La obra de un exterminio humano no puede medirse en cifras ni palabras. No hacía falta ver los cuerpos. Bastaba con respirar el aire de ese campo; con otear un horizonte que nunca existió. En Dachau, la sangre se detiene, se congela, y puedo jurar que nada tiene que ver con el frío. Tal vez era ese silencio que nadie se atrevía a romper. Tal vez esa horrible sensación de caminar por donde otros dejaron sus últimas pisadas. Tal vez ese momento en que cierras los ojos y escuchas disparos y gritos; y notas como tus pulmones son invadidos por un olor cargado, nauseabundo. Tu, yo, nosotros podríamos haber sido parte de aquello. Podríamos haber sido el siguiente. El próximo en ser subido al tren. El próximo en ser llevado a una ducha siniestra. El próximo en haber sido señalado para morir.
Yo venía de un castillo de hadas, y me encontré con un final infeliz, trágico y macabro. Todo pasó en el mismo día. Debería contaros que paramos a comer en un pueblo pequeño y olvidado llamado Andechs, pero el arco del violín se aferra a las cuerdas. Sigue llorando. No me deja olvidar. No me deja hablaros de otra cosa. Ni siquiera que el día siguiente volvíamos a Barcelona, dejando atrás Alemania, su nieve, su indestructible austeridad. Es ahora cuando lo entiendo todo. Ese tono apagado, respetuoso. Esa voz a medias. Alemania se levanta cada día escuchando ese violín, y no puede olvidar. No puede hablarnos de otra cosa.
Os diré que mi último día fui sacudido por la fiebre. Os lo diré porque os lo he contado todo, y merecéis saberlo. Y ese día visitamos un museo dedicado a la ciencia, al que llaman Deutsches Museum. Y allí hay un meteorito, una célula enorme, aviones, barcos y la incomensurable reproducción de una mina. Y fuimos con tiempo al aeropuerto. Y compramos los últimos regalos. Y despegó un avión hacia Barcelona. Y allí, en medio del frío, quedaron la Marienplatz y su carillón; las Ninfas; el castillo del rey loco; Dachau. Y un violín que llorará siempre.
Fin.
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