dio por muerta a la religión? En Perdidos, el camino que cruza los destinos del bien y del mal -tantas veces recorrido en el pasado- se pegó a nosotros con férrea fortaleza, tal vez porque era fácil identificarse con los componentes del grupo de héroes más imperfecto y complejo posible. Puedo darles un resumen válido de la trascendencia de la serie creada por J.J.Abrams. Hoy, a las 6 de la mañana, muchos estábamos ante el televisor para ver su desenlace.

A medio camino entre la emoción, el desconcierto, y una ligera decepción -era imposible no decepcionar, pues la decepción era el hecho de terminar; no en el cómo-, el capítulo final de Perdidos -cuyas claves no desvelaré- ha apostado por el reencuentro y la despedida, pagando el peaje que implicaba dejar sin respuesta a muchas de las imposibles cuestiones que ha venido planteando desde el principio. Ha podido ser la rendición de los guionistas ante la densa tela de araña en la que han convertido a la serie. Sin querer hacer un balance crítico, y tomando como metáfora dos puntos tan alejados como el ojo que se abre y el que se cierra, es justo reconocer que el gran problema de Perdidos, como serie, es precisamente la incontrolable fuerza con la que emergió. La fuerza del que tal vez sea el mejor episodio piloto de todos los tiempos. Esa fuerza se ha ido perdiendo conforme el ojo se cerraba; conforme se intentaba dar respuesta a preguntas que no tienen cabida en el mundo racional.

Uno acaba concluyendo que Perdidos ha sido como la vida real. Ocurren cosas que no esperamos; que no comprendemos. Y tal vez deba ser así. ¿O acaso no es verdad que necesitamos creer en algo para seguir adelante? Es posible que deba haber siempre preguntas aguardando a ser respondidas, y que seguirán esperando cuando ya no estemos. Es posible que el sentido de Perdidos haya sido darnos algo en lo que creer durante cinco años. Tal vez su objetivo era hacernos soñar con una isla que sólo existe en algún rincón del mundo de los sueños. ¿Qué importan las respuestas, en este contexto?

Perdidos deja un vacío absoluto en el Mundo que deja. Ya no hay nada que esperar. Ya no habrá nada de lo que hablar -o sí; tal vez perviva a través de las discusiones sobre lo que dejamos atrás-. Se pierde una magia que consistía en hacer preguntas; no en dar respuestas. Se va una de las series más importantes de todos los tiempos, no sólo por lo que ha sido, sino por lo que ha creado a su alrededor. Hoy es el primer día de la era post Lost. Y no me cuesta reconocer que ya la echo de menos.

abril 26, 2010

Dachau: El Infierno que queda tras las Llamas.

Una fotografía en blanco y negro, a la que el pincel no quiso nunca dar color. Un violín que llora en memoria de los que ya no están. Un cielo cubierto de nubes, y el Sol tras ellas, conteniendo la luz en señal de duelo. Una superficie enorme, rodeada por zanjas y fosos impenetrables. Una puerta negra, maldita. Una estación de tren a la que los vagones llegaban para morir. Debieron llamarla la parada de la muerte. Una iglesia levantada in memoriam. Un edificio diabólico, llamado crematorio. Un instante de soledad allí dentro. Era la cámara de gas. Techos bajos, casi a la altura de las cabezas. Un espacio angosto. Una mirada hacia arriba, para ahogar una lágrima que nunca llegó a caer. No hubo tiempo. Son los gritos del pasado, callados por chorros de gas. Allí, los ejércitos de Satanás pusieron nombre al horror. Una cámara, para morir. Otra, para morir de nuevo. La última, para ser quemado como el carbón. Una chimenea que calla lo que expulsó en el pasado, pero que sigue allí. Otra fotografía; la mía, sin querer mirar a la cámara. Un rostro avergonzado, el mío, por no haber nacido antes. Me maldecía por no estar allí entonces, cuando debía haber sido útil. Tal vez habría salvado una vida, o habría entregado la mía. Todo esto era parte de Dachau, una pequeña villa que esconde el infierno que queda tras las llamas.

La obra de un exterminio humano no puede medirse en cifras ni palabras. No hacía falta ver los cuerpos. Bastaba con respirar el aire de ese campo; con otear un horizonte que nunca existió. En Dachau, la sangre se detiene, se congela, y puedo jurar que nada tiene que ver con el frío. Tal vez era ese silencio que nadie se atrevía a romper. Tal vez esa horrible sensación de caminar por donde otros dejaron sus últimas pisadas. Tal vez ese momento en que cierras los ojos y escuchas disparos y gritos; y notas como tus pulmones son invadidos por un olor cargado, nauseabundo. Tu, yo, nosotros podríamos haber sido parte de aquello. Podríamos haber sido el siguiente. El próximo en ser subido al tren. El próximo en ser llevado a una ducha siniestra. El próximo en haber sido señalado para morir.

Yo venía de un castillo de hadas, y me encontré con un final infeliz, trágico y macabro. Todo pasó en el mismo día. Debería contaros que paramos a comer en un pueblo pequeño y olvidado llamado Andechs, pero el arco del violín se aferra a las cuerdas. Sigue llorando. No me deja olvidar. No me deja hablaros de otra cosa. Ni siquiera que el día siguiente volvíamos a Barcelona, dejando atrás Alemania, su nieve, su indestructible austeridad. Es ahora cuando lo entiendo todo. Ese tono apagado, respetuoso. Esa voz a medias. Alemania se levanta cada día escuchando ese violín, y no puede olvidar. No puede hablarnos de otra cosa.

Os diré que mi último día fui sacudido por la fiebre. Os lo diré porque os lo he contado todo, y merecéis saberlo. Y ese día visitamos un museo dedicado a la ciencia, al que llaman Deutsches Museum. Y allí hay un meteorito, una célula enorme, aviones, barcos y la incomensurable reproducción de una mina. Y fuimos con tiempo al aeropuerto. Y compramos los últimos regalos. Y despegó un avión hacia Barcelona. Y allí, en medio del frío, quedaron la Marienplatz y su carillón; las Ninfas; el castillo del rey loco; Dachau. Y un violín que llorará siempre.

Fin.

abril 21, 2010

Neuschwanstein: El Cisne de los Alpes

La historia nos cuenta que, en la Edad Media, los Reyes construían sus castillos en parajes altivos, como señal de su poder ante el pueblo. Las reminiscencias del feudalismo estaban lejanas cuando, en pleno siglo XIX, Luis II -el Rey Loco, dicen algunos- puso a Baviera al filo de la ruina para construir el castillo más bello de la historia. Rescato una frase recurrente en el séptimo arte para continuar. "La vida se mide por los instantes que dejan a uno sin aliento". De tomarla como cierta, debería asumir que el dieciseis de marzo de dos mil diez envejecí varias eternidades.

La noche del lunes cerramos los ojos rogando a la nieve que nos ofreciese tregua el día siguiente. Horas después, me descubrí en medio de la penumbra, abriendo la cortina con sigilo para encontrar una buena nueva que nunca llegaría. Nevaba, el día que debíamos desplazarnos a los Alpes, conduciendo un coche a través de una carretera blanca que sólo traía incertidumbre. Ya les dije en la primera entrega de este relato que "Das ist Deutschland", y que el quitanieves nos acompañó gran parte del camino, pero no negaré que hubo miedo, silencio, algo de música para relajar la tensión, y alguna curva en la que la tentación de cerrar los ojos hizo acto de presencia. Sirvan estas líneas para hacer pública una felicitación que guardé aquel día. Jaume, tu labor como conductor fue impecable. Tanto, como la eficacia del GPS que nos guió con mano maestra hacia el pasado.

Tuve la sensación de llegar muchos años tarde, cuando pusimos los pies en tierra. Vivimos en una triste era en la que nada acontece, y en la que lo poco que pasa es maldecido por acabar con nuestra rutina. Un avión que no despega. Un móvil sin cobertura. Una hora más en el trabajo. Ya saben de lo que hablo. El caso es que allí estábamos, en el año dos mil diez, esperando en Hohenschwangau, una pequeña villa al pie de los Alpes, a que un carruaje arrastrado por dos caballos se pusiera en marcha para llevarnos al castillo. Sin dragones, ni espadas. Sin cruces ni armaduras. Hombres contemporáneos, triviales, a punto de iniciar una marcha lenta, extraña, que iba a ser compartida con dos familias japonesas marcadas por ese gesto de intrascendencia tan propio de Oriente.

En el trayecto, el carruaje avanzaba entre obstáculos. Decenas de valientes caminantes que eran dejados atrás en medio de las cumbres. La imagen del castillo seguía custodiada por los Alpes cuando por fin bajamos. Las joyas no se muestran al primero que llega. Fueron necesarios varios pasos interminables para llegar a una curva que olía distinta a las demás. Primero miré hacia atrás, para estar seguro de que habíamos dejado por el camino a todos los que nos acompañaban. Ese momento era nuestro. Estábamos prácticamente solos, en medio de los Alpes, cuando alzamos la mirada. Emergió como si fuera parte de las montañas; un coloso forjado por la propia piedra que nos rodeaba. O como un enorme cisne, flotando en un mar embravecido en que las cumbres nevadas son olas, y la torre principal un esbelto cuello color marfil. Era el asombroso castillo de Neuschwanstein. El refugio eterno de La Bella Durmiente. La inspiración de Disney y Tchaikovsky. El sueño de un loco. El motivo de un viaje; de mil viajes. ¿Cómo pudimos dudar? ¿Qué importaban la nieve y el cansancio ante la poesía? ¿Qué importan estas palabras si no le hacen justicia?

Apretamos el paso, con el aliento robado por una imagen imborrable. Teníamos ticket para las diez y media. Llegamos con cautela a la entrada, como una comitiva que pide audiencia para ser recibida por el Rey. Ante sus muros, sólo cabía la humildad. Algo que olvidaron los alumnos de un colegio francés a los que la educación no ha visitado todavía. Cuando llegó nuestro turno, nos enfrentamos al imposible. Disculpen el desorden de mis ideas, pero paso a enumerar lo que vieron mis ojos. Una gruta artificial, o el adalid de los caprichos. Los Alpes tras la ventana. Una cámara llena de velas esperando a ser encendidas, en la que nos contaron que el Rey simplemente paseaba para meditar. La sala del trono. La habitación de un Rey. Tristan e Isolda; o Putifar, formando parte de la Capilla Sixtina del castillo. ¡Oh, el castillo! Mi aliento ya era parte de él, como podrán suponer. De ahí que quiera gritar con todas mis fuerzas que ¡Larga vida al Rey! Disculpen de nuevo, pero caminar por las páginas de un cuento de hadas no es algo a lo que sea fácil renunciar. Para mí, duró muy poco. Demasiado poco. Quiero revivirlo, aunque me conformo con el recuerdo y el agradecimiento eterno por haberlo visto antes de morir. Neuschwanstein. Difícil nombre. El nuevo cisne de piedra, dice la traducción. Cuando descendimos de las cumbres, volvimos a detenernos en la misma curva. Y allí, en una triste despedida, volvimos a contemplar la imborrable marca de la eternidad.

abril 14, 2010

Secretos de Ninfas

¿Se han parado a pensar en el amanecer de los lunes? Tal vez imaginen un despertar ahogado, rociado por la siniestra música del despertador, en que las pestañas luchan por despegarse de los párpados entre olas de legañas. ¿O les viene a la mente una sonrisa forzada, que recuerda que el fin de semana no está, por suerte, tan lejos como parece? Yo no sabría definirme, pues uno de mis últimos lunes despegó en suelo alemán, y me llevó a compartir el tranvía de la mañana con cientos de funcionarios, obreros y demás piezas de la clase trabajadora de Munich. Era temprano, como manda el manual del viajero que lucha contra el paso de las horas. Seguía nevando, pero ya no creo que esto les sorprenda. Lo he mencionado tantas veces que les propongo un trato. Sólo volveré a hablar del tiempo si he de contarles que logramos ver el Sol.

Al oeste de la ciudad, se levanta un palacio que en su día fue residencia de verano para la realeza. Le llaman Schloss Nymphenburg, y sólo entendí su nombre al viajar al pasado. Permítanme dejar este detalle para más tarde. Antes les diré que, al posar mis ojos en él, contemplé un escenario real, principesco, en el que una construcción imposible dominaba una escena vestida de nieve. Ni rastro de los jardines, ni de sus rojos tejados. Apenas un aliento exhalado por el camino que nace en la entrada. Sólo un volcán dormido, en medio de ninguna parte. Y un atisbo de vida en los cisnes que flotaban sobre el lago helado que le precede.

El palacio se divide en varias edificaciones, cada una con su propio cometido en otra edad, y que hoy sobreviven como fragmentos adosados de un recorrido a la salud del turista. Un gran salón espera a la entrada, acariciado por la luz que penetra por sus grandes ventanales. Como otras salas, está adornado por una gran pintura que nos miraba desde el techo, y que anunciaba el lujo que nos acompañaría al recorrer el resto de estancias. Tal vez ningún palacio merezca más su nombre que éste. En él conviven cientos de detalles que emergen hermosos y abrumadores, como símbolos del gusto más exquisito, pero que en mi memoria aparecen mezclados como los tonos de un lienzo pintado con acuarelas.

Sólo una cámara permanece en mi retina. Una habitación en la que las paredes custodian retratos. En todos ellos, el rostro de una bella joven mira de frente, buscando el posado exigido por el pintor y encontrando la mirada del visitante. Un trabajador explicaba a una pareja que las damas eran elegidas entre cientos para ser dibujadas. Una de ellas, con apenas quince años, grita en silencio su historia, desde el alma que el lienzo conserva encarcelada. Gritos y susurros, de Bergman. Lola Montez, y la borrosa marca que va dejando. Es de suponer que pagaron con algo más que su presencia para merecer pervivir en tan selecto lugar. El secreto permanecerá a salvo en el oeste de Munich, pero juraría que eran ellas las Ninfas del palacio.

Salimos de allí para ver un pequeño museo, lleno de carrozas de la época, y pasear por los jardines. Hundimos los pies en la nieve por propia voluntad, y nos aventuramos a entrar en un pequeño bosque para ser parte de un paisaje irrepetible. Un pequeño caserón se escondía entre los árboles. Era el rincón de tranquilidad de la reina, según nos contaron. Entramos, y encontramos un hombre paralizado por el frío. Estaba sentado en una vieja silla. Sus manos temblaban, y de su voz sólo salía un sonido apagado. Nos validó nuestro ticket con la mirada extraviada. Echamos un vistazo a un termómetro que colgaba de la pared. Cero grados en el interior. La visita fue rápida. Más lujo, y una humilde cocina como novedad. Al salir, miré hacia el vigilante. Creo que aún vivía.

Epílogo

Les contaré brevemente cómo transcurrió la tarde, pues el inesperado cierre del museo de BMW la condicionó. Acudimos al Olympiapark, cementerio de una zona olímpica en el que sobreviven aún varios recintos, como el estadio olímpico. Subimos a una torre que se eleva casi trescientos metros por encima de la ciudad, y permite vistas imborrables. Reconocí la villa austera del primer día, a pesar de contemplarla a vista de pájaro. BMW nos permitió entrar en su centro de negocios, y apabullarnos con una exhibición casi inmoral de coches de lujo. El día avanzaba peligrosamente. La merienda ya no era cena. Había que aprovechar que era lunes. Había que volver a la Hofbrauhaus y luchar por un sitio. Hubo suerte. Hubo cerveza negra y codillo con patatas. No pude terminar ni una cosa ni la otra. Brindamos, de todos modos. Y conversamos con un turista inglés, que se sentó con nosotros antes de buscar nuevos amigos. La gente se hacía fotos con la banda de música, y con una joven camarera que, enfundada en su traje de Baviera, repartía pan. Retratos que nunca custodiarán la sala secreta de un palacio.

abril 12, 2010

Domingo en Blanco

Eran las nueve de la noche del domingo, y mi almohada reproducía, cual caja de resonancia, los sordos pasos con los que había atravesado los nevados caminos del Englischer Garten. Aún vivía en mí la sensación de avanzar sin rumbo, caminando en silencio al amparo de la encapotada claraboya que formaba el cielo de Münich. El Englischer Garten es como Hyde Park o Central Park; un parque enorme, sinuoso y lleno de caminos, que despliega sus mantos en todas direcciones, y que deja pistas al caminante, en forma de puntos marcados -una atalaya en forma de templo circular; un lago congelado; o una torre de arquitectura oriental, que se ilumina por la noche-. Cometimos el error -¿o fue acierto?- de visitarlo con el atardecer demasiado cerca. Ello nos llevó a dar vueltas creyendo que caminábamos rectos, a resignarnos al frío, a ver el símbolo chino dos veces -llegamos a pensar que había dos torres, cuando realmente sólo había una-, y a un silencio ensordecedor. Con la oscuridad creciendo a cada paso, notábamos que éramos adelantados por espectros. Tal vez eran seres vivos que, desafiando al frío y la noche, salían a correr por el parque como si nada. Una gesta impensable para nosotros, que nos conformábamos con imaginar el parque en verano, con sus bancadas ocupadas de gente bebiendo cerveza; su césped lleno de parejas profesándose caricias; y cientos de bicicletas y perros cubriendo los caminos que nosotros vimos sepultados por la nieve. No teman por nuestras vidas, si es que estaban preocupados. Logramos alcanzar el asfalto, a pesar de todo. Yo salí con un regalo en mi cámara de fotos, en forma de ganso que despegaba desde la helada superficie del lago. En realidad, fue uno entre cientos. Un parque nevado es como un tapiz tejido por capas verdes y blancas, esperando a ser devorado por cualquier mirada que se precie. O mis ojos disfrutando del sufrimiento de mis pies.

Antes de visitar el parque, el domingo había sido dedicado al arte de la Alte y Neue Pinakothek. Llegamos allí temprano, procedentes de la Königsplatz, una plaza imperial, hermética y fría, en la que tres templos de estilo griego se enfrentan en triángulo al visitante. Tal vez era una mala hora para visitarla, pero nuestra excusa para hacer tiempo no duró ni quince minutos. Ello hizo que tuviéramos que esperar unos minutos en la entrada del museo, con la compañía de dos japoneses, algún alemán con mucho tiempo libre, y los fieles copos de nieve. No abrieron hasta las diez en punto, en un alarde de puntualidad. Suerte que lo hicieron, pues más de uno estaba cerca de la muerte por congelación. Con la entrada en nuestras manos, abordamos el museo en una soledad insólita para un visitante. Fuimos recibidos por el detallismo obsesivo de Brueghel; la desbordante fuerza de Rubens; el encanto de los Girasoles de Van Gogh; o los nenúfares de Monet. No recuerdo haber apreciado tantos detalles en mi vida. Prefiero no contarles mucho, pues creo que los museos hay que pasearlos, no narrarlos. De todos modos, ahí va un consejo. Si van algún día, no se pierdan un cuadro de Albrecht Aldortfer -yo tampoco tenía el gusto- llamado "The Battle of Alexander at Issus". No lamentarán ni uno de sus trazos.

Releyendo estas líneas, empiezo a recordar detalles que creía olvidados. El tremendo cansancio con el que llegué al hotel, tras mil horas caminando; el calor de las salas de los dos museos; la comida en una pizzería, con Fernando Alonso de fondo; o cómo se enfriaba el agua de la botella, sin salir de la calle. Y qué decir de una cena imprudente -yo también pedí salchichas con ketchup, y ya les dije cómo se las gastan-. Lanzo la última mirada hacia atrás, y aún diviso algo. Al final, o al principio, la nieve tras la ventana, al despertar. Fue como un oasis de soledad en pleno viaje. Jaume y David aún dormían. Aparté ligeramente la cortina, y miré hacia la calle. Lancé un bostezo silencioso, para desperezarme. Sueño y frío, como el inicio de un lunes en invierno. Pero era domingo. Era Münich. Eran mis vacaciones. Y nevaba.

abril 11, 2010

El Madrid se acostumbra a dudar.

Crónica dedicada a mi amigo Óscar. Te lo debía.

El Barcelona ya había puesto el 0-2 en el marcador cuando una cámara de televisión barrió un sector de la grada del Bernabeu. Fue la imagen de una afición cansada de que su equipo le falle en las citas importantes. Harta de la decepción y la derrota. Resignada a reconocer que el rival sabe ganar estos partidos, y los suyos no. Y desconcertada, cuando vé que la respuesta a los problemas no está en el fútbol, sino en la tremenda inmadurez de un bloque incapaz de hacerse mayor cuando la situación lo requiere.

No fue un partido vibrante ni entretenido. No fue "el partido del siglo", pues poco de lo visto hoy quedará grabado en las retinas, o en los resúmenes de lo que merece ser rescatado. Fue más bien un partido tosco y tenso, en el que Real Madrid y Barcelona salieron a jugar con escuadra y cartabón, con el claro objetivo de desactivarse mutuamente. Ello podría explicar que Alves jugara de extremo, y Marcelo de interior. Había más recursos en evitar el peligro ajeno que en crear el propio. Y en esas estaban, incomodándose y trabándose, cuando Messi combinó con Xavi, y se inventó un gol. Primera llegada con peligro, y gol. Directo. Incisivo. Venenoso. Lo que hace poco se llamaba PEGADA. Fue un disparo en la sien del Bernabeu, pues fue ese el momento en que el estadio se vino abajo, en el que a todos los madridistas se les pasó por la cabeza lo mismo: "Esto ya lo he vivido. Estos no remontan. Higuain volverá a fallar solo ante el portero. Gago se enfrentará a su mediocridad. Cristiano empezará a comerse la cabeza, etc, etc.". Y no decepcionaron los blancos, que respondieron con su ansiedad característica. Deja vu; el día de la marmota; Liverpool; Barcelona; Lyon. Mil nombres para definir lo indefinible. Sólo hay una conclusión clara y meridiana: Además de superar conceptual y futbolísticamente al Real Madrid, el Barcelona ha ganado una batalla mucho más importante, que es la anímica. El Barcelona está convencido de ser el mejor, y eso es tan importante como serlo.

La segunda parte fue un catálogo de correcciones, pues ninguno de los dos técnicos estaba conforme con el rendimiento de los suyos. Guardiola -inconformista con la victoria como simple botín- adelantó a Maxwell a la posición de extremo, retrasó a Alves al lateral derecho, y ubicó al omipresente Puyol en la izquierda -copiando los perfiles del rival-. Pedro, jugador incómodo y dotado con una claridad de vidente para la definición, recibió un pase de Xavi, ganó la espalda de Arbeloa, se plantó ante Casillas y puso el 0-2. El silencio del Bernabeu se acrecentó. El miedo ya no era miedo. Era una extraña calma, a la que algunos llamarían resignación.

Entró Guti, un clásico, para arreglar el entuerto, y lo intentó dejando solo a Van der Vaart ante Valdés a la primera que tuvo. El holandés marró la ocasión, viniendo a decir que los de blanco dejaban el gol para otro día. Guardiola replicó. Introdujo a Iniesta por Maxwell, se apoderó del balón -abusando de cierta suficiencia, que podría haberle costado un disgusto en otras circunstancias-, y fin de la historia. Ambos pudieron aumentar el marcador, pero no hubo ni energía ni acierto. Para dar familiaridad a la escena, apareció Raúl. El resto ya lo conocen. El "7" pidiéndola, con mirada impotente; Guti, a verlas venir; Casillas, maldiciendo; y Gago corriendo detrás de Xavi. Les suena, ¿verdad?

Moría el partido cuando Messi ejecutaba la mirada del que ha demostrado lo que quería. Por no mencionar a un inmenso Piqué, que se ha encariñado con este tipo de partidos. Ellos son parte de un Barça que parece acostumbrado a ganar. El Madrid, por su parte, es un equipo que se ha acostumbrado a dudar. Pesada losa para un equipo tan exigido como éste.

abril 05, 2010

Gute Nacht, München

Una de las paradas obligadas del viaje a Münich era la Residenz, recinto palaciego que albergó a los reyes de Baviera en el pasado y que, en el presente, se funde con el resto del casco antiguo de la ciudad. Tuvimos poco tiempo para verlo -alrededor de dos horas escasas- y ello hizo que su inmensidad se tradujera en una visita fugaz, en la que recorrimos con agilidad su interminable galería de cámaras. En todas ellas, la escena era dominada por un culto ingrato al lujo y al resplandor de la riqueza. La Residenz se nutre de tesoros y caprichos, haciendo que el denominador común de las estancias sea la ostentosidad. Vimos inmensos tapices, colgando de las paredes; cámaras y antecámaras, diferenciadas por el color y la ornamentación; tronos vacíos de poder; regalos principescos; destellos de oro, plata y mármol por doquier. Recuerdo una gran sala alargada, llena de arcos, en la que la luz se mezclaba con los mosaicos del suelo y los frescos que cubrían el techo. Era el Antiquarium. Mirando las fotos, he comprobado que quedaron viciadas, borrosas, incapaces de conservar tesoros que sólo pueden ser grabados por la retina. La Residenz podría ser definida como la cuna del resplandor eterno pero, como tantas obras de arte, ha quedado convertida en pasto de turistas ignorantes.

Al salir de la Residenz, fuimos a parar a uno de los puntos señalados en la guía con letras de oro: el Hofgarten. Desprovisto del esplendor de la primavera, el pequeño parque había derivado en un lugar fantasmagórico, en el que el desnudo ramaje de los árboles nos observaba en helado silencio. La vegetación, oculta entre copos blancos, se sumó al espionaje mientras nos perseguíamos con bolas de nieve en la mano. Miramos al cielo y a nuestro alrededor. Observé mis pies, hundidos en medio de un manto de merengue. Levanté mis ojos, de nuevo. Estábamos solos. Comenzaba a nevar. Salimos fuera, y nos vimos en medio de la Odeonsplatz. A la izquierda, quedaban los jardines que abandonábamos. A la derecha, una fachada color ocre, parte de una iglesia. En el centro, cuatro pilares grises, dos leones, y una estatua protegida. Ideal para tomar una foto y comenzar un lento caminar.

Nos adentramos por una calle estrecha. La nieve arreciaba, con la catedral en el horizonte. Era nuestra siguiente y penúltima parada. Caminamos ágiles, teléfono en mano. Había que llamar a casa. Había que ser sinceros. Éramos turistas mediterráneos, atenazados en medio de una ciudad nevada. La austeridad de la Frauenkirche choca con la grandiosidad de otras catedrales. Dentro de una gran cámara de iluminación tenue, llena de columnas sencillas y vidrieras apagadas, emerge la figura de Jesucristo, suspendido en el aire. Es el detalle más arriesgado que tan discreto templo se permite. La visión exterior nos deja ver una iglesia robusta, dominada por dos grandes torres de piedra, a las que sendas cúpulas verdes se encargan de coronar.

Cuando ya tomábamos el camino de regreso, no eran aún las seis de la tarde. Por el aspecto de la ciudad, parecía casi de noche. Poca gente por la calle, salvo en las tabernas. Chocamos, casi sin darnos cuenta, con la fachada más hermosa y colorista que vimos aquella tarde. Era la Asamkirche, una pequeña iglesia, cuya intimista capilla era custodiada por una reja inaccesible para el visitante. Intuimos un altar dorado, y unas paredes adornadas hasta el más mínimo detalle. Sus secretos, no obstante, serán el manjar de nuevos visitantes , o de nosotros mismos en otra ocasión.

El día terminaba antes de lo esperado. Mientras un español merienda, un alemán cena. Lo que para nosotros es el aperitivo de lo que será la noche, para ellos es la culminación. Llegamos a la Hofbrauhaus a media tarde. El templo de las tabernas. Mil plazas de capacidad, pero dos mil aspirantes a encontrar un sitio. En la oferta, cientos de visiones: Trajes típicos cubriendo cuerpos robustos, camareros curtidos en mil fiestas con cinco jarras a rebosar de cerveza en una sola mano, salchichas saliendo de la cocina, codillo con patatas a punto de ser devorado, jolgorio, brindis, canciones improvisadas, gritos de guerra, una banda tocando, y mil pasillos interminables en busca de un asiento. Fracasamos. La primera gran cerveza -chocolate caliente para Jaume- la tomamos en otra taberna, tranquila, anónima, en la que nuestra audacia nos dio un sitio difícil de lograr. El día moría. Con el toque de queda a la vuelta de la esquina, paramos a cenar en una hamburguesería. Fue rápido. No eran ni las ocho cuando llegamos a la habitación. Sólo el frío y las sombras resistían en la calle. Eso, y los cabarets. El agua caliente de la ducha dolió al contactar con mi frío cuerpo. Mi estampa era impropia de un turista. Pies enrojecidos, calcetines empapados, piel dolorida y ojos vidriosos. En la televisión, sólo un canal en español. Mis párpados caían mientras escribía parte de lo aquí presentado. Sólo unas palabras para terminar.

Buenas noches, Munich. Gute Nacht, München.

marzo 29, 2010

Marienplatz : El Cantar de Baviera

Turista y tiempo deberían ser antónimos, pero nuestros inicios en Baviera fueron ligados al encuentro de ambas palabras. Aceptando mi condición de turista, por encima de la de visitante -no negaré que la cámara de fotos, el mapa callejero y la cara de despiste formaban parte de mi vestimenta-, he de confesar que la primera mirada que lancé sobre Munich me transmitió la serenidad propia de una ciudad que deviene en excusa para pintar postales de navidad. Todo pausado, nevado y tranquilo. Era sábado por la mañana, y la ciudad se desperezaba con la resignación de no ver ese día los rayos del sol.

El casco antiguo de la ciudad nace tras un gran arco de piedra, bajo el que se oculta la figura de tres niños de bronce, a los que el cincel dio forma de músicos en miniatura. Habríamos parado para recrearnos en el detalle, pero por nuestra mente tan sólo pasaba llegar a tiempo al famoso canto del carillón, que comenzaría en pocos minutos en la plaza del ayuntamiento. Avanzamos deprisa por una calle con aroma a comercios, pellizcando ligeramente el reflejo de la catedral, que emergió a nuestra izquierda en un breve momento. El asfalto yacía rasgado bajo la ceniza de la última nevada. Ello nos obligó a girar hacia la prudencia. Faltaban dos minutos para las doce cuando apareció nuestro destino. Una plaza llamada Marienplatz. Una guía hablando en español con una pareja, a la que parecía entretener. Dos matrimonios alemanes de avanzaba edad, en la que los hombres asumían el papel de bufones, y las mujeres las de la aprobación forzada. Un grupo de turistas, con el cuello inclinado, buscando divisar algo en las alturas. Nos giramos hacia la izquierda. Allí emergió un gran edificio de piedra, rectangular y robusto, maravillosamente ornamentado, y con una gran torre en el centro gobernada por un reloj. Algo que rompía la arquitectura nos llamó la atención. Era el ayuntamiento de Munich. Y en medio, su famoso carillón.

Podría buscar mil formas de definir el carillón -Glockenspiel, que dirían en Alemania-, pero creo que erraría en todas. Nacido en la parte central de la torre, el carillón emerge como un pesebre construido dentro de una gruta verde, lleno de figuras que cobran vida, y que sólo despiertan cuando vale la pena, como los relojes de cuco. En él, arlequines, bailarines, lacayos y caballeros se mueven como marionetas en un tiovivo, formando parte de una danza lenta, que ondea mecida por las fieles campanas y por la dulce música de un juglar. Durante unos minutos de hipnosis, en los que el suelo helado pareció no existir, nos vimos contemplando una extraña y hermosa representación armónica, propia de otro siglo, que parecía rimar a la perfección con el paisaje que rodeaba la plaza. Una torre roja al fondo, que juraría parte de un castillo de juguete. Una cúpula más allá, tras la que se esconde un mirador de la ciudad. Munich nos miró a la cara y nos lanzó hacia esa Europa que suena al ritmo de un piano de hielo, mientras guarda en su interior un enjambre de elfos, hadas e historias de caballeros.

La Peterskirche fue nuestra segunda parada. Una iglesia de estructura afilada, maquillada de marfil y tocada por un verde pálido que parece huir de cualquier alegría. Su torre esconde una de las mejores vistas de la ciudad. A ella se accede por una escalera estrecha, casi angosta, en la que hay que dejar pasar unas cien veces, sabiendo que le dejarán a uno pasar la mitad. Era curioso como aceleraba la gente cuando oía pasos. El que llegase antes, obligaba al otro a quedarse en el rellano. Dos no pasan, lo siento. Has perdido. Las palabras de perdón llenan un recorrido largo, pronunciado, que termina cuando el aire acaricia la cara del que logra llegar a la cima. Allí vuelve la complicidad, que se olvidará en el descenso. Un pequeño balcón, y Munich bajo nuestros pies. Momento para fotos, sonrisas, algún guiño. Falsa alarma. El genio vuelve en el camino de vuelta.

Al salir de allí, decidimos ir a comprar una tarjeta de transporte de tres días. Tras calcular costes a mano alzada, vimos que era la mejor opción. Por motivos prácticos, acabamos adquiriéndola en la estación de metro de Marienplatz, que teníamos al lado. Todavía no sé si entramos en un punto de información o en una entidad bancaria. Vi como alguno se sentaba, se entrevistaba con los funcionarios, les daba la mano, y formaba parte de una escena más propia del acuerdo previo a la venta de un terreno que de la compra de un bono de autobús. Nuestra historia fue decepcionante, en medio de tanta formalidad. Algo rápido. Un bono a cambio de dinero.

Antes de terminar, diré que salimos de allí con hambre, pensando en la primera comida en Baviera. Teníamos que estar a las dos de la tarde en la Residenz, con lo que la cercanía del Virtualienmarkt -un simple mercado, que nadie se asuste por el nombre- nos pareció una buena opción. Allí, tras mucho buscar, degustamos salchichas y pan breeze en una parada sencilla que desprendía cierto aire tradicional. Jaume las probó solas; yo, con una mostaza algo amarga. David pidió ketchup. Craso error. Aún recuerdo los trozos de salchicha flotando en medio del estanque rojo en el que se convirtió su plato.

marzo 22, 2010

Halo!

Ubicados en la última fila de un avión comercial con destino a Munich, los respaldos de nuestros asientos soportaban el peso de tres almas despiertas desde las cinco de la mañana. Me recuerdo sentado en el centro de una fila de tres, mientras mataba el tiempo releyendo una guía de la ciudad, revisando el planning con Jaume, o degustando un mediocre bocadillo de jamón york con mantequilla que, por suerte, corrió a cuenta de la compañía aérea. Atrás había quedado una facturación polémica, en la que, tras superar una cola lenta hasta el sopor, fui informado de que mi maleta superaba en un kilo el peso permitido. Cinco días después, mi equipaje pesaría seis kilos menos. Diferentes medidas de peso, tal vez.

Llevaríamos algo más de una hora de viaje cuando el imperceptible paisaje que suele asomar tras la ventanilla se transformó en una enorme masa que emergía del suelo como una aparición mariana. Era una cordillera imponente, altiva, adornada en su cumbre por rosetones de nieve, que se desintegraban cayendo por la ladera como la nata de una tarta. Dudo aún si eran los Pirineos, los Alpes, los Andes o el Himalaya de un sueño puntual. En cualquier caso, su cima nevada era un serio aviso de lo que encontraríamos al aterrizar en Munich. Y así fue cuando, en pleno descenso, intuimos un horizonte blanco, percibimos una pista blanca y, finalmente, vimos nieve acumulándose en columnas, bordes y montículos. La terminal era un desfile de abrigos, y nosotros los invitados. Baviera amaneció nevada para recibirnos.

Caminamos unos minutos, paseando al lado de personas rubias, mayoritariamente grandes y con una cerveza en la mano. Un joven, alemán de manual, nos vendió el pasaje de un tren de cercanías que debía llevarnos a la estación central de Munich. Hauptbahnhof, para los amigos. Cogimos un tren vacío, que fue llenándose conforme avanzábamos hacia la ciudad. Paisaje nevado, frío, con apenas seis horas desde los últimos copos, y un cielo dramáticamente amenazador. Perezosa, nos recibió una estación tan impersonal como cualquiera de su especie un sábado por la mañana. Algunos cargaban bostezos; otros, un diario y un café; nosotros, nuestros equipajes.

El hotel, por suerte, estaba ubicado en una calle cercana, y rodeado por varios cabarets. Alojados en la calle del pecado, y nosotros con look de turista. El primer encuentro con el recepcionista fue inolvidable. Pronunció un "halo" de sit-com, agudo e intenso. Mostró una sonrisa cultivada en horas de formación comercial, amparado tras un aspecto ligeramente ambiguo, y que invitaba a dudar entre el perfecto ciudadano que riega sus geranios con un bizcocho a punto en el horno, o un frecuente de los cabarets que le rodeaban. Una foto suya lucía en la pared más cercana, sobre una fuente de caramelos. Habló con Jaume, el único con un alemán decente entre nosotros. Miento. El único con el alemán entre sus recursos lingüísticos. David y yo asentimos, Dios sabe a qué. No sé de qué hablaron, pero nos dieron la llave de la habitación. Tres, para ser más exactos. La nuestra era una room triple, acabada de desalojar y con las camas aún sin hacer. Había una tarrina de mascarpone en la nevera, sin terminar. Es posible que aún siga allí. Miramos el reloj. Veinte minutos para las doce. Hora de partir. El carillón de la torre del ayuntamiento está a punto de dar los buenos días a la ciudad.

marzo 19, 2010

Das ist Deutschland

"Das ist Deutschland". Estas tres palabras constituyen una frase seca, concisa y convencida, que fue pronunciada por un ciudadano alemán a las 07:45 h. del 16 de marzo de 2010. Dicho individuo, empleado de una empresa de alquiler de coches en Munich, respondió así después de que le preguntáramos por las condiciones de las carreteras alemanas. No nos lo reprochen. Nevaba, debíamos coger un coche e ir a los Alpes. Una semana antes, Barcelona se paralizó tras seis horas de nieve. Girona fue más lejos, y vio desmoronarse su instalación eléctrica. "Das ist Deutschland" quería decir que aquello era diferente, que pisábamos territorio blindado, donde las carreteras aguantan, el país no se detiene, y el ciudadano se limita a vivir y caminar, mientras el Estado se encarga del resto.

Hace sólo dos días que he regresado de München -permítanme que respete por una vez el nombre con el que los bávaros de Munich se dirigen a su ciudad-, y noto como me afirmo en las intuiciones percibidas en suelo alemán. Recuerdo la ciudad como creí que la recordaría. En mi memoria va madurando una villa que desprende, más que la voluntad de despertar admiración, un respeto perdido en esta frenética carrera por la exhuberancia a la que ha derivado nuestro mundo. Hay mucho de tiempo aprovechado, paciencia y rigor. De todos modos, se dislumbra una épica contenida tras sus muros, tal vez nacida de una resistencia a morir, a perder una identidad labrada en jarras de cerveza, y vestida de piel marrón, verdes chalecos, alegres vestidos y sombrero engalanado con un gran plumón. Sea como fuere, la grandeza de Munich reside en la austeridad con la que, en pleno siglo XXI, tiñe sus calles de sobria apariencia, reforzando el patrimonio de esa Europa que, entre hálitos de frío, respira con la contención del pasado.

Munich es ciudad de edificios sencillos y coloristas; de acento duro y marcado; de tranvía rozando la calzada; de Alpes en el horizonte; de cervezas franciscanas, panes sabrosos y salchichas degustadas por manos temblorosas; de sopa y codillo; de jardines nevados en invierno; de taberna alquilada por música y jolgorio; de educación, señorío y palacios; de identidad bávara, reforzada por una Alemania federal que parece darle cobijo con comodidad. Munich es el orgullo de los bávaros, y uno de los adornos de Alemania. Tal vez sean impresiones precipitadas, simplemente intuidas por un habitante de Barcelona, que fue en Munich un simple visitante más.

enero 06, 2010

Cómplices del Desastre

Llevo mucho tiempo convencido que, al pensar en el futuro, los humanos somos incapaces de concebir nada que no sea una proyección perfeccionada del presente. Tal vez sea esa una de las principales causas de nuestro inmobilismo, nuestra complicidad con el orden establecido, y nuestra absoluta despreocupación ante todo lo que no tenga que ver con nosotros mismos. ¿Cómo pensar en cambiar un Mundo en el que no podemos plantearnos nada que sea radicalmente distinto a lo que conocemos ahora? Vivimos asintiendo ante mil y una injusticias, ante el creciente poder corporativo, ante la mediocridad de los mal llamados líderes mundiales, y aceptamos que todo es así porque no puede ser de otro modo. Hace demasiado tiempo que el pueblo perdió -tal vez por desidia, tal vez por interés, tal vez por miedo- su jerarquía y, con ello, su capacidad para intervenir con decisión en la estructura del Mundo en que vivimos. Fue ese el momento en que enterramos la posibilidad de cualquier realidad que ahora somos incapaces de concebir.

Hemos olvidado lo que sucedió -sucede- en Irak con la misma velocidad con la que olvidamos al alarmante número de personas que mueren de hambre cada día. Aceptamos, nuevamente, y les negamos el obligado recuerdo que deberían tener cada día por nuestra parte. Ignoramos las guerras que pueblan el Mundo con el mismo desinterés con el que narran los atentados en el informativo. "¿Han dicho Pakistán o Afganistán?" Tal vez hayamos cambiado de canal, mientras lo preguntábamos. Es delirante que compremos zapatillas de marca mientras apadrinamos niños para limpiar nuestra conciencia. Es terrible que nos quieran proteger del integrismo islámico quienes lo practican en cuanto el tema se pone feo. Feo para ellos, entiéndase. Es incomprensible que el foco de interés de las tertulias en cualquier bar esté en el fútbol, en que se prohíban o no los toros, en que se deje fumar o en la nariz de Belén Esteban. Nadie habla de cambiar este Mundo. ¿Será posible? ¿No lo será? ¿Alguien tiene alguna idea? ¿Hola?

Como muestra de cómo estamos, ahí va un botón. Hace poco asistimos atónitos a una nueva comedia, en clave de humor, que tuvo lugar en Copenhague. Hablaban de llegar a un acuerdo para detener los efectos del calentamiento global. Llegaron a uno "de mínimos" para justificar las dietas. Yo dejaría el tema para cuando algún listillo de Harvard publique una tesis que concluya que "La ecología es rentable". O para cuando las encuestas de opinión otorguen votos a políticos por su compromiso con el medio ambiente. Cuando llegue ese momento, habrá hostias por aparecer en la foto de los interventores en la reparación de la Tierra. Algo similar podríamos decir del hambre que llena y vacía el planeta. Total, el futuro será como el presente, y no hay alternativa posible. Siempre estarán los organismos oficiales para arreglar o estropear el planeta ante nuestra contemplativa mirada.

Si somos cómplices de este desastre, es porque nos refugiamos en cientos de excusas ridículas, y no asumimos nuestro verdadero rol en esta historia. Unos dicen que "Cómo voy a preocuparme por eso con los problemas que ya tengo". Otros, que "Bastante tengo en mi trabajo como para llegar a casa y amargarme". La mayoría, apunta un inapelable "¿Y qué voy a hacer yo solo?". Son malos tiempos para los potenciales herederos del David que venció a Goliat.

Nuestra generación no merece el perdón de ningún Dios conocido. Dispone de lo que no ha tenido nadie, y es una red virtual que conecta el Mundo entero, que permite la comunicación, la organización y la expansión de cualquier mensaje. La palabra es poderosa, pero está en desuso. En lugar de organizarnos para cambiar las cosas, con un mínimo de decisión, perdemos el tiempo haciendo el imbécil, abriendo blogs tan intrascendentes y autocomplacientes como éste desde el que os escribo, y creando grupos virtuales en los que dejamos claro lo bienintencionados y progresistas que somos. Es un buen modo de acabar la durísima jornada que afrontamos a diario. Yo también debo estar en contra de las matanzas indiscriminadas de focas pero, si no os parece mal, dejaré lo de actuar para otro día.

Ya que soy parte de ese mundo que decide sobre el resto, creo sinceramente que debería entregarme a la policía por complicidad. Soy cómplice de genocidios, matanzas, injusticias, omisión y otras lindezas. Lo soy por mi silencio y mi cobardía. Igual somos algo más que cómplices, quién sabe. Igual deberíamos empezar a darnos asco, que es tal vez lo único que merecemos. Igual es la única forma de que reaccionemos. Igual, antes que todo lo que aquí se escribe sea olvidado, y nos acordemos que aún tenemos que ducharnos, y que mañana hay que llamar a un cliente, y que no hemos sacado la carne del congelador, y que hay que acostar al niño, y que... Y que, analizado friamente, tampoco estamos tan mal, ¿No?

enero 03, 2010

El Mejor Cine de 2009

Aquellos que, puntualmente, acometemos el difícil, injusto y arbitrario propósito de elaborar un listado destinado a ensalzar los méritos de determinadas obras, debemos plantearnos si dedicar o no un párrafo a aquellas que, finalmente, se han quedado fuera de ella. Es complicado dejar sin espacio a aquellos que han presentado batalla para ser incluidas pero, por contra, no es menos cierto que la tarea de obviar debe ser consecuente y valiente con el propósito de elegir.

La tarea, ya finalizada por mi parte, de elegir las mejores películas estrenadas en España durante el año 2009, ha venido condicionada por dos aspectos decisivos: la falta de tiempo que ha impedido la visión, por mi parte, de algunas obras de las que tenía magníficas referencias, -Ponyo en el Acantilado, Yuki & Nina, Singularidades de una Chica Rubia, Los Condenados o Celda 211- , y la disyuntiva de incluir -como así ha sido- o no aquellas obras que, habiéndose estrenado en España este año, pertenecían a 2008 o, en algún caso, a 2007. Finalizadas esas aclaraciones, pasamos a la lista del mejor cine de 2009, según la humilde opinión de quien escribe.

1 - Déjame Entrar (Tomas Alfredson)

Es difícil definir un cuento de hadas que es tan capaz de helar la sangre como de robar el corazón más rudo. Inapelable en el terror, y dulce y mágica en la narración, la sorprendente obra de Tomas Alfredson se alza, con una propuesta tan austera como brillante, como la mejor película del año.

2 - Malditos Bastardos (Quentin Tarantino)

En un acertado artículo, la revista Cahiers du Cinema señalaba la dilatación del tiempo como uno de los signos distintivos de Quentin Tarantino. La lenta construcción de escenas, respetando los códigos del tiempo, y acentuando progresivamente el suspense, ha sido dominada por el director americano hasta hacer de ello un modo propio de hacer cine. El arranque de Malditos Bastardos es una gran muestra de este rasgo. Sólo por esos minutos merece la pena pagar una entrada. Una película extraordinaria que, además de atreverse a reinventar la historia, ofrece la que, tal vez, sea la mejor interpretación de este año. Pasarán años hasta que alguien haga olvidar la tremenda composición de Christoph Waltz como el "cazajudíos" Hans Landa.

3 - Paranoid Park (Gus Van Sant)

Paranoid Park cierra brillantemente el necesario ciclo experimental de Gus Van Sant. Heredera del hipnótico universo onírico de Elephant o Last Days, esta extraña travesía de un skater por la frontera entre el bien y el mal recupera el cine de sensaciones, hasta convertir la sala de proyección en un paseo libre y sensorial bajo la lluvia.

4 - Enemigos Públicos (Michael Mann)

El personal y nada moralista retrato con el que Michael Mann describe al gangster John Dilinger -que nadie espere una historia de malos buenos, pues el gris sería el tono predominante de esta historia- es, además de un extraordinario ejercicio estético -la recreación de los años 30 es apabullante-, una gran demostración del oficio y la solidez de uno de los mejores directores que quedan en Hollywood. Imprescindible.

5 - Gran Torino (Clint Eastwood)

Eastwood vuelve a sus inquebrantables códigos de honor, retratando la dureza de la sociedad a través de un personaje lleno de aristas y heridas provocadas por el pasado. La historia de este justiciero navega, con inteligencia, por los mares de una sociedad llena de injusticias, diferencias y desigualdades mal entendidas. El sacrifico con el que cierra la película podría interpretarse como el más valiente y elocuente mensaje que se le pueda transmitir a la sociedad en la que vivimos. El nuevo clásico de uno de los últimos maestros.

6 - Up (Pete Docter & Bob Peterson)

Si bien es cierto que Up no alcanza en todo su metraje la maestría de sus deslumbrantes predecesoras -Ratatouille, Wall-e-, no es menos cierto que ofrece algunixos de los momentos más emotivos y mágicos del año. Digna portadora del estandarte de Pixar, Up conquista varios terrenos, desde el formal -elegante y estimulante uso del 3D- hasta el narrativo, dando muestras de una madurez que suele ser ajena al mundo de la animación.

7 - Still Walking (Hirokazu Koreeda)

En ocasiones, la cámara de un director reniega de las historias imposibles, y centra su objetivo en la aparente normalidad de lo cotidiano. Still Walking narra la reunión que, durante un día, se produce en una casa japonesa, con motivo del aniversario de un trágico acontecimiento. El resto, sucede en nuestro interior mientras la contemplamos sin pestañear.

8 - In the Loop (Armando Ianucci)

Hilarante, mordaz, ingeniosa e incisiva como pocas, la sátira de Ianucci muerde sin ningún disimulo en los débiles principios de las relaciones internacionales entre los principales países del Mundo. Usando como excusa el servil papel de Inglaterra en el conflicto bélico de Irak, en In the Loop hay estopa para todos. Y de regalo, James Gandolfini como improbable general de guerra.

9 - La Clase (Laurent Cantet)

La ganadora en 2008 del Festival de Cannes llegó a España a principios de este año para mostrar un realista retrato de las desigualdades de la Francia contemporánea. Tomando como escenario una clase de secundaria casi imposible de dominar por su joven y entusiasta profesor, La Clase abre el debate sobre los métodos de enseñanza, y la existencia o no de esperanza en una juventud tan difícil como extraviada.

10 - (500) Días Juntos (Marc Webb)

Contrariamente a la moda de las comedias románticas, la excelente (500) Días Juntos lanzaba su mirada sobre el amor no correspondido, las oportunidades perdidas, y la tristeza del despertar desesperanzado. Tan aguda en su humor como melancólica en su trasfondo, la película de Marc Webb destaca como una de las grandes sorpresas del año.


Mención Especial : El Curioso Caso de Benjamin Button (David Fincher) y Avatar (James Cameron).

No quiero olvidarme del estreno de dos películas destinadas a convertirse en clásicos, por motivos diferentes. Tal vez compitan en otra guerra, y eso hace que merezcan una reseña. Ambas cumplen con creces sus cometidos, y es el de usar el cine como fábrica de sueños imposibles. El paso del tiempo y la ambición por derribar muros infranqueables son parte de nuestra existencia y, como tales, no podían escapar al cine. La calmada y elegante reflexión de Fincher, y la atronadora y grandiosa obra de Cameron también formaron parte de la historia del cine de 2009. Creo sinceramente que no debían pasar desapercibidas.