"Das ist Deutschland". Estas tres palabras constituyen una frase seca, concisa y convencida, que fue pronunciada por un ciudadano alemán a las 07:45 h. del 16 de marzo de 2010. Dicho individuo, empleado de una empresa de alquiler de coches en Munich, respondió así después de que le preguntáramos por las condiciones de las carreteras alemanas. No nos lo reprochen. Nevaba, debíamos coger un coche e ir a los Alpes. Una semana antes, Barcelona se paralizó tras seis horas de nieve. Girona fue más lejos, y vio desmoronarse su instalación eléctrica. "Das ist Deutschland" quería decir que aquello era diferente, que pisábamos territorio blindado, donde las carreteras aguantan, el país no se detiene, y el ciudadano se limita a vivir y caminar, mientras el Estado se encarga del resto.
Hace sólo dos días que he regresado de München -permítanme que respete por una vez el nombre con el que los bávaros de Munich se dirigen a su ciudad-, y noto como me afirmo en las intuiciones percibidas en suelo alemán. Recuerdo la ciudad como creí que la recordaría. En mi memoria va madurando una villa que desprende, más que la voluntad de despertar admiración, un respeto perdido en esta frenética carrera por la exhuberancia a la que ha derivado nuestro mundo. Hay mucho de tiempo aprovechado, paciencia y rigor. De todos modos, se dislumbra una épica contenida tras sus muros, tal vez nacida de una resistencia a morir, a perder una identidad labrada en jarras de cerveza, y vestida de piel marrón, verdes chalecos, alegres vestidos y sombrero engalanado con un gran plumón. Sea como fuere, la grandeza de Munich reside en la austeridad con la que, en pleno siglo XXI, tiñe sus calles de sobria apariencia, reforzando el patrimonio de esa Europa que, entre hálitos de frío, respira con la contención del pasado.
Munich es ciudad de edificios sencillos y coloristas; de acento duro y marcado; de tranvía rozando la calzada; de Alpes en el horizonte; de cervezas franciscanas, panes sabrosos y salchichas degustadas por manos temblorosas; de sopa y codillo; de jardines nevados en invierno; de taberna alquilada por música y jolgorio; de educación, señorío y palacios; de identidad bávara, reforzada por una Alemania federal que parece darle cobijo con comodidad. Munich es el orgullo de los bávaros, y uno de los adornos de Alemania. Tal vez sean impresiones precipitadas, simplemente intuidas por un habitante de Barcelona, que fue en Munich un simple visitante más.
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