Eran las nueve de la noche del domingo, y mi almohada reproducía, cual caja de resonancia, los sordos pasos con los que había atravesado los nevados caminos del Englischer Garten. Aún vivía en mí la sensación de avanzar sin rumbo, caminando en silencio al amparo de la encapotada claraboya que formaba el cielo de Münich. El Englischer Garten es como Hyde Park o Central Park; un parque enorme, sinuoso y lleno de caminos, que despliega sus mantos en todas direcciones, y que deja pistas al caminante, en forma de puntos marcados -una atalaya en forma de templo circular; un lago congelado; o una torre de arquitectura oriental, que se ilumina por la noche-. Cometimos el error -¿o fue acierto?- de visitarlo con el atardecer demasiado cerca. Ello nos llevó a dar vueltas creyendo que caminábamos rectos, a resignarnos al frío, a ver el símbolo chino dos veces -llegamos a pensar que había dos torres, cuando realmente sólo había una-, y a un silencio ensordecedor. Con la oscuridad creciendo a cada paso, notábamos que éramos adelantados por espectros. Tal vez eran seres vivos que, desafiando al frío y la noche, salían a correr por el parque como si nada. Una gesta impensable para nosotros, que nos conformábamos con imaginar el parque en verano, con sus bancadas ocupadas de gente bebiendo cerveza; su césped lleno de parejas profesándose caricias; y cientos de bicicletas y perros cubriendo los caminos que nosotros vimos sepultados por la nieve. No teman por nuestras vidas, si es que estaban preocupados. Logramos alcanzar el asfalto, a pesar de todo. Yo salí con un regalo en mi cámara de fotos, en forma de ganso que despegaba desde la helada superficie del lago. En realidad, fue uno entre cientos. Un parque nevado es como un tapiz tejido por capas verdes y blancas, esperando a ser devorado por cualquier mirada que se precie. O mis ojos disfrutando del sufrimiento de mis pies.
Antes de visitar el parque, el domingo había sido dedicado al arte de la Alte y Neue Pinakothek. Llegamos allí temprano, procedentes de la Königsplatz, una plaza imperial, hermética y fría, en la que tres templos de estilo griego se enfrentan en triángulo al visitante. Tal vez era una mala hora para visitarla, pero nuestra excusa para hacer tiempo no duró ni quince minutos. Ello hizo que tuviéramos que esperar unos minutos en la entrada del museo, con la compañía de dos japoneses, algún alemán con mucho tiempo libre, y los fieles copos de nieve. No abrieron hasta las diez en punto, en un alarde de puntualidad. Suerte que lo hicieron, pues más de uno estaba cerca de la muerte por congelación. Con la entrada en nuestras manos, abordamos el museo en una soledad insólita para un visitante. Fuimos recibidos por el detallismo obsesivo de Brueghel; la desbordante fuerza de Rubens; el encanto de los Girasoles de Van Gogh; o los nenúfares de Monet. No recuerdo haber apreciado tantos detalles en mi vida. Prefiero no contarles mucho, pues creo que los museos hay que pasearlos, no narrarlos. De todos modos, ahí va un consejo. Si van algún día, no se pierdan un cuadro de Albrecht Aldortfer -yo tampoco tenía el gusto- llamado "The Battle of Alexander at Issus". No lamentarán ni uno de sus trazos.
Releyendo estas líneas, empiezo a recordar detalles que creía olvidados. El tremendo cansancio con el que llegué al hotel, tras mil horas caminando; el calor de las salas de los dos museos; la comida en una pizzería, con Fernando Alonso de fondo; o cómo se enfriaba el agua de la botella, sin salir de la calle. Y qué decir de una cena imprudente -yo también pedí salchichas con ketchup, y ya les dije cómo se las gastan-. Lanzo la última mirada hacia atrás, y aún diviso algo. Al final, o al principio, la nieve tras la ventana, al despertar. Fue como un oasis de soledad en pleno viaje. Jaume y David aún dormían. Aparté ligeramente la cortina, y miré hacia la calle. Lancé un bostezo silencioso, para desperezarme. Sueño y frío, como el inicio de un lunes en invierno. Pero era domingo. Era Münich. Eran mis vacaciones. Y nevaba.
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