Turista y tiempo deberían ser antónimos, pero nuestros inicios en Baviera fueron ligados al encuentro de ambas palabras. Aceptando mi condición de turista, por encima de la de visitante -no negaré que la cámara de fotos, el mapa callejero y la cara de despiste formaban parte de mi vestimenta-, he de confesar que la primera mirada que lancé sobre Munich me transmitió la serenidad propia de una ciudad que deviene en excusa para pintar postales de navidad. Todo pausado, nevado y tranquilo. Era sábado por la mañana, y la ciudad se desperezaba con la resignación de no ver ese día los rayos del sol.
El casco antiguo de la ciudad nace tras un gran arco de piedra, bajo el que se oculta la figura de tres niños de bronce, a los que el cincel dio forma de músicos en miniatura. Habríamos parado para recrearnos en el detalle, pero por nuestra mente tan sólo pasaba llegar a tiempo al famoso canto del carillón, que comenzaría en pocos minutos en la plaza del ayuntamiento. Avanzamos deprisa por una calle con aroma a comercios, pellizcando ligeramente el reflejo de la catedral, que emergió a nuestra izquierda en un breve momento. El asfalto yacía rasgado bajo la ceniza de la última nevada. Ello nos obligó a girar hacia la prudencia. Faltaban dos minutos para las doce cuando apareció nuestro destino. Una plaza llamada Marienplatz. Una guía hablando en español con una pareja, a la que parecía entretener. Dos matrimonios alemanes de avanzaba edad, en la que los hombres asumían el papel de bufones, y las mujeres las de la aprobación forzada. Un grupo de turistas, con el cuello inclinado, buscando divisar algo en las alturas. Nos giramos hacia la izquierda. Allí emergió un gran edificio de piedra, rectangular y robusto, maravillosamente ornamentado, y con una gran torre en el centro gobernada por un reloj. Algo que rompía la arquitectura nos llamó la atención. Era el ayuntamiento de Munich. Y en medio, su famoso carillón.
Podría buscar mil formas de definir el carillón -Glockenspiel, que dirían en Alemania-, pero creo que erraría en todas. Nacido en la parte central de la torre, el carillón emerge como un pesebre construido dentro de una gruta verde, lleno de figuras que cobran vida, y que sólo despiertan cuando vale la pena, como los relojes de cuco. En él, arlequines, bailarines, lacayos y caballeros se mueven como marionetas en un tiovivo, formando parte de una danza lenta, que ondea mecida por las fieles campanas y por la dulce música de un juglar. Durante unos minutos de hipnosis, en los que el suelo helado pareció no existir, nos vimos contemplando una extraña y hermosa representación armónica, propia de otro siglo, que parecía rimar a la perfección con el paisaje que rodeaba la plaza. Una torre roja al fondo, que juraría parte de un castillo de juguete. Una cúpula más allá, tras la que se esconde un mirador de la ciudad. Munich nos miró a la cara y nos lanzó hacia esa Europa que suena al ritmo de un piano de hielo, mientras guarda en su interior un enjambre de elfos, hadas e historias de caballeros.
La Peterskirche fue nuestra segunda parada. Una iglesia de estructura afilada, maquillada de marfil y tocada por un verde pálido que parece huir de cualquier alegría. Su torre esconde una de las mejores vistas de la ciudad. A ella se accede por una escalera estrecha, casi angosta, en la que hay que dejar pasar unas cien veces, sabiendo que le dejarán a uno pasar la mitad. Era curioso como aceleraba la gente cuando oía pasos. El que llegase antes, obligaba al otro a quedarse en el rellano. Dos no pasan, lo siento. Has perdido. Las palabras de perdón llenan un recorrido largo, pronunciado, que termina cuando el aire acaricia la cara del que logra llegar a la cima. Allí vuelve la complicidad, que se olvidará en el descenso. Un pequeño balcón, y Munich bajo nuestros pies. Momento para fotos, sonrisas, algún guiño. Falsa alarma. El genio vuelve en el camino de vuelta.
Al salir de allí, decidimos ir a comprar una tarjeta de transporte de tres días. Tras calcular costes a mano alzada, vimos que era la mejor opción. Por motivos prácticos, acabamos adquiriéndola en la estación de metro de Marienplatz, que teníamos al lado. Todavía no sé si entramos en un punto de información o en una entidad bancaria. Vi como alguno se sentaba, se entrevistaba con los funcionarios, les daba la mano, y formaba parte de una escena más propia del acuerdo previo a la venta de un terreno que de la compra de un bono de autobús. Nuestra historia fue decepcionante, en medio de tanta formalidad. Algo rápido. Un bono a cambio de dinero.
Antes de terminar, diré que salimos de allí con hambre, pensando en la primera comida en Baviera. Teníamos que estar a las dos de la tarde en la Residenz, con lo que la cercanía del Virtualienmarkt -un simple mercado, que nadie se asuste por el nombre- nos pareció una buena opción. Allí, tras mucho buscar, degustamos salchichas y pan breeze en una parada sencilla que desprendía cierto aire tradicional. Jaume las probó solas; yo, con una mostaza algo amarga. David pidió ketchup. Craso error. Aún recuerdo los trozos de salchicha flotando en medio del estanque rojo en el que se convirtió su plato.
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