marzo 05, 2013

Léolo - Crítica

Existe un momento en la vida de toda persona al que solemos llamar renuncia. Ese día, nos convertimos en adultos, dejamos de soñar y nos atamos de por vida a la mal llamada cordura. En 1992, alguien llamado Jean-Claude Lauzon compuso el retrato de esa renuncia, y lo hizo en un alegato tan mágico como perverso llamado Léolo

Si tratáramos de dibujar nuestros primeros recuerdos, es posible que el resultado fuera tan desconcertante como cada plano de la película de Lauzon. Tonos oscuros, aguas densas, aroma cargado, un extraño pálpito en el corazón, y un interminable laberinto de ventanas cerradas. ¿Qué es realidad, y qué ensoñación? ¿Qué recuerdo, y qué pesadilla o deseo? ¿Qué vimos, exactamente, tras las ventanas? Lauzon nos convierte en pedazos de papel condenados al olvido, esperando a que alguien los lea y nos rescate. Un enjambre de recuerdos desgastados, atrapados en un rincón inalcanzable de nuestro alma, donde esperan pacientes las ratas, la nariz que nos rompieron, el olor a sudor, el agujero de nuestra raída manta, y aquella agua asquerosa en la que sumergirse era morir. Léolo, fábula a medio camino entre Delicatessen y Amêlie, rinde culto a la infancia, el despertar -sexual, emocional, rebelde- y, finalmente, a la resistencia de un niño -porque sueño, no lo estoy- a caer en las redes de la razón.

Léolo no podría ser entendida sin entender la importancia del riesgo. Coqueteando descaradamente con el suicidio artístico, la obra de Lauzon crece en la incomodidad y el surrealismo. Sodomizar una gata como parte de la iniciación sexual, o mostrar a un viejo verde rogando a una joven que le muerda las uñas de los pies forma parte de su delirante glosario de escenas. Todo ello para confrontar realidad y sueño como infierno y cielo. En la primera, todo -encabezado por una dantesca familia cuya principal jerarquía la marca la facilidad al cagar- es grotesco, sucio y deprimente. En la segunda, sale el sol, tan ausente en el resto de la obra. Tal vez sea la vida de Leo Lauzon, un niño de un humilde barrio de Montreal. O tal vez la de Léolo Lozone, un niño siciliano fecundado por un tomate. 

¿En qué momento renunciamos y aceptamos las reglas del juego? ¿En qué momento morimos? Léolo revive aquellos años en los que miedo, ilusión, desconcierto y despertar cincelaron a fuego lo que seremos para siempre. Todos cometimos el error de querer olvidar, de creer que jamás volveríamos a tener miedo, de asumir que tener cara de mediodía permanente es lo normal. ¿Qué importa si el recuerdo es exacto, o no? ¿Qué importa qué parte escribimos, y cuál no? Lo vital es que, en algún lugar escondido, hay mil trozos de papel que creímos en vano destruir. Por ellos sigue dándonos miedo pasar por aquella calle. En ellos está nuestro pasado. Está nuestra vida. Estamos nosotros. Está Léolo.

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