Una de las paradas obligadas del viaje a Münich era la Residenz, recinto palaciego que albergó a los reyes de Baviera en el pasado y que, en el presente, se funde con el resto del casco antiguo de la ciudad. Tuvimos poco tiempo para verlo -alrededor de dos horas escasas- y ello hizo que su inmensidad se tradujera en una visita fugaz, en la que recorrimos con agilidad su interminable galería de cámaras. En todas ellas, la escena era dominada por un culto ingrato al lujo y al resplandor de la riqueza. La Residenz se nutre de tesoros y caprichos, haciendo que el denominador común de las estancias sea la ostentosidad. Vimos inmensos tapices, colgando de las paredes; cámaras y antecámaras, diferenciadas por el color y la ornamentación; tronos vacíos de poder; regalos principescos; destellos de oro, plata y mármol por doquier. Recuerdo una gran sala alargada, llena de arcos, en la que la luz se mezclaba con los mosaicos del suelo y los frescos que cubrían el techo. Era el Antiquarium. Mirando las fotos, he comprobado que quedaron viciadas, borrosas, incapaces de conservar tesoros que sólo pueden ser grabados por la retina. La Residenz podría ser definida como la cuna del resplandor eterno pero, como tantas obras de arte, ha quedado convertida en pasto de turistas ignorantes.
Al salir de la Residenz, fuimos a parar a uno de los puntos señalados en la guía con letras de oro: el Hofgarten. Desprovisto del esplendor de la primavera, el pequeño parque había derivado en un lugar fantasmagórico, en el que el desnudo ramaje de los árboles nos observaba en helado silencio. La vegetación, oculta entre copos blancos, se sumó al espionaje mientras nos perseguíamos con bolas de nieve en la mano. Miramos al cielo y a nuestro alrededor. Observé mis pies, hundidos en medio de un manto de merengue. Levanté mis ojos, de nuevo. Estábamos solos. Comenzaba a nevar. Salimos fuera, y nos vimos en medio de la Odeonsplatz. A la izquierda, quedaban los jardines que abandonábamos. A la derecha, una fachada color ocre, parte de una iglesia. En el centro, cuatro pilares grises, dos leones, y una estatua protegida. Ideal para tomar una foto y comenzar un lento caminar.
Nos adentramos por una calle estrecha. La nieve arreciaba, con la catedral en el horizonte. Era nuestra siguiente y penúltima parada. Caminamos ágiles, teléfono en mano. Había que llamar a casa. Había que ser sinceros. Éramos turistas mediterráneos, atenazados en medio de una ciudad nevada. La austeridad de la Frauenkirche choca con la grandiosidad de otras catedrales. Dentro de una gran cámara de iluminación tenue, llena de columnas sencillas y vidrieras apagadas, emerge la figura de Jesucristo, suspendido en el aire. Es el detalle más arriesgado que tan discreto templo se permite. La visión exterior nos deja ver una iglesia robusta, dominada por dos grandes torres de piedra, a las que sendas cúpulas verdes se encargan de coronar.
Cuando ya tomábamos el camino de regreso, no eran aún las seis de la tarde. Por el aspecto de la ciudad, parecía casi de noche. Poca gente por la calle, salvo en las tabernas. Chocamos, casi sin darnos cuenta, con la fachada más hermosa y colorista que vimos aquella tarde. Era la Asamkirche, una pequeña iglesia, cuya intimista capilla era custodiada por una reja inaccesible para el visitante. Intuimos un altar dorado, y unas paredes adornadas hasta el más mínimo detalle. Sus secretos, no obstante, serán el manjar de nuevos visitantes , o de nosotros mismos en otra ocasión.
El día terminaba antes de lo esperado. Mientras un español merienda, un alemán cena. Lo que para nosotros es el aperitivo de lo que será la noche, para ellos es la culminación. Llegamos a la Hofbrauhaus a media tarde. El templo de las tabernas. Mil plazas de capacidad, pero dos mil aspirantes a encontrar un sitio. En la oferta, cientos de visiones: Trajes típicos cubriendo cuerpos robustos, camareros curtidos en mil fiestas con cinco jarras a rebosar de cerveza en una sola mano, salchichas saliendo de la cocina, codillo con patatas a punto de ser devorado, jolgorio, brindis, canciones improvisadas, gritos de guerra, una banda tocando, y mil pasillos interminables en busca de un asiento. Fracasamos. La primera gran cerveza -chocolate caliente para Jaume- la tomamos en otra taberna, tranquila, anónima, en la que nuestra audacia nos dio un sitio difícil de lograr. El día moría. Con el toque de queda a la vuelta de la esquina, paramos a cenar en una hamburguesería. Fue rápido. No eran ni las ocho cuando llegamos a la habitación. Sólo el frío y las sombras resistían en la calle. Eso, y los cabarets. El agua caliente de la ducha dolió al contactar con mi frío cuerpo. Mi estampa era impropia de un turista. Pies enrojecidos, calcetines empapados, piel dolorida y ojos vidriosos. En la televisión, sólo un canal en español. Mis párpados caían mientras escribía parte de lo aquí presentado. Sólo unas palabras para terminar.
Buenas noches, Munich. Gute Nacht, München.
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