diciembre 29, 2014

El Mejor Cine de 2014

Es difícil imaginar un año más prolífico en calidad cinematográfica que el ya moribundo 2014. Un ejercicio que empezó a lo grande, a lomos de algunos de los más grandes directores vivos (Scorsese, Von Trier o los Coen) pleno de propuestas de inmensa categoría, y que ha ido dejando algunas de las más grandes joyas que ha dado el séptimo arte durante los últimos años.

En años así, se hace especialmente cruel hacer una lista de sólo diez películas. Ello implica que autores como Jim Jarmusch -Sólo los Amantes Sobreviven-, Spike Jonze -Her-, Alexander Payne -Nebraska-, Hayao Miyazaki -El Viento se Levanta- o los hermanos Dardenne -Dos Días, Una Noche- puedan verse dramáticamente fuera. Ello por no mencionar el gran nivel del cine español (La Isla Mínima), el revolucionario momento del género documental (El Último de los Injustos, La Imagen Perdida), propuestas de autor tan encomiables como La Gran Belleza o Frances Ha, o incluso el reivindicable papel del cine mainstream (Los Guardianes de la Galaxia).

Así, sin más dilación, pasamos a lo que, a juicio de este blog, ha sido lo mejor del año 2014

1 - Boyhood (Richard Linklater)

Tras pasarse más de una década rodando su catedral artística, Linklater dejó al personal boquiabierto, y nos regaló una inolvidable epopeya sobre el paso de un niño a la edad adulta. Boyhood no es sólo la película más importante del año. Tal vez sea una de las mayores obras de la historia del cine.

2 - Snowpiercer (Bong Joon-Ho)

Distopía fascinante que reafirma al director de Memories of Murder como uno de los principales referentes del cine asiático contemporáneo. Un virtuoso ejercicio que aprovecha de forma asombrosa las posibilidades visuales y narrativas del séptimo arte.

3 - El Lobo de Wall Street (Martin Scorsese)

La obra más excesiva y brutal del año. Tres horas de cine en estado puro en las que Scorsese recupera el nivel que le consagró en los 70 y 80 como uno de los grandes directores del cine norteamericano.

4 - El Desconocido del Lago (Alan Guiraudie)

Una pequeña joya, casi invisible para el espectador medio, que convierte una playa destinada al cruising en un ecosistema hipnótico y perverso. Imprescindible.

5 - Magical Girl (Carlos Vermut)

Obra extraña, inclasificable, mágica y cruel, que constituye la más estimulante propuesta aportada por el cine español en 2014. Un descubrimiento.

6 - A Propósito de Llewyn Davis (Ethan Coen & Joel Coen)

El clasicismo de los Coen elevado a la máxima potencia. Una película mínima, arrebatadora y humildemente grandiosa. 

7 - Jauja (Lisandro Alonso)

Bañada por una luminosidad deslumbrante, Jauja pervierte el lenguaje y abre senderos para crear una historia llena de segundas lecturas. Un brillante ejercicio de libertad creativa.

8 - Nymphomaniac

Tal vez sea éste el testamento de un Lars Von Trier que amenaza con el fin de sus mejores días. Una obra desoladora e inapelable sobre los más oscuros trasfondos de la naturaleza humana.

9 - Perdida

Una obra que parecía destinada a ser menor en la filmografía de David Fincher, y que acaba siendo una excelsa muestra de su extraordinaria capacidad para diseñar laberintos llenos de fantasmas.

10 - El Gran Hotel Budapest.

El inimitable Wes Anderson sigue en estado de gracia. Punto. 

noviembre 23, 2014

Interstellar - Crítica

Si hubiera que definir con una sola expresión qué es Interstellar, no habría nada más indicado que afirmar que es una película de Christopher Nolan. Como todo autor que se precie, el director de Origen ha conseguido, durante más de diez años, inyectar en todas sus obras un indiscutible sello personal. Un estilo que ha crecido como método subordinado al más absoluto rigor. Interstellar no es una excepción. A Nolan se le puede tildar de denso, pretencioso o complejo, pero jamás se le podrá negar una insobornable honestidad. Nolan sólo quiere hacer obras maestras. Ello hace que sus películas -concebidas sin complejos con la homérica ambición de pasar a la historia del cine- puedan pecar por exceso en muchos momentos, evitando el equilibrio y la perfección que, examinando su carrera, sólo hemos podido atribuir a Memento. Interstellar, en este aspecto, tampoco es una excepción. 

Christopher Nolan parece llevar años persiguiendo con ahínco la construcción de la realidad, algo que es totalmente independiente del tema a tratar. Paradójicamente, las historias de Nolan suelen transcurrir fuera de cualquier parámetro que pudiésemos asociar a lo que entendemos por real. Parece como si el director de El Truco Final quisiera demostrarnos que el cine es el mejor vehículo para hacer que lo imposible parezca posible. Y Nolan sabe que sólo podemos concebir lo imposible desde la intuición de lo real. En El Caballero Oscuro, el aterrador Joker -tal vez, el punto más distante respecto al Batman de Tim Burton- estaba concebido desde el dolor. No era difícil imaginar al siniestro personaje cincelando angustiosamente su sonrisa ante un espejo. La obsesión por el realismo, que dio forma a la versión más grave y realista de Gotham que haya existido, es una de las grandes esencias de Interstellar. 

Ya desde su arranque, que en cierto modo nos lleva a pensar en el Steven Spielberg de La Guerra de los Mundos, la última película de Nolan persigue el rigor más absoluto. Ello tiene continuidad en el metraje. Todo lo que aparece en pantalla es apabullantemente creíble, ya sea una futura y moribunda imagen de la Tierra, un paseo interestelar alrededor de los anillos de Saturno, o un desconcertante tratado físico que nos lleva a recordar la matemática multidimensional de Perdidos. 

Más allá de las inquietudes científicas de Christopher Nolan, Interstellar es, por encima de todo, una gran película. Sus exigentes tres horas apenas permiten un respiro. A su lado, experimentos fallidos como la reciente Elysium quedan aplastados sin piedad. Nolan, excelente constructor de escenas, aprovecha el infinito entorno que le permite la ciencia ficción para sacarse de la manga impagables hallazgos como los robots Tars y Case, así como para retratar de forma magistral la implacable hostilidad de dos planetas que rechazan sin tapujos la colonización humana. Interstellar es una película que, desde su declaración de amor a la ciencia, parece dialogar, a través de un agujero negro, con referentes tan dispares como Contact, 2001. Una Odisea del Espacio, o la más reciente Gravity. Es posible que la película funcione mejor cuando se entrega a la emoción -la despedida de McConaughey- que a las leyes de la física, pero no es menos cierto que -como ya afirmamos en la crítica de Origen- es loable el incuestionable respeto con el que Nolan, incapaz de dejar trazas en el guión, trata siempre al espectador.

En Nolan siempre se ha intuido a un ser ambicioso. Alguien que sigue y seguirá dejando clara su lícita pretensión de sentar cátedra en la historia del cine. Sus películas provocan sensaciones más cercanas al desafío intelectual que al entretenimiento. Ello debería alertar a todo aquel que se acerque a su obra. A Nolan no es posible afrontarlo sin el mismo compromiso y rigor con el que baña sus películas. Salir airoso de un reto como Interstellar sólo es posible para alguien de su talento. Es difícil saber si dará con la tecla que le permitirá crear una nueva obra maestra -insisto que sólo le reconozco tal calificación a Memento- pero, igual que los personajes de Interestellar, parece que sería capaz de recorrer galaxias enteras hasta conseguirlo.

noviembre 08, 2014

Catalunya, 8 de noviembre de 2014

Catalunya se enfrenta al día más trascendental de su pasado reciente en medio de un contenido clima de expectación. Mañana puede ser la culminación de un proceso que ha destapado, de forma dramática, la incapacidad de una clase política que, nacida y emancipada en un clima de dictadura, ha sido devorada por una situación atípica e imprevisible, y que ha delegado su responsabilidad en el pueblo por absoluta cobardía. 

Afirmamos los catalanes que todo comenzó con la famosa sentencia del Tribunal Constitucional (junio, 2010), aunque todos sabemos que esto viene de lejos. Catalunya ha querido hacerse mayor dentro de una España en la que muchos cuestionan el propio Estado de las Autonomías. Ambas naciones han protagonizado una guerra fría, asimétricamente simbiótica, basada en un presunto interés mutuo, pero marcada a fuego por la desconfianza. Los catalufos. Los fachas. La convivencia implica, ante todo, la aceptación de las diferencias. La empatía. El respeto hacia ideas que están en las antípodas de tus creencias. Este es el gran fracaso. En España hay quien mira mal a Catalunya porque hablamos raro. En Catalunya hay quien mira mal a España porque nos roban. Es algo trivial, basado en el chascarrillo, pero desgasta. 

Acabo de experimentar lo que se siente enfrentándote a una papeleta en la que te preguntan dónde quieres pasar el resto de tu vida. Como bien dijo Josep Cuní hace unos meses, "una cosa es manifestar-se; una altra, dipositar el vot a la urna". Es difícil poner el bolígrafo en una casilla. Entre otras cosas, porque unionistas e independentistas han introducido el concepto de traición ante lo que no sea la elección que respectivamente defienden. Traicionas a Catalunya o a España. Yo no he asistido a ninguna manifestación desde la que, en 2010, proclamaba el enfado catalán ante la sentencia del Tribunal Constitucional. Fui porque no podía entender que un Estatut legitimado por la población catalana, el Parlament y las Cortes Españolas tuviera que ser corregido por un estamento judicial. Mi idea de la democracia saltó por los aires. Mi enfado fue aún mayor cuando supe que lo que era inconstitucional en Catalunya no lo era en otras comunidades. Yo también me hice la pregunta que muchos se han hecho estos años: ¿Y si no nos quieren? ¿Y si no aceptan que somos diferentes? ¿Y si sólo se puede ser español de un modo? 

En 2014, me confieso apátrida. Estoy aburrido del debate territorial. Se habla más del "dónde" que del "qué". Llevo años defendiendo la catalanidad en el resto de España; y la españolidad en Catalunya. Y ya estoy cansado. Cedo mi labor conciliadora a otro. Yo tengo un gran respeto por la capacidad de cada individuo a la hora de formarse una opinión, así que doy por hecho que el que haya llegado a una conclusión, lo ha hecho desde la libertad de elegir lo que quiere para sí mismo. Huyo de ver a mis compatriotas como un rebaño dirigido por un ente manipulador. Cada uno tiene la capacidad intelectual suficiente como para formarse una opinión propia e individualizada. 

Reconozco que no he sido seducido por el movimiento independentista. Me ha sobrado fiesta y folklore, y me ha faltado debate y contenido. Permítanme enumerar mis dudas:

  • Aún no sé qué tiene Catalunya de diferente en relación a España. Compartimos vicios, gusto por la corrupción, entidades financieras intervenidas, escándalos de evasión fiscal, incompetencia institucional y un importante grado de soberbia. Cuando leo referencias a la #MarcaEspaña, me pregunto cómo tenemos el morro de no aceptar que nuestras miserias se parecen mucho a las del resto de España. Que los de aquí las han hecho tan gordas como los de allí. ¿Me van a convencer que la Catalunya independiente, gobernada por los mismos de ahora, va a ser distinta? ¿Me van a asegurar que un pacto constituyente hecho por los mismos de ahora va a eliminar cualquier posibilidad de corrupción? 
  • Los eufemismos: Dret a Decidir. Procès Participatiu. Yo soy un convencido defensor de la Consulta, pero digamos ya que el objetivo de quienes lideran el Procès es la independencia, no fotem. Y no pasa nada. Es lícito. Tengo un enorme respeto por los que lo afirman sin matices. Pero no engañemos. Nadie vota por el puro placer de votar, así que dudo mucho que la canalización de la energía que se ha generado en Catalunya pueda ser un simple ejercicio de voto. A Carme Forcadell se le escapó la verdad en plena Diada. "Votarem i guanyarem". Hay quien ha defendido el proceso bajo el prisma de darle voz a un pueblo frustrado, cuando la realidad puede que sea conseguir la independencia al precio que sea. Es hermoso defender la democracia, pero no lo es menos decir la verdad. 
  • Le reconozco a la ANC su arrolladora capacidad de movilización. Han dibujado un escenario familiar y festivo en el que la independencia suena a libertad, fiesta y color. Si no eres indepe, no eres cool. Si quieres seguir en España, eres un rancio. Hábil, inteligente. Un poderoso ejercicio de marketing al que no he sabido rendirme. Únicamente la falta de complejos de las CUP de David Fernández o Quim Arrufat me ha despertado una cierta simpatía. Su idea de constituir un Estado para empezar de cero y cambiarlo todo es romántica. Algo ingenua pero entrañable. El problema es que quienes se han puesto delante del Procès lo hacen por otros motivos. Económicos o jerárquicos. Para recuperar el poder, o arrebatarlo. Para definir si, en esta guerra interna y silenciosa que vivimos en Catalunya -y que pasa desapercibida-, se impone la continuidad de la burguesía que siempre ha gobernado (CiU), o lo hace el impulso de la catalanidad incipiente (ERC, ANC). 
  • ¿Qué carajo es el Sí-No
Pasemos a España. Seré breve. Mariano Rajoy Brey. Un cobarde. Un mediocre. Un incapaz. El presidente de un Gobierno desastroso para España, que ha renunciado a la política y que no se ha permitido ni un sólo gesto de persuasión hacia Catalunya hasta el día de hoy. Un señor que no se ha enterado que estamos en 2014, y que es la perfecta metáfora de Galicia, un lugar donde suele llover tanto que sus habitantes han convertido el gesto de esperar a que escampe en su modo de entender la vida. El independentismo ha barrido al Gobierno en cuanto a capacidad de seducción. Un adolescente catalán ve a España como un ente administrativo que le impide votar y ser mayor. La desafección es enorme. España, en el imaginario colectivo catalán, es un país representado por un gobierno intransigente, un tribunal arcaico, y cuatro fascistas en la Plaza Catalunya gritando consignas con la mano derecha en alto. Catalunya, paralelamente, es un inmenso grupo de familias y amigos manifestándose con camisetas rojas y amarillas por la libertad. Estamos en 2014, y el impacto de la imagen es mayúsculo. Juzguen ustedes. 

He impreso mi papeleta, pero con ella no ha salido ningún tipo de ilusión por votar. Nací en el 81, y sólo he vivido en democracia. Tal vez sea por ello que tengo una gran fe en mi generación, y que crea que la España que hemos conocido hasta ahora cambiará, y mucho. Que será posible volver a tender puentes de diálogo, ya que no hablaremos con los que criticaban la Constitución y el Estado de las Autonomías -como pasa ahora- sino con los que -como nosotros- se han acostumbrado a pensar que podemos hablar de todo. Que en España también hay mucha gente que quiere que las cosas cambien, y que en Catalunya hay muchos que quieren que las cosas sigan igual. Que esta Batalla no es entre territorios, sino entre ideales. Que el debate no es Catalunya/España sino cambiar o no cambiar. Que Catalunya aún puede ser un gran motor para una nueva manera de entender España. Respeto -y hasta puedo llegar a entender- que algunos crean que ya no es posible. Pese a todo, yo, como aún no he perdido la fe en España, ni he sido seducido por el independentismo, en caso de votar, votaré que NO. Y no me sentiría un mal catalán por hacerlo, ni tampoco un mal español por participar en un proceso tan discutido legalmente. Somos seres complejos y, en cada momento, una decisión volátil y confusa. ¿Y quién soy yo? Una contradicción. Como todos, tal vez. Ya lo dice mi perfil de Twitter, "sóc català, d'esquerres, cinèfil.. i del Madrid". 

octubre 22, 2014

Magical Girl - Crítica

Vivimos tiempos extraños e inconexos. Tiempos en los que recorremos grandes distancias, buscando la pieza del puzzle que falta para dar sentido a nuestras vidas. Tiempos decepcionantes, contenidos, dolorosos para el alma, en los que La Colmena tiene más valor vendida al peso que luciendo en la librería del salón. Tiempos en los que, haciendo caso al tópico que ensalza el talento en eras de crisis, el cine español lucha desesperadamente por sacar la cabeza, dando luz a propuestas tan brillantes como Magical Girl, de Carlos Vermut.

Una definición sencilla del concepto "fuera de campo" nos llevaría a hablar de aquello que, en una película, queda fuera del encuadre. Es importante introducir esta idea, ya que uno de los aspectos más estimulantes de Magical Girl es que lo esencial habita fuera de campo, ya sea tras una misteriosa puerta, o en el inabordable y confuso pasado que nunca conseguimos dejar atrás. Por si fuera poco, es complejo -por no decir imposible- analizar Magical Girl como un todo. Entre otras cosas porque, con un asombroso despliegue de recursos, Carlos Vermut construye su obra secuencia a secuencia. Ello hace de esta película un extraño y sugerente collage en el que cada escena pesa, respira por separado, y lleva al espectador a ser partícipe, a su manera, del proceso de creación. ¿Qué pasó entre los inclasificables personajes de Sacristán y Lennie en la escuela? ¿Cuál es el veredicto moral para el desamparado padre y profesor al que da vida Luis Bermejo? ¿Qué cicatrices se ocultan tras la puerta del lagarto negro?

Es posible que el tiempo sitúe a España como uno de los epicentros espirituales de la actual crisis. Tal y como dice Miquel Insúa en su brillante monólogo, somos una contradicción que nunca supo escoger entre lo emocional y lo racional. La España de Vermut es el hábitat del desencanto; el acto final de una obra de teatro que ya no se cree nadie; o, por qué no decirlo, aquello que Torcuato Luca de Tena definió como renglón torcido de Dios. Lejos de movimientos como La Movida, las nuevas generaciones de cineastas españoles hacen palpitar la pantalla desde el desasosiego. No es casualidad que Gente en Sitios, Caníbal, La Herida, Stockholm, La Isla Mínima o Magical Girl hayan coincidido en el tiempo. Todas parecen dialogar, desde sus diferentes planteamientos, con la locura de un país fantasmal que ha abandonado toda pretensión de ser mejor. Sólo quedan el grito, la explosión y el letal gesto de apretar el gatillo. Como en el Nueva York de De Niro, Schrader y Scorsese.

Magical Girl es un laberinto lleno de recovecos, al que sólo un intelectual acomodado debería abstenerse. Una violenta pieza de jazz que reta al espectador a buscar con ahínco la pieza perdida de un puzzle imposible. Y también la consagración de Carlos Vermut ante los que buscamos miradas que sepan interpretar, si es que es posible, los extraños e inconexos tiempos que nos ha tocado vivir.

octubre 16, 2014

Perdida - Crítica

Si rebobinamos nuestra vida cinéfila, recordaremos que, en 1997, Michael Douglas fue sometido -junto a todos nosotros- a las reglas de un asfixiante y perverso juego en la notable The Game. Si aceleramos la cinta y llegamos a los primeros compases de Perdida, observaremos, tras una escena entre el personaje de Ben Affleck y su hermana, un rápido plano protagonizado por una estantería llena de juegos de mesa. Es posible que, en el incesante diálogo que durante años hemos observado entre las películas de David Fincher, reconozcamos un lenguaje que adopta el juego -entendamos este concepto con total libertad- como parte indiscutible del cine de ficción.

En su última película, Fincher crea, como en él es habitual, un perfecto mecanismo de relojería plagado de pistas falsas y dobles lecturas, obligando al espectador a participar en una clase de gimnasia mental, llena de incertidumbre, estímulos y una indisimulada denuncia sobre la hipertrofia mediática que nos arrasa a diario. La historia de Perdida, llena de constantes cambios de perspectiva, recuerda amargamente al día a día de los realities o las redes sociales. Hace tiempo que valores como la intimidad, la reflexión o la presunción de inocencia pasaron al olvido; y que la apariencia superó con mucho a la verdad. Fincher desnuda sin tapujos un presente en el que la inmediatez ha ganado la batalla, y en la que la mejor forma de sobrevivir parece relacionada con convertirse en parte de un diabólico juego moral.

Son varias las ocasiones en que, desde estas líneas, hemos reivindicado el papel que la generación de cineastas abanderada por David Fincher está ejerciendo al radiografiar las interioridades de su América natal. Siguiendo la estela de los clásicos, el director de El Club de la Lucha ha tejido una carrera en la que una actitud tan americana como la persecución de sus propios fantasmas ha acabado por erigirse en la catedral de su cine. Hay mucho en común entre Perdida y precedentes tan dispares como Zodiac o La Red Social. Muchas preguntas sin responder. ¿A quién perseguimos? ¿Cómo somos?

De David Fincher pueden decirse muchas cosas. Su coqueteo con el cine mainstream provoca recelos. Incluso en sus más incondicionales seguidores. Es indudable que hay altibajos en su prodigiosa carrera, pero es difícil encontrar, no sólo en el presente, sino en la historia del cine, directores con su inteligencia y su dominio del ritmo narrativo. Fincher adora pervertir y cambiar las reglas del juego constantemente, llevar al espectador por laberintos complejos, estimulantes y ciertamente agotadores. Habrá quién piense que hay trampa, que juega al engaño o que sólo sabe sacar conejos de la chistera. Qué más da. Fincher es talento en estado puro. Y allá el que quiera entender el cine contemporáneo sin entender a David Fincher

mayo 03, 2014

El Viento se Levanta - Crítica

Si algo ha marcado el creciente interés occidental por la cultura japonesa ha sido el fallido y folklórico intento por asimilar sus iconos más representativos. Nos hemos convertido en obsesivos consumidores de manga, sushi o artes marciales sin atender a sus más primarias esencias. Todo ello ha desplazado a un segundo plano lo que, a juicio de quien aquí escribe, constituye la más apasionante y magnética diferencia cultural: la actitud ante el paso del tiempo; ante el sonido emitido por la voz del viento.

El cine de Hayao Miyazaki muere con la intimista "El Viento se Levanta", una historia impregnada de la épica sencillez del autor japonés, que graba a fuego su innegociable idilio con una animación tradicional a la que ha llevado una y otra vez a la más alta de sus cotas. Su última película recupera y eterniza algunas de sus más sagradas referencias: el trazo realista, el doloroso quejido de la naturaleza, la aparición de la enfermedad, un ritmo pausado de la narración en el que cada detalle importa, la presencia de la aviación -el recuerdo de "Porco Rosso" es intenso-, o una aproximación a la familia que recuerda al mejor Ozu

En "El Viento se Levanta", al margen de inesperados logros estéticos -como una presentación de Alemania que parece surgida del impresionismo- existe una historia que es a la vez despertar, emoción, resignación y pérdida. Con la pobreza del Japón de los años 30 como telón de fondo, Miyazaki rinde homenaje al ingeniero de aviación Jiro Horikoshi, un genio cuyas aves de acero hicieron más que simplemente volar, como él habría querido, y que acabaron en las terribles manos de la más cruel de las guerras. Lejos de explorar los rincones de la naturaleza en busca de duendes, el director de "La Princesa Mononoke" opta esta vez por entregar la fantasía a un elemento invisible y caprichoso, capaz de hacer volar sombreros, destinos y aviones de papel. ¿Puede una hermosa historia de amor nacer de un virulento soplido de viento? ¿Puede este viento llevarse una voz y devolverla a través de un sueño? 

Decir adiós a Hayao Miyazaki es decir adiós a una manera de entender la animación; a un maravilloso diálogo con la naturaleza en la que nunca hubo protagonistas, ya que todos somos parte de ella. El cine y la Tierra parecen hoy más desamparados ante la despedida del genio japonés. Siempre quedará aquella extraña e inolvidable imagen de Totoro esperando su gatobus mientras, a su lado, una desconcertada niña sostiene a su hermana pequeña bajo la lluvia. Un testamento dibujado con el trazo de una magia que parece existir sólo para el que la quiera ver.

abril 26, 2014

El Reloj de Arena

En un bazar en medio de ninguna parte, encontré un pequeño reloj de arena. Era tan frágil y bello como el reflejo de un glaciar. Igual que la sedienta gacela que bebe sin atisbar el peligro, llevé mis piernas hacia él, hasta cogerlo y girarlo en el aire. Miré en su interior, viendo como la arena eternizaba cada segundo y acariciaba el interior del reloj. Bastó un breve destello en el cristal para cegarme y hacerme sentir el palpitar que anuncia la muerte. Mi vida al revés, con el vértigo del último día. Quise recular. Creí que el mismo giro detendría el tiempo. Me equivoqué. Ya era tarde.

Pasó el tiempo. El olvido me hizo sentir su compañía hasta traicionarme. El reloj seguía allí, olvidado en un rincón. Un día, me acerqué movido por mil locuras y ninguna razón. No sé si tropecé con él o lo busqué. Sé que volví a cogerlo, suspirando por un palpitar. Inconsciente, me dejé vencer. Entregué mi vida, el paraíso y la eternidad. No volví a ver el reloj, pues ya era parte de él. Me convertí en arena arrasada por el viento. La cuenta atrás había empezado para no acabar jamás.

Hoy, mi arena reposa tranquila, sepultando lágrimas, recuerdos, y esperanzas. Me pregunto si hay tiempo para una nueva cuenta atrás, pero que sea la última, por piedad.

abril 23, 2014

Breaking Bad - Crítica

Uno de los grandes iconos de Breaking Bad es el retrato robot de Heisenberg, alter ego diabólico de Walter White. Algo paradójico, si consideramos la imposibilidad de definir una de las personalidades más estimulantes y complejas de la historia de la ficción americana. La obra de Vince Gilligan representa uno de los grandes milagros de la que muchos denominan, con acierto, Edad de Oro de las series. Breaking Bad, al igual que The Wire, Lost, Mad Men, Juego de Tronos, rompe sin paliativos la dicotomía bien-mal que ha marcado muchos siglos de pensamiento. Nada ni nadie escapa al matiz, a la reflexión, al inmenso océano de sensaciones y actos que nos muestra como seres complejos, ajenos a los inquebrantables códigos morales que muchos quisieron sacralizar durante años. Así, sería tan arriesgado como inútil intentar definir a Walter White como ángel o demonio. White, como el resto de personajes de la serie, encarna en sí mismo al héroe y al villano; al redentor y al redimido; al más firme exponente de aquello que llamamos naturaleza humana.

Es realmente tentador identificar la esencia de Breaking Bad con sus incontables mcguffins, y definirla como una serie sobre el mundo de las drogas, o la superación personal. Eso sería limitar la dimensión de una obra que emerge como inabarcable mural sobre los referentes de la cultura americana, y sus fantasmas más arraigados. Es por ello que divido esta crítica en cinco dimensiones, tantas como, a mi humilde juicio, abarcan los 62 episodios de la obra maestra de Vince Gilligan.

El Sueño Americano

Breaking Bad es la esencia de América, con sus sueños y pesadillas. En ella se crea y destruye el sueño americano; aquel en que cualquier hombre es libre para trazar su ascenso y posterior caída, y acabar contemplando, cual Ozymandias, las ruinas de su imperio. No es casual que la historia acontezca en la frontera entre lo onírico -Estados Unidos-, y lo inquietante -México-. Ese espacio indefinido y arenoso, recurrente en la literatura y el cine americano -no quedan lejos los ecos de "No es País para Viejos", de Cormac McCarthy- siempre sirvió como escenario implacable de la soledad del que mira a América a los ojos. Como eslabón perdido entre la bíblica esperanza de una tierra prometida y la aplastante realidad. Como la morada del mal.

No es Breaking Bad un documental sobre la América que escapa a los ojos de su incansable propaganda. Aún así, alberga -sutilmente- espacio suficiente para relatar la cruel realidad de un desigual sistema en el que enfrentar un cáncer puede ser cuestión de dinero, en el que los niños -si sobreviven- se hacen mayores con demasiada precocidad, y en el que aquellos que pierden una vez el tren suelen hacerlo para siempre. ¿Significa esto que el sueño americano no existe, o que éste suele adquirir el tono oscuro de las pesadillas?

Alejada de los rascacielos de Nueva York, la Norteamérica de Vince Gilligan es periférica, desértica y sofocante. Una suerte de Osgiliath que pretende contener la amenaza de lo desconocido. Símbolos como Los Pollos Hermanos, guarida extravagante del implacable Gus Fring, muestran una manera folklórica, terrenal, casi aborigen de entender la Norteamérica más hispana. Un territorio dominado por los cárteles, la brujería, la droga y la desasosegante sensación de impotencia por parte de la ley. Una jerarquía basada en la sangre vertida. El escenario perfecto, en definitiva, para la evolución de un personaje del calado de Heisenberg

¿Existe un limbo que es y no es la América prometida? ¿Es la anglosajona una civilización que se ha hecho a sí misma, no sólo bajo un concepto de libertad incomparable en cualquier otra parte del planeta, sino también a base de la exploración infinita de las posibilidades del poder? ¿Llegan a importar las consecuencias? ¿Es Heisenberg una creación de tan compleja estructura moral?

La Familia

Walter White podría ser una metáfora de esa América para la que el fin justifica los medios, esencialmente cuando la causa es la defensa de sus iguales. No es casualidad que Breaking Bad incida una y otra vez en la imagen perfecta de la familia americana para destruirla a continuación. Una obsesión permanente -casi una marca- en la que no faltan iconos como la casa ajardinada; el desayuno de pancakes y huevos revueltos; la unidad indisoluble en la celebración y el duelo; o la importancia sagrada del primer coche como símbolo emancipador. Todo aparece en Breaking Bad con la misma fuerza con la que salta por los aires, cuando traición, infidelidad, y una feroz sensación de desamparo ante lo desconocido acaban arrebatando el sitio a la estabilidad más inquebrantable.

Walter White establece una relación compleja con su familia a lo largo de la serie, que abarca desde lo platónico a lo aterrador. Desde lo fraternal a lo desconcertante. Una relación en la que el reproche y la desconfianza acaban tomando el testigo de la conversación. La familia de White, soldada a fuego desde la lucha contra un cáncer diabólico, parece preparada para cualquier cosa excepto para Heisenberg. ¿Cómo proteger tan sagrada estructura cuando lo más cercano al mal supremo acontece en nuestras vidas? ¿Cómo reaccionar al despertar de aquello para lo que nadie nos preparó? Aquí podríamos encontrar uno de los grandes logros de Vince Gilligan, culminado por la magistral escena en la que Skyler, cuchillo en mano, se enfrenta a su marido para proteger a sus hijos de aquello que ya se ha mostrado como imparable. Pocas tragedias griegas llegaron tan lejos en intensidad. ¿Todo ha sido en vano?, se pregunta White en la última conversación que tiene con su hijo. ¿Cómo cargar en los tuyos lo que, a fin de cuentas, son actos individuales y decididos en libertad?

Hermanos. Padres. Parejas. La familia, en definitiva, es desnudada por Gilligan de forma implacable, dejando en el aire una compleja reflexión sobre cómo pueden chocar lo individual y lo colectivo en entornos llevados al límite. Sobre cómo las mentiras -a veces piadosas, a veces insoportables- acaban siendo el cemento en el que se sustenta la salvaguardia de una familia. Ello da pie a un escenario en el que la resistencia a la aceptación puede dar lugar al más trágico de los mañanas, acabando por desmontar, por fuerte que parezca, la supuesta rocosidad de las relaciones contemporáneas.

La Amistad

Walter White. Jesse Pinkman. Maestro y aprendiz. Una relectura de la amistad, intensa, fascinante, culminada por una mirada silenciosa y llena de emociones ahogadas. Como polos apuestos, sólo unidos por el sufrimiento que nace de la frustración, Pinkman y White representan un símbolo clásico de la literatura: dos extraños compañeros cabalgan juntos, siendo piezas de una sociedad cuyos códigos de honor son indescifrables. En su relación habrá espacio para aquello que parecería imperdonable para cualquier mortal, pero también para una capacidad sobrehumana para la salvación y la redención. ¿Cómo mirar a la cara a aquel que te ha salvado la vida cuando tal vez haya puesto precio a la de los tuyos?

Hay una cierta concepción trágica, deudora de Shakespeare, que marca la difícil relación del dúo protagonista de Breaking Bad. Una evolución marcada por el infortunio y la constante necesidad de resurrección. Una contraposición constante entre la sabiduría y brillantez de White, y el temeroso coraje de un Pinkman que parece abocado a la desgracia y la perdición. Juntos comparten escenas en las que tragedia, humor, tensión, miedo y frenesí se mezclan en una caleidoscópica y compleja concepción del drama. Juntos llevan, seguramente, a Breaking Bad a sus mejores momentos. 

El Mal

A pesar de su extraordinario juego de equilibrios alrededor de una moral siempre exenta de juicios, existe en Breaking Bad una permanente obsesión por el mal. Se han establecido en esta crítica diferentes analogías entre la serie y el propio tejido de una Norteamérica que suele tener muy presente el concepto del mal. Un mal que podría llevar las ropas extranjeras de un Tuco Salamanca, vivir oculto tras la impoluta existencia de un Gus Fring, o actuar con la sangre fría de un Heisenberg. No obstante, Breaking Bad se muestra especialmente sólida evitando la polarización de personajes y la conversión del metraje en una batalla de buenos y malos. Gilligan busca obsesivamente rastros de humanidad en sus más crueles personajes (con la probable excepción del angelical Todd y su cuadrilla), pero también sombras en los elementos menos sospechosos del reparto. Ya sea a través de la avaricia o el egoísmo, cualquier personaje de la serie es susceptible al tropiezo. Da la sensación que el mensaje de Gilligan no va tan dirigido a la naturaleza del mal, como a la importancia que tienen las cartas que nos reparten sobre nuestra conducta.

Es especialmente interesante la complejidad de los actos de Walter White. En muchos momentos de la serie observamos al químico disfrutar de su nueva naturaleza, en lo que constituye la liberación de una frustración que parece haber marcado una vida mediocre. La propia evolución del personaje se va llenando de matices, de un aspecto físico más grave, de un tono de voz creciente en seguridad y aplomo, y de una gestualidad que lo aleja del profesor y lo acerca a un capo de la dimensión de Gus Fring. Mucha culpa la tiene la sobresaliente y trabajada interpretación de un estelar Bryan Cranston, sobre el que descansa gran parte del peso de esta serie, y que transmite con brillantez la constante lucha de sensaciones y equilibrios en el interior de Walter White

Podemos decir que América está preparada para combatir el mal, pero no para mirarse al espejo y reconocerlo en su reflejo. Es un lugar en el que se recorren distancias enormes persiguiendo fantasmas, para acabar recorriendo muchas más huyendo de las respuestas encontradas. Pese a todo, Breaking Bad nos deja una reflexión tranquilizadora. El mal no deja de ser el mal cuando lo hayamos en nosotros mismos, mas su imposible aceptación no es más que la de nuestra propia naturaleza.

El Individuo

En una de las escenas más importantes de la serie, White afirma ante Skyler que "todo lo que hice lo hice por mí". Si bien es posible que esa sentencia esté llena de matices, sí que es cierto que, en el extremo caso de querer simplificar el sentido de esta serie, es posible que la versión más acertada sería aquella que pone el foco en la reinvención personal que experimenta el personaje de White tras probar el sabor del poder. Convertido en el mejor "cocinero" de meta de América, White descubre nuevas fuerzas, explotando un talento y poder imposible en su anodina vida anterior, y consiguiendo algo que muchos llamarían felicidad. 

Es posible que debamos quedarnos con una imagen de White, acariciando con nostalgia el laboratorio de meta, antes de esbozar una última sonrisa. En plena era de libros de autoayuda y búsqueda incansable de la felicidad, sería demoledor concluir que un acto tan ilegal como el tráfico de drogas pueda ser la fuente de la felicidad de nadie. ¿O sí? ¿Y si este mundo legal y correcto en el que creemos se apoya en pies de barro? ¿Y si todo es mucho más relativo? Tras ver la serie de Gilligan, podemos concluir que la épica historia de Walter White confirma la muerte de una concepción basada en la lucha entre el bien y el mal, y conquista e identifica a un espectador que se ve más reflejado en las luces y sombras de un ser complejo, que en el tono inmaculado que ha marcado nuestras falsas escalas de valores durante años.

abril 07, 2014

El Gran Hotel Budapest - Crítica

Existe algo en el cine de Wes Anderson que evoca al pasado. Pero no al pasado vivido, sino al anhelado. Sus obras enlazan involuntariamente con la música de Belle & Sebastian, o la lectura de una tira de Hergé en una tarde lluviosa. Sensaciones intensas y poco prosaicas. Corazón, más que intelecto. Aroma a té caliente y dulces de canela. Chubasqueros amarillos en medio del Londres de Mary Poppins. Una nostalgia difícilmente reconocible, pintada de primavera y otoño, y respirada por seres que no tendrían ni media oportunidad en el mundo real. Un sueño que, por desgracia, no existe.

Empezaré diciendo que el director de Los Tenembaum empieza a parecerse al artista que Tim Burton habría querido ser tras la fallida Big Fish. Un genio al que le basta medio fotógrafa para ser reconocido, y que no necesita pretender ser él mismo para serlo por encima de todo. Un storyteller que sustituye mensaje por magia y que tiene pinta de explicar más en una postal de Navidad que muchos pretendidos intelectuales en cuarenta vidas. Un tipo que, bordeando continuamente el ridículo con épica valentía, se ha disfrazado de improbable Cousteau, de zorro animado o de boy scout sin dejar de explicarnos siempre la misma historia. La de seres incomprendidos que, sin dejar de mirar al mundo a los ojos, enseñan desde la timidez que no hay mayor orgullo que ser diferente. 

El Gran Hotel Budapest se cocina con ingredientes habituales del cine de Wes Anderson. Existe en ella un relato imposible; un reparto coral lleno de estrellas que -ver para creer- matarían por aparecer un ínfimo minuto en sus películas; y una estética irrepetible, a medio camino entre el dibujo artesanal y lo arrebatadoramente indie. También hay sitio para una insólita aventura que podría haber protagonizado Tintín, alojado en un hotel en algún punto de aquella Europa en la que aún importaban las formas y la elegancia. Allí, probablemente, habría estado el gran Ralph Fiennes para acompañarlo a su suite, con Milu correteando detrás, mientras una anciana habría esperado paciente su momento en la habitación 101. ¿Y nosotros? ¿Dónde hubiéramos estado nosotros?

La última obra de Wes Anderson es una historia contada por alguien que cuenta la historia que otro le contó. Ello conduce el relato a lo improbable y fantasioso. Pero nada hay más importante que poder seguir contando historias con música de trovadores, tras un telón pintado de formas y tonos imposibles. Tal vez la historia del fracaso del hotel sea más prosaica que su narración, y los tiempos de grandeza de la institución -y de la propia Europa- nunca existieron. Pero qué maravilloso sería vivir nuestras vidas a través de falsos relatos explicados durante nuestros últimos días. Y que esas vivencias nos convirtieran en seres dignos de homenajes y canciones. Tal vez sea ese el cine de Wes Anderson. El de aquellos que, desde el silencio, nunca entendieron por qué se les negó el derecho a ser héroes. El de quienes reclaman con anhelo los tesoros que debieron conquistar. El de quienes saben que les tocó vivir dónde y cuándo no encajaban. Qué más da si sólo fueron grandes en historias imaginadas. O en un pequeño fragmento de realidad que ya nadie recuerda. Sólo sé que más de uno habría cambiado tres vidas por ser un alma solitaria del universo de este genial director.

marzo 01, 2014

Her - Crítica

Spike Jonze ha explorado, desde la ya longeva "Cómo ser John Maljkovic" cierto concepto de irrealidad a través de su cine. Recordemos la delirante planta "7,5" de la citada película. O el complejo universo de la incomprendida "Dónde Viven los Monstruos". Todo forma parte de una capa ajena a la realidad, en la que los personajes del director de "Adaptation"  logran alcanzar un refugio en el que esconderse de sus propias vidas. Ese concepto de escondite es presentado en Her con más fiereza que nunca. El ser humano, atrapado en un mundo futurista, artificial, cegador y minimalista, vive asfixiado por una soledad creciente, a la cual sólo puede responder creando ¿falsas? realidades, para que las emociones puedan volver a fluir.

Her es, simplemente, una historia de amor. Un extraño romance entre el hombre y la máquina, dos herederos de la materia condenados a vivir mutuamente extasiados por todo lo que les separa. Así, el hombre parece destinado a enamorarse de la perfección de sus creaciones; criaturas bellísimas, dotadas de una inteligencia infinita, y la eterna aspiración de vivir para siempre. La máquina, por su parte, acaba anhelando la realidad física a la que no puede llegar desde su codificada existencia. Theodore -Joaquin Phoenix- vive una vida infeliz, atrapado entre el recuerdo de su ex-mujer y una realidad rutinaria y monótona. Samantha -o la magnética voz de Scarlett Johansson- aparece como salvación. Destinados a enamorarse, a tratar de entenderse, acabarán viviendo una historia tan real e irreal al mismo tiempo que nosotros, como espectadores, no podemos más que asumir con respeto y humildad. Es mérito de Jonze dotar a la historia de una credibilidad infinita, capaz de aplastar, desde su entregada sensibilidad, el menor atisbo de ridiculez.

Es posible que Her no sea una película perfecta. Concentra en su metraje ambiciones filosóficas imposibles de condensar en tan poco tiempo. La obra de Jonze asume, con una entereza encomiable, el imposible reto, ya no sólo de reflexionar sobre la soledad del hombre contemporáneo y su relación con la máquina, sino de tratar de comprender el propio existencialismo de ésta en medio de su imparable evolución. Samantha, en cierto modo, recuerda al vértigo que debió sentir el hombre prehistórico cuando iba descubriendo sus infinitos recursos. No hay tanta distancia entre una máquina que empieza a pensar por sí misma -y a sentir, por qué no decirlo- y aquellos hombres que, en la soledad de la noche, miraban hacia las estrellas y se preguntaban el por qué de su existencia. Her, reconozcámoslo, asusta por su capacidad de dotar de sentido y credibilidad a un escenario que muchos tildarían de fantasioso e improbable. Un mundo en el que las barreras y las ideas preconcebidas tiemblan con la debilidad de un niño asustado.

El cine ha servido durante años como escenario en el que conceptos como la existencia y el amor han encontrado nuevas expresiones. Personajes -creaciones- como Samantha, Eduardo Manostijeras, Wall-e o Pinocho han puesto patas arriba cualquier intención de limitar el universo de los sentimientos. Asumimos que lo han hecho desde historias escritas y mundos que no podemos llegar ni a imaginar, pero sirven como reflexión perfecta de la imposibilidad de definir emociones que escapan a cualquier lógica. El hombre -al igual que sus metafóricas creaciones- puede renunciar a mil cosas durante su existencia, pero parece condenado a vivir en la eterna prisión de los sentimientos.

febrero 14, 2014

Nymphomaniac - Crítica

Si algo define a Lars Von Trier como director es la oscuridad. Una oscuridad, eso sí, alejada de su concepción más primaria. Una oscuridad reinventada, íntima, desasosegaste, llena de matices, que podría llevarnos a imaginar que el director de Rompiendo las Olas no rueda en digital ni en película, sino en una materia concebida para mantener al Sol alejado durante varias eternidades.

Nymphomaniac constituye la enésima trampa de su creador. Olvidada cualquier referencia a su provocador Dogma, Von Trier sigue jugando al despiste, poniendo zanahorias en el camino para que nosotros, como ingenuos conejos, caigamos una y otra vez. Esta vez, fue el sexo. Nos dijeron que Von Trier iba a acercarse a la pornografía como jamás nadie había osado. Que íbamos a asistir a la historia de una ninfómana, y que la censura no había sido invitada. Que duraría cinco horas, o cinco días. Atraídos por el cálido rumor, los espectadores ocuparon sus butacas sedientos de placer, desnudez y excitación. Acabaron escuchando a Bach y divagando sobre la naturaleza del bien y el mal. Notando desde el silencio como erección y lubricación desaparecían mientras su mente peleaba por respirar. Desconcertados al no poder gozar de un erotismo que, ¡oh, pobres ilusos!, Von Trier no contempla en su perversa mente.

Es difícil definir la última película de Lars Von Trier. Tal vez podría formar parte de una cierta reinvención del cine de terror, a la que llevamos asistiendo desde la perturbadora Anticristo. ¿O deberíamos remontarnos a Dogville? Von Trier, con tantas aptitudes para el ilusionismo y la psiquiatría como para el cine, nos lleva de nuevo a un incómodo abismo, a mirarnos como especie y sentir asco, a vivir la enfermedad en primera persona, y a replantear cualquier teoría sobre el bien y el mal. No es casualidad que mezcle conceptos, como ironía y drama, o que recurra a un psicoanálisis convertido en extraño juego de espejos. ¿Qué es el bien, y qué el mal?; ¿Qué es la libertad?; ¿Qué es el sexo?; ¿Qué, la soledad? 

Nymphomaniac, concebida como sofocante peregrinación, nos ofrece el tortuoso recorrido vital de Joe, una ninfómana interpretada por Charlotte Gainsbourg con la intensidad de quien parece llevar el sufrimiento tatuado en la piel. Contada en varios capítulos, Nymphomaniac se muestra como una obra áspera, rocosa, en la que cualquier aroma a sentimiento es ahogado por una gélida concepción del ser humanoEn una larga y metafórica charla con un supuesto ángel redentor, Joe explica su tortura, su desesperada lucha por recuperar una sensación perdida en la niñez, su incapacidad para vivir la normalidad a la que todo ser humano aspira. Una historia donde el sexo, alejado de cualquier propuesta convencional, es presentado como un elemento de dolor y obsesión, donde no se jadea por placer, sino por sufrimiento. 

En Melancholia, Lars Von Trier condenó al ser humano al peor de los castigos posibles. Lo llevaba directamente al fin de su existencia. Con ello, parecía cerrar una parte de su filmografía, dedicada a mostrar a sus congéneres como almas venidas del infierno, sin más luz que la que él haya podido ver en los cortos días de invierno de su Dinamarca natal. Sorprendentemente, en Nymphomaniac, Von Trier recrea una pena infinitamente peor, pues no hay acto más dramático que resignarnos a ser humanos, a aceptarnos como bestias, a vagar eternamente por un purgatorio del que no hay salida. Sí, amigos. Vivir puede ser peor que morir. Especialmente, si asumimos que el mal no es más que el bien obrando a cara descubierta.

febrero 09, 2014

Nebraska - Crítica

Asumiendo que, con el permiso de Wes Anderson, Alexander Payne se ha ido convirtiendo en el director más reconocible de su generación, podríamos plantear el visionado de Nebraska como el del nuevo capítulo de una gran Road Movie de la que formarían parte Entre Copas, A Propósito de Smith, Los Descendientes y la propia Nebraska. Siendo éstas obras muy diferentes entre sí, no podemos obviar la existencia de lugares comunes. Limitándonos a lo conceptual, podemos afirmar que en el cine de Payne siempre asistimos a (1) la lenta reconstrucción interna tras una tragedia, que puede ir desde la muerte a una ruptura sentimental; (2) la necesidad de extender lazos con los seres queridos para levantarnos tras la caída, y (3) la constante aparición y curación de heridas, tanto internas como externas, como parte de la necesaria redención personal.

Alexander Payne es coautor -junto a cineastas como Paul Thomas Anderson o David Fincher- de un gran relato sobre la Norteamérica de los últimos tiempos. En la obra que nos ocupa, su mirada se instala en parajes que parecen ajenos al paso del tiempo. Nebraska es un viaje lento, contemplativo, en el que vale la pena detenerse ante un afeado Monte Rushmore, beber unas Budweiser en una vieja taberna, o, especialmente, tratar de explorar el pasado familiar en busca de uno mismo. Todo para enfatizar la extrañeza de una sociedad anclada en un tiempo que uno ya no sabe si es pasado, presente o futuro. En la Nebraska de Payne, sus personajes tienen poco que decir. Tal vez sea porque sus vivencias no merezcan más que dos palabras, aunque haya hermanos que no se hayan visto en décadas. O tal vez porque sólo hay historias que callar. Las calles se llenan de gente sentada, tratando de ver pasar el tiempo y olvidar. ¿Es esa la sociedad que sólo puede ser rodada en blanco y negro y que esconde tras sus muros a la América del Tea Party?

La desconexión como constante. Este concepto podría ser la piedra filosofal del cine de Alexander Payne. Sus relatos parten de familias desestructuradas, así como de personas ajenas, desde la convicción, a la realidad que los rodea. Es por ello que en sus historias debe ocurrir algo drástico para que los puentes reaparezcan y lo sentimientos afloren de nuevo. El primer plano de Nebraska es el de un viejo andando por un arcén hacia no se sabe dónde. Más tarde sabremos que se ha obsesionado con recorrer mil kilómetros tras un timo de un millón de dólares. O el indicio de una locura que, sorprendentemente, parece haberse vuelto necesaria para conectar con los nuestros. O con nosotros mismos.

Quien aquí escribe se enamoró del cine de Alexander Payne en un plano de Entre Copas. Una escena en la que Paul Giamatti besaba a Virginia Madsen en una cocina. A diferencia de la mayoría de besos, aquél era un ósculo rodado desde la fealdad, la distancia, los nervios y una implacable honestidad. Algo similar pasaba en Los Descendientes, cuando veíamos a George Clooney correr como un loco con el menos ortodoxo de los estilos. Alexander Payne parece buscar, desde su cámara, la mirada más honesta posible hacia lo que le ha rodeado y le rodea. Lo hace sin dejar de empatizar con unos personajes a los que, a diferencia de otros cineastas, se empeña en comprender y redimir. Un cineasta, en fin, cuya obra maestra parece estar por llegar, pero que se confirma, con esta espléndida película, como una mirada imprescindible dentro del cine americano. 

enero 27, 2014

El Lobo de Wall Street - Crítica

Existe en el cine de Martin Scorsese un proceder quirúrquijo, paciente, propio de un psicoanalista, con el que, a lo largo de su incuestionable carrera como director, ha desmenuzado las miserias de sus compatriotas. Si mirásemos su carrera de forma transversal, no lineal, podríamos trazar una línea que comenzaría con su relato sobre la prehistoria de su ciudad natal (Gangs of New York), y que, muy probablemente, acabaría con un poseído Leonardo di Caprio jaleando a sus empleados en la magistral El Lobo de Wall Street. Uno acaba preguntándose qué separa, realmente, a aquellas bandas que disputaban, a cuchillo, cada milímetro cuadrado de Nueva York, de los depredadores que, desde el mausoleo de las finanzas, arrollan todo lo que se les ponga por delante con tal de ganar un dólar más ¿Qué ha cambiado tras cien años? ¿Cuánto hay de los que construyeron la ciudad en el silencioso plano del agente del FBI que vuelve a casa saboreando la austeridad del metro?

Desde el rodaje de Malas Calles, Scorsese ha vivido obsesionado con retratar la cara B de Nueva York. Antes que un mágico plano de Times Square, al director de Toro Salvaje siempre le interesó más el perverso humo que sale de sus alcantarillas. No sería impensable pensar en el Travis Bickle de Taxi Driver entrando en la oficina de los snobs de El Lobo de Wall Street, ajustando cuentas y ejerciendo de justiciero por penúltima vez. Sobran los motivos. En los 70, la basura estaba en las calles, escondida entre prostitutas, yonkis y delincuentes. Rozando los 90, estaba -está- en la misma oficina donde alguien, vestido con traje de Armani, dice defender nuestro dinero. Y sigue acompañada de prostitutas, yonkis y delincuentes.

Hay mucho más que las obsesiones de Scorsese en El Lobo de Wall Street. Existe, ante todo, una brutal y apoteósica crónica del exceso desde el propio exceso. Empezando por la propia duración de la película -tres cortísimas horas-, todo en la película vive a lomos del desfase más radical. Una orgía continuada que podría llegar a ser parte del desenlace de El Perfume, de Patrick Süskind. Un retrato lacerante, cínico y demoledor del dinero como droga, en el que Leonardo di Caprio saca -empieza a ser habitual- un talento poderoso, sobrehumano, entregado, que vuelve a situarle, ya no sólo como el mejor actor de su generación, sino como uno de los mejores de la historia del cine. Uno siente ganas de unirse a sus discípulos e ir con él hasta el fin del Mundo. Hasta ese burdel sacado de Sodoma y Gomorra en que convierte su empresa, mientras mira al resto de los humanos con el desprecio de un Dios.

Scorsese dejó una extraña reflexión en Shutter Island. ¿puede ser que, mientras pensamos que todos se han vuelto locos, seamos nosotros los dementes? Es posible que El Lobo de Wall Street sea su epitafio sobre Nueva York. O sobre todo en general. Que esconda la locura de una generación que aún no se ha llegado a preguntar si camina realmente por el sendero de la cordura. Una aparente crónica de los orígenes de la actual crisis, pero también una pieza maestra de la esencia de su cine: la enésima mirada sobre una ciudad cada vez más cercana a la metafórica Gotham de Batman. Una ciudad fascinante, que integra y multiplica todas y cada una de las fantasías y horrores de nuestros días.

enero 11, 2014

A Propósito de Llewyn Davis - Crítica

La vida, a menudo, nos depara momentos en los que corazón y mente nos guían por caminos diferentes. Aquellos que arriesgan, y se dejan llevar por sus emociones, abren un camino desconocido para el resto. Un sendero emocionante, incierto y difícil, en el que el triunfo -o el fracaso- puede ser que veinte personas escuchen tus canciones en un pub de los 60 plagado de humo. Un recorrido en el que perder es descorazonadoramente habitual. El protagonista de A Propósito de Llewyn Davis, la última joya de los hermanos Coen, podría ser definido como un perdedor a simple vista. Un tipo que quiso probar el fresco sabor de la libertad aventurera, y acaba viviendo el día a día desamparado, enfadando a todos los que le quieren, temblando por las calles de Nueva York en un duro invierno, sin poderse comprar un simple abrigo, y con la única compañía de su alma gemela: un gato llamado Ulises.

Los hermanos Coen se han acostumbrado a plasmar el retrato del perdedor a lo largo de su carrera. Tal vez sea para recordarnos lo frecuente que es la derrota, y lo dura que es la existencia para todo aquel que quiera saltarse las reglas establecidas. A diferencia de otros narradores, los directores de Fargo despojan sus historias de héroes. Ellos prefieren a los humanos. Y éstos no son más que seres frágiles e indefensos, que se equivocan, que tropiezan, que pecan, que hacen daño, y que vagan por la vida condenados a ser aplastados por un Mundo que no entiende de compasión. Llewyn Davis -un asombroso Oscar Isaac- canta sus melancólicas canciones en cualquier parte, con la cámara de los Coen a medio metro, mientras lucha por ser reconocido por alguien. Mientras sobrevive. Mientras espera que el mañana sea el día en que todo cambie. Mientras coge un plátano de la despensa de su hermana, pide un cigarrillo o ruega un sofá en el que dormir.

En una escena de la película, Llewyn Davis debe decidir si permite a su gato seguir acompañándole en su triste andadura en busca de reconocimiento. Ese momento, recogido con una sensibilidad exquisita por los Coen, es la vida de Llewyn Davis. Puertas que esperan ser abiertas, y que se cierran demasiado deprisa, con la devastadora sensación que no eres más que un pobre hombre incapaz de cuidar de ti mismo, y mucho menos de responsabilizarte de nada ni nadie. Es, decíamos, la vida de Llewyn Davis, pero también el cine de los Coen. Un cine en el que la magia y la maestría surgen casi sin querer, y en el que la vida se alza poderosa donde más fuerza tiene: en esos momentos mínimos, breves, intensos, que nos dejan sin aliento sin esperarlo.

Es difícil medir la distancia con la que los Coen miran a sus personajes. En el caso de Llewyn Davis, no existe juicio. Tampoco compasión. Sólo una mirada a medio camino entre el respeto y la simpatía. La vida, a fin de cuentas, es un duro invierno. Es La Odisea de Ulises. Es una aventura en la que el suelo arde mientras lo pisamos, en la que el aire se carga mientras lo respiramos, en la que esperar no es lo más recomendable, pero en la que siempre encontraremos un minuto de tregua: ya sea para escuchar una canción de Llewyn Davis, o para ver una maravillosa escena rodada por Joel y Ethan Coen

enero 01, 2014

El Mejor Cine de 2013

1 - La Vida de Adèle (Abdellatif Kechiche)
2 - Amor (Michael Haneke)
3 - The Act of Killing (Joshua Oppenheimer & Christinne Cynn)
4 - Spring Breakers (Harmony Korine)
5 - Antes de Anochecer (Richard Linklater)
6 - The Master (Paul Thomas Anderson)
7 - Mud (Jeff Nichols)
8 - Gravity (Alfonso Cuarón)
9 - Tabú (Miguel Gomes)
10 - Camille Claudel 1915 (Bruno Dumont)