marzo 22, 2010

Halo!

Ubicados en la última fila de un avión comercial con destino a Munich, los respaldos de nuestros asientos soportaban el peso de tres almas despiertas desde las cinco de la mañana. Me recuerdo sentado en el centro de una fila de tres, mientras mataba el tiempo releyendo una guía de la ciudad, revisando el planning con Jaume, o degustando un mediocre bocadillo de jamón york con mantequilla que, por suerte, corrió a cuenta de la compañía aérea. Atrás había quedado una facturación polémica, en la que, tras superar una cola lenta hasta el sopor, fui informado de que mi maleta superaba en un kilo el peso permitido. Cinco días después, mi equipaje pesaría seis kilos menos. Diferentes medidas de peso, tal vez.

Llevaríamos algo más de una hora de viaje cuando el imperceptible paisaje que suele asomar tras la ventanilla se transformó en una enorme masa que emergía del suelo como una aparición mariana. Era una cordillera imponente, altiva, adornada en su cumbre por rosetones de nieve, que se desintegraban cayendo por la ladera como la nata de una tarta. Dudo aún si eran los Pirineos, los Alpes, los Andes o el Himalaya de un sueño puntual. En cualquier caso, su cima nevada era un serio aviso de lo que encontraríamos al aterrizar en Munich. Y así fue cuando, en pleno descenso, intuimos un horizonte blanco, percibimos una pista blanca y, finalmente, vimos nieve acumulándose en columnas, bordes y montículos. La terminal era un desfile de abrigos, y nosotros los invitados. Baviera amaneció nevada para recibirnos.

Caminamos unos minutos, paseando al lado de personas rubias, mayoritariamente grandes y con una cerveza en la mano. Un joven, alemán de manual, nos vendió el pasaje de un tren de cercanías que debía llevarnos a la estación central de Munich. Hauptbahnhof, para los amigos. Cogimos un tren vacío, que fue llenándose conforme avanzábamos hacia la ciudad. Paisaje nevado, frío, con apenas seis horas desde los últimos copos, y un cielo dramáticamente amenazador. Perezosa, nos recibió una estación tan impersonal como cualquiera de su especie un sábado por la mañana. Algunos cargaban bostezos; otros, un diario y un café; nosotros, nuestros equipajes.

El hotel, por suerte, estaba ubicado en una calle cercana, y rodeado por varios cabarets. Alojados en la calle del pecado, y nosotros con look de turista. El primer encuentro con el recepcionista fue inolvidable. Pronunció un "halo" de sit-com, agudo e intenso. Mostró una sonrisa cultivada en horas de formación comercial, amparado tras un aspecto ligeramente ambiguo, y que invitaba a dudar entre el perfecto ciudadano que riega sus geranios con un bizcocho a punto en el horno, o un frecuente de los cabarets que le rodeaban. Una foto suya lucía en la pared más cercana, sobre una fuente de caramelos. Habló con Jaume, el único con un alemán decente entre nosotros. Miento. El único con el alemán entre sus recursos lingüísticos. David y yo asentimos, Dios sabe a qué. No sé de qué hablaron, pero nos dieron la llave de la habitación. Tres, para ser más exactos. La nuestra era una room triple, acabada de desalojar y con las camas aún sin hacer. Había una tarrina de mascarpone en la nevera, sin terminar. Es posible que aún siga allí. Miramos el reloj. Veinte minutos para las doce. Hora de partir. El carillón de la torre del ayuntamiento está a punto de dar los buenos días a la ciudad.

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