diciembre 18, 2009

Avatar - Crítica

Han pasado más de doce años desde el estreno de Titanic, y aún resuena en nuestros oídos la autoproclamación de James Cameron como Rey del Mundo. Hoy, con el estreno de Avatar, la ambición del director canadiense le lleva "tan sólo" a luchar por reinventar el cine.

Cameron y las imágenes imposibles


Resulta complicado evaluar un film como el que nos ocupa sin tener en cuenta las expectativas que lo han rodeado. Cualquiera que haya pasado hoy por una sala de cine, o que se haya detenido ante los seres azules que la omnipresente publicidad anunciaba, se habrá percatado que el de hoy no era un estreno normal. Tal vez sea ese el primer caballo de batalla de una película que ha prometido, con todo lo que ello conlleva, lo que casi ninguna se atrevería: La revolución sin paliativos del séptimo arte.

Terminator 2 y The Abyss significaron, en su día, importantísimos avances en la concepción de los efectos visuales como parte del cine. No es extraño que las dos películas de Cameron hayan sido utilizadas una y mil veces como referentes para obras como Jurassic Park, que hicieron que el cine lograra imposibles a la hora de plasmar seres y mundos irreales. Ya en 1997, con el estreno de Titanic, Cameron se atrevió con un desafío mayor: Convencernos a todos de que estábamos contemplando una catástrofe que había ocurrido ochenta años atrás. Lo que en películas precedentes -Volcano, Independence Day- chirriaba en pantalla como añadido superpuesto, se tornó desconcertantemente creíble en la narración del hundimiento del transatlántico.

Avatar, doce años después, llega para integrar de forma casi perfecta la captura de movimiento en el cine. El desafío que ha traído a Hollywood de cabeza durante los últimos años -véase el fracaso de Robert Zemeckis, con Beowulf o Polar Express- adquiere, con el film de Cameron, un verdadero punto de referencia, y abre el camino a que mundos y seres virtuales puedan trascender de una vez por todas la indiferencia y la frialdad, convirtiéndose, por fin, en partes armónicas de las películas en las que son integradas. La evolución que ha experimentado el cine desde el insoportable Jar Jar Binks hasta los hermosos Na-vi, nos ha llevado de caminos esperanzadores -Gollum- a la decepción continua -ya comentado el caso de Zemeckis-, pero podemos afirmar, sin demasiado temor, que James Cameron ha logrado que, por fin, podamos decir "Te veo", cuando un ser virtual nos mira a través de la pantalla.

Pocahontas y la neo-ecología, una excusa impecable para el cine espectáculo

Desde la primera escena, Avatar muestra sus cartas sin miedo aparente. Tras el impacto holográfico de las primeras imágenes en 3D, la película avanza por su narrativa de forma rápida para centrarse en impulsar sus excesos visuales. Maximizar o minimizar la evidente vulgaridad de la historia -que podría definirse como una reescritura de la historia de Pocahontas en clave de ciencia ficción- el ecologismo latente -es posible que Avatar sea uno de los primeros negocios de la neo-ecología, lo que daría la razón a aquellos que piensan que se ganará mucho dinero a costa de ¿salvar? el planeta-, o los problemas de Cameron para mantener el vigor de la película cuando se aleja del espectáculo dependerá, como adelantamos al principio, de lo que se espere de la película. En mi opinión, la historia es una mera excusa para no estorbar al verdadero propósito de la película, y un vehículo perfecto para montar un espectáculo apabullante -a pesar de alguna estridencia- para la vista.

Cameron ha creado Avatar para rendir culto al cine espectáculo, como ya hiciera con Titanic y, sobretodo, para abrir contundentemente la puerta al uso convencido de la captura de movimiento y la tecnología 3D. Un camino peligroso, pese a todo, pues el cine debe basarse en la coexistencia de distintas sensibilidades y técnicas. No sobra decir que sería una noticia alarmante que el 3D haya llegado para merendarse la esencia del séptimo arte.

Revolución y Reinvención

¿Es Avatar la revolución esperada durante años? ¿Reinventa el cine, como se ha dicho por activa y por pasiva antes de su estreno? Hay quién ha dicho, no sin razón, que los creadores de Avatar parecen haber puesto una cámara en Pandora, en lugar de generar ese mundo ordenador mediante. Tal logro, convertir lo imposible en posible, tocar con los dedos una realidad absolutamente ajena a nosotros, pero implacablemente poderosa en la pantalla, es lo que convierte a Avatar en lanzadera para una revolución visual que integre definitivamente lo virtual en el reino del cine. No es descabellado hallar una analogía entre el argumento del film y su propósito. La tecnología puede ser un cuerpo extraño en el que el cine pueda integrarse para llegar más allá. Pero era preciso, igual que en la película, que hubiera conexión entre el ser y su coraza. Sólo el tiempo podrá valorar si la revolución comenzó con Avatar, o si esta película simplemente fue el broche de oro a una era en la que los efectos visuales han tomado un protagonismo insospechado hace décadas.

Si hablamos en términos de reinvención, creo inútil iniciar un discurso que se cierra antes de comenzar. El cine no necesita reinventarse, pues lleva décadas siendo un cofre de sueños en el que lo irreal se vuelve real ante nuestros ojos, y en el que las imágenes -a veces creadas artesanalmente, a veces impulsadas por un discurso, a veces nacidas de la locura, y por fin mediante la tecnología más avanzada- hablan, comunican y destierran el apestoso olor de la realidad. Esa sensación de evasión transitoria nació hace mucho para perdurar, y es ajena a la reinvención que otros reclaman. Avatar amplía un camino que el paso de los años se encargará de ponderar. Pero el cine ya era cine, antes y después de los Na-vi. Y eso, es más que suficiente.

octubre 07, 2009

Gürtel: El habitante de Objetos Perdidos

Llevo toda la vida preguntándome dónde se ubica un misterioso lugar llamado "Objetos perdidos", del que muchos hablan. Siempre me lo imaginé cómo un híbrido entre una comisaría, con decenas de personas aguardando turno para renovar su DNI, y uno de esos cementerios de maletas perdidas que asolan la instantánea de cualquier aeropuerto. El motivo por el que recupero esta duda existencial es simple y preciso: Llevo años buscando la capacidad de autocrítica del ser humano. La moraleja del cuento ya la conocen: "La culpa siempre es el del otro, especialmente si no es de los nuestros"

Confieso haber asistido atónito a la actitud del Partido Popular ante el tristemente famoso "Caso Gürtel". La esperada firmeza ha brillado -salvo en casos aislados como el de Esperanza Aguirre-, por su ausencia. Se huyó de los ceses, las explicaciones, o las responsabilidades. Se quiso asegurar la cohesión del partido a costa de su propia imagen. En Génova se antepone la presunción de inocencia de los suyos al sentido común y la deslumbrante nitidez de las pruebas. Se ha invertido el debate hasta priorizar el "por qué nos han pillado", ante el "nos han pillado". ¿Tanto cuesta reconocer que en la familia puede haber ovejas negras, y que lo importante no es poner al resto del rebaño a protegerlas, sino sacarlas a patadas del mismo?

La voz de Gürtel ha ido alzándose como la de un tenor, en un crescendo cuyo fin parece aún lejano. Empezó tibia, hablando de un par de trajes sin pagar. Siguió con un intrigante segundo acto, en el que un ladrón era sorprendido en plena faena y, lejos de entregarse, acusaba a la justicia de ir a por él. En el tercero, la basura era ya incontenible, y provocaba nervios, órdagos -saquen algo más, y empezaremos nosotros- y angustia. Vimos un desproporcionado ataque de honradez que ha acabado ejerciendo de boomerang -el papel desclasificado empieza a pagarse a precio de oro-, igual que ha pasado con el manejo de los tiempos, o la inquebrantable protección de los miembros del partido. Al final, han querido un chivo expiatorio, y éste ha tirado de todo, hasta de cornamenta. No sé cómo acabará esto, pero no dudo que un par de tiritas bien puestas servirán. El tiempo, como en otras ocasiones, hará el resto. Hoy por hoy, el Partido Popular tiembla, aunque ya saben lo que dicen de la corrupción: si el corrupto es de la familia, la corrupción no es tan corrupta.

Las últimas encuestas dicen que el Partido Popular ganará con holgura. El proyecto de España progresista de Zapatero acabará bajo esa tormenta de arena a la que llamamos crisis. Otra oportunidad perdida para un país que no ha ido sobrado de ellas en los últimos cien años. La Izquierda volverá a pasar a la historia como la opción política que nos llena de números rojos, paro y hambruna. El que fue eficaz en otros tiempos, merecerá la confianza de una España desencantada. A pesar de lo mucho que huela la mierda de sus manos. No niego cierta comprensión al votante. A todos nos importa más mover el bigote que las andanzas del Bigotes.

septiembre 13, 2009

Desencanto

Al cruzar la frontera de los 28, uno empieza a sentir la cercanía del ecuador; de la equidistancia entre lo vivido y lo restante. Los recuerdos se funden con las expectativas, siendo muchos de ellos sueños sin cumplir, por cumplir o sencillamente olvidados. Llegados a este punto, recibimos en casa una invitación a la fiesta del conformismo, donde el traje más repetido es el del pragmático, donde idealismo suena a chiste de chiflados, y donde unos grilletes bien ajustados se encargan de marcar el ritmo de nuestro paso.

Mentiría si negara mi desencanto. El hombre, supuesto animal social, alimenta su caminar con viandas de autosuficiente convencido. Esa cualidad, innata en tantas personas, nos acerca a la indiferencia con la misma constancia con la que nos aleja de la sonrisa, la complicidad, la empatía, la disculpa, la autocrítica, el paso atrás, la humildad o la cercanía. Las charlas son pura esgrima, con ambos esperando a intervenir, sin escucharnos realmente. Los valores se invierten hasta convertir la anécdota en el centro, y lo trascendente en alpiste para jilgueros, pues es más fácil olvidar una guerra que una hora de más en el trabajo. Tal vez sea jugar a la defensiva, pero la vida tiende a ser vivida por uno, ignorando que nos pusieron en el tablero para contribuir a ganar una partida de la que todos somos parte.

Tal vez, el desencanto nace de esa lejanía que empiezo a percibir en mí mismo; esa resistencia al altruismo, y a ser parte de esa minoría que quiere vivir al resto con la misma intensidad que a sí mismos. Vivir debería ser sumar, pero tengo la incómoda sensación de vivir en la resta. Y no es porque me vaya mal, sino porque no siento que ayude a que al resto le vaya mejor. Y lo peor es que no me siento raro haciendo eso. Me siento uno más. De hecho, soy uno más. Hasta que dé un último paso, y esto deje de importarme.

Arquero Urbano

agosto 11, 2009

Up - Crítica

Dentro del vasto universo de personajes, cuentos y fábulas adaptado por Walt Disney, siempre existió un hueco para los seres deshauciados, ajenos por naturaleza a la gloria y el heroísmo. Así, personajes como un elefante orejudo, un niño de madera o el pobre Quasimudo tuvieron su parcela de honor en el sagrado museo del mayor imperio de la historia de la animación. Resulta interesante ver cómo, años más tarde, los héroes de las obras de Pixar (un viejo juguete, una hormiga, una rata, unos monstruos de armario, un robot a un paso de ser chatarra..) son también, en su mayoría, representantes de excepción del inabarcable mundo de aquellos seres a los que difícilmente otorgaríamos el protagonismo de un cuento de hadas.

En 1995, el estreno de Toy Story supuso la presentación en sociedad del estudio Pixar. A pesar de las buenas sensaciones despertadas por una obra que podríamos considerar de culto, era difícil presagiar que John Lasseter y los suyos estaban asumiendo la mastodóntica tarea de tomar el relevo del propio Walt Disney. Han pasado casi 15 años desde entonces y, observar en su conjunto la sobresaliente aportación del estudio de California al mundo del celuloide, sólo puede dar como conclusión que han superado, con creces, el reto entonces establecido.

Up supone un nuevo desafío, en cuanto a que la nueva obra de Pete Docter (director de la ingeniosa Monstruos Inc) asalta el prometedor mundo del 3D. Con un inicio virtuoso, formado por varias secuencias encadenadas en las que el tiempo de toda una vida se condensa en un hermosísimo relato corto, el viejo Carl Fredicksen aparece en pantalla encerrando en su fatigada sonrisa el dilema entre el viejo entrañable y el cascarrabias. Más allá de profundidar sobre la innegable espectacularidad formal, o la calidad de la animación, Pixar sigue priorizando la narrativa a la hora de elegir el trazo de sus personajes. Es por ello que los ojos de Wall-e fueron el mayor logro de su última obra. Trabajar la expresión del anciano es tan importante como el preciosismo de los horizontes que el 3D permite presentar en pantalla. Son esos detalles, y la creciente madurez de sus historias lo que ha hecho que de un estudio de animación hayan ido saliendo, año tras año, obras de una grandeza extraordinaria.

Up es, además de un delirante cuento imposible, la historia de un anciano viviendo sus últimos días entre el recuerdo y la redención. Un punto de partida tan maduro parece insólito para una película de género como ésta. Una crítica reciente de Sergi Sánchez comparaba esta obra con "Una historia Verdadera", de David Lynch, y no me parece precisamente una comparación desacertada. Lejos de focalizar sus momentos más recordados en la acción o el clímax, la obra de Pete Docter se agiganta en la sencillez de dos momentos tan mágicos como íntimos. El primero marca el inicio de la obra y, como sucedía en Bambi o El Rey León, hace de la muerte el impulso para una nueva aventura que vivir, con la misma emoción con la que vivimos todas y cada una de las películas de Walt Disney. El segundo merece ser preservado, pero encierra en sí mismo una reivindicación de la vida como la mayor de las aventuras. Up detiene el tiempo en sencillos momentos que hacen imposible no sucumbir a la lágrima que provocan la pérdida y la nostalgia. Y eso, en una película de animación generada por ordenador, es demasiado meritorio como para dejarlo pasar.

julio 16, 2009

Paranoid Park - Crítica

El principal patrimonio que tiene un artista es la libertad para llevar a cabo sus proyectos más personales. Hubo un momento en que la carrera de Gus Van Sant caminaba por senderos que hacían pensar en un alma vendida al mercantilismo, a una industria fagocitadora de talentos puros y que dejaba la libertad creativa en un plano demasiado menor. De pronto, de forma inesperada, llegaron la desconocida Gerry, o las más trascendentes Elephant y Last Days, obras que nos permitieron redescubrir a un cineasta inquieto, personal y distinto. En 2007, Paranoid Park se encargó de cerrar la que podríamos definir como "Tetralogía de la libertad". Dos años después, Paranoid Park ha sido estrenada en España.

Uno de los elementos más reconocibles en esta fase creativa de Van Sant es el tono onírico que transmiten unos protagonistas que parecen inmersos en una ensoñación perpetua. Cuando vemos caminar a Alex, con la mirada extraviada y su monopatín en la mano, no podemos olvidar el aire perdido y decadente del Kurt Cobain de Last Days, como tampoco es fácil perder de vista los eternos paseos que cubrían el instituto de Elephant antes de la masacre. Hay algo en las películas de Van Sant que empuja al espectador a la hipnosis. Tal vez sea el calculado uso del sonido, la belleza de sus imágenes, o ese tono que mezcla la poesía con la siniestra sombra de la muerte -de ahí que la propia muerte sea rodada en sus películas como una danza perfectamente ejecutada-, pero es difícil no caer rendido ante la experimentación estética y sonora de un director en estado de gracia.

Paranoid Park está rodada de una forma desordenada, caótica y atemporal, presentando su metraje como parte de la turbada mente de un adolescente a quien la tragedia ha sacado del vacío más absoluto. Alex pasa sus días deambulando, escribiendo a lápiz una carta en la que sus pensamientos flotan de forma discontinua, evitando una verdad horrible, y soñando con las piruetas imposibles de un monopatín que le lleva a volar y ser libre. Tan libre como ha querido ser Gus Van Sant durante un impás creativo que ha podido llegar a su fin, pero cuyo testamento va a permitirle ser recordado como un director de culto.

Paranoid Park es un arriesgado ejercicio que no gustará a todo el mundo, pero también una carta escrita sin orden, esperando a ser leída mientras aparece en pantalla como una poesía que narra, con extraña belleza, la trágica historia de un adolescente que camina sin más rumbo que el que le marca su inestable y fiel monopatín.

junio 27, 2009

Adiós, Michael

Thriller sonaba a latigazos en el cuerpo; a descargas eléctricas en medio de una noche en la que los monstruos nos persiguen a través de un cementerio abandonado. Fue una canción que dio nombre al disco más vendido de todos los tiempos. Michael Jackson, el indiscutible rey de la música Pop, era parte de la banda sonora de mi vida, y mentiría si no dijera que su muerte se lleva una parte de mí. Independientemente de su talento, que era inabarcable, hay algo que duele de su marcha, y es esa extraña sensación que mueve lo inamovible de nuestras vidas. Es difícil recordar un momento de mi pasado en el que no pudiera haber escuchado una canción de Michael Jackson sin tener la tentación de correr al espejo para deslizar mis pies como él lo hacía. Había que conformarse con admirar un baile que era tan inalcanzable para los demás como lo es el vuelo de un ave. Se ha hablado mucho de su vida, pero todos deberíamos aceptar que sus supuestos delirios de Peter Pan, de Capitán Garfio, o de ambas cosas, no eran asunto de nuestra incumbencia. It's not our business, como dirían en su patria.

Descansa en paz, compañero de viaje. Yo seguiré hasta donde me dejen.

junio 21, 2009

La Morada de San Pablo

Aún me hallaba mecido por el rastro de los sueños cuando la leve melodía de la lluvia se unió al grito enfurecido del despertador. En nuestra segunda jornada en Londres, Jaume, David y yo volvimos a madrugar, plantando cara a las legañas, para emprender temprano un caminar que nos dejaría en las puertas de St Paul's Cathedral.

Nuestros primeros pasos bajo el cielo encapotado nos ofrecieron un retrato de Londres de sabor mucho más inglés que la estampa sureña del día anterior. Volvimos a coger el metro, aprovechando el bono que nos habíamos agenciado para tres días. Al bajar en la estación que teníamos marcada, la lluvia arreciaba sobre nosotros. Con gusto nos cubrimos con nuestros sencillos chubasqueros, sintiendo como las gotas caían lentamente en su superficie. Con un paso cada vez más decidido y propio, recorrimos calles que ya empezaban a ser familiares, compartiendo las primeras horas del día con una población que se dirigía con tanta prisa como cautela a sus puestos de trabajo. A lo lejos, una enorme cúpula ovalada empezó a hacerse visible ante un horizonte cargado de nubes grisáceas. Era la corona que se eleva por encima del enorme y robusto traje real que viste los muros de la catedral.

A llegar a los dominios de la Iglesia, nos movimos despacio, silenciando nuestros pasos sobre un césped impecable, hasta dar por fin con una columna sobre la que se alzaba una escultura dorada de San Pablo. El apóstol alzaba su mano derecha mientras sostenía una larga cruz con la izquierda. No sabría decir si saludaba, o detenía a los viajeros antes de permitirles la entrada a su morada. Entramos despistados, errantes, y acabamos atravesando un conducto que daba a los niveles inferiores de la catedral, no sin antes observar pasmados que allí mismo había una elegante aunque extraña cafetería. Tras consultar precios y folletos, nos dirigimos a una taquilla donde dos mujeres, aburridas, intercambiaban palabras mientras atendían con la indisimulada parsimonia de dos víctimas de la rutina.

El nivel subterráneo adentraba al visitante en una laberíntica y oscura cripta donde descansaba parte del pasado de Inglaterra. Recorrimos tumbas y figuras varias, retenidas en tiempos pasados, y que mezclaban la sencillez de la piedra más austera con el tronío del cofre donde yacen los restos del Almirante Nelson. En todo momento fuimos invitados a guardar silencio y respeto, a ocultar nuestros pasos, a pedir perdón por estar allí. Una luz cálida guardaba los restos del Duque de Wellington, en medio de un tono fantasmal que lo cubría todo, incluyendo una pequeña maqueta que mostraba el aspecto de la Catedral antes del Gran Incendio de 1666. Lejos de engalanarse con una cúpula gris, sobre los muros se alzaba una enorme aguja a la que se renunció tras su reconstrucción. Todo, o casi todo, había desaparecido bajo un fuego que ese día se camuflaba entre los tejidos del recuerdo.

El siguiente paso de la visita era la capilla, que alimentaba sus estancias con la luz que penetraba por sus ventanales, dando claridad a unos muros que mezclaban la limpieza del color marfil con la elegancia del dorado. Fue allí, sobre las teselas blancas y negras que daban al suelo el aspecto de un inmenso tablero de ajedrez, cuando fue imposible contener el aliento al alzar la mirada. Lo que desde fuera parece una gran cúpula, allí dentro se transformaba en una majestuosa obra de arte, llena de detalles, frescos e imágenes santorales. Nuestra sorpresa llegó al ver que un recorrido de más de doscientos escalones nos llevaba directamente a la cúpula, en lo que llaman la Galería de los Susurros. Allí donde el más leve sonido se traslada lejos en la distancia, pudimos descender la mirada y ver desde arriba el interior de la catedral. Fue necesario un ejercicio de contención para no elevar un grito de admiración. No sé que vieron mis amigos, pero yo me ví a mí mismo unos minutos antes, y vi a un peregrino alzando su mirada y preguntándose si Dios se la devolvía.

Tras unos minutos en silencio, inmóviles, incapaces de dejar de mirar hacia abajo, salimos fuera, y ascendimos cien escalones más hacia un balcón donde toda Londres parecía tener alcance. Lamentablemente, nuestros deseos por seguir ascendiendo se vieron quebrados. No podía accederse a la Galería Dorada, cuyos secretos eran guardados tras una puerta cerrada, y que precisaba de quinientos escalones más para llegar. Ese momento fue preciso para recordar nuestra posición de peregrinos, y tener claro que, en los dominios de San Pablo, el célebre apóstol es el único con derecho a mirar desde el cielo.

mayo 26, 2009

De Enrique VIII a Peter Pan

La London Tower emerge en medio de la ciudad como un estandarte que enlaza con otros tiempos. Concebida como una villa amurallada, parece construída sobre cimientos que mezclan el sudor de muchos y la sangre de otros. Sólo el forzado continuismo que requiere toda visita cultural impide disfrutar de la magnitud de un monumento enorme e infranqueable. Algo en ella me hizo recordar el Castillo de Edimburgo. Tal vez fuera la huella de los cañones, apostados en sus murallas para la defensa. La Torre de Londres encierra en su interior el latido de un corazón que ha vivido muchas eras. En ella se ha asesinado, reinado y vestido para grandes batallas. Cada pequeña torreta, cada cámara de tortura, mantenía vivo el aliento quebrado de quienes allí perecieron. Sus murallas protegen una torre distinta al resto, conocida como la Torre Blanca. Accesible por una escalinata de madera, dentro aguardaba una exposición que rememoraba el ardor guerrero de Enrique VIII. Al salir, hallamos a un miembro de la Guardia Real en plena liturgia. Fue un exquisito y selecto adelanto de lo que esperaba en Buckingham. Ya fuera de la Torre, en un pequeño jardín, sobreviven unos cuervos. Dice la leyenda que la vida de estas aves está ligada a la de la Monarquía Inglesa. No sé si viviremos para dar fé.

Tras una visita que ocupó casi tres horas, tomamos un tentempié antes de seguir nuestra ruta. Fue en un lugar adornado por reminiscencias italianas, al lado de una zona aparentemente portuaria, que tenía al Támesis como punto de anclaje. Y fue el gran río de Inglaterra el que sirvió el postre del menú, a través del elegante y solemne puente que da la bienvenida a a los navíos que llegan a Londres. El Tower Bridge cruza Londres asentado sobre dos torres de aspecto austero y señorial. Pintado por colores que parecen elegidos por el mismo niño que gozaría jugando con su puente levadizo, el Tower Bridge no llama la atención por su tamaño, ni tampoco por su belleza. Es simple y llanamente un puente que engalana con clasicismo cualquier foto con Londres como horizonte.

Con la tarde penetrando en las horas en las que el Sol empieza a dar signos de pereza, nos dispusimos a bordear el Támesis para ser conducidos a donde él quisiera. Aprovechamos para entrar en los lujosos dominios de los almacenes Harrods, y disfrutar con su inabarcable sentido del glamour, así como de su nada desdeñable catálogo de peluches y juguetes. Volvimos a la infancia, como un día en Nueva York. Hubo partida de Scalextric, con la desigualdad que marca la cruel y fría dictadura de la mecánica.

Ya prestos para ir tomando camino hacia el hotel, vimos una gran ocasión para cruzar Hyde Park, y disfrutar de un lugar donde la eternidad parece vestida de verde. La decepción de ver el Speaker's Corner -lugar situado en una de las esquinas del parque, donde la gente imparte monólogos sin ningún sentido del ridículo- cerrado por obras fue compensada por la belleza de los lagos que guarda el parque. En frente de uno de ellos, con las ardillas y los patos como espectadores, dejamos en manos de una joven inglesa la que debía ser una de las fotos del viaje. Lamentablemente, la trascendencia del momento la derrotó, la cámara titubeó en sus manos, y lanzó el flash hacia nuestros genitales, en lugar de a nuestras caras. Suerte que tuvo otra oportunidad, algo condicionada por su sonrojo. Recuerdo que caminamos durante casi dos horas, entre grupos de gente que hacía deporte, se perseguía, o simplemente descansaba. Lo hicimos persiguiendo un cártel que anticipaba la presencia de Peter Pan. Al llegar a él, el peso del cansancio nos dio una tregua para contemplar una hermosa estatua de bronce, a la que un bullicioso enjambre de mosquitos protegia como a su propia vida. La fatiga hizo que nos equivocásemos de camino dos veces consecutivas, haciéndonos andar más de la cuenta. La noche empezaba a presentarse. Salimos del parque, y buscamos el metro con tesón. Allí nos esperó el golpe de gracia, con un pasillo eterno que parecía no tener fin. Paramos a comprar la cena. El camarero, más espeso que nosotros, no parecía entender el concepto de "Comida para llevar". Tampoco el de "probablemente, tres chicos que piden lo mismo y hablan entre ellos animadamente, van juntos". Qué más da. El hotel nos esperaba. Y la ducha asesina. Y la cama. Y el sueño. Y una frase que se repitió durante el viaje. "No se os puede dejar solos.."

mayo 13, 2009

Suelo Sagrado

El despertar de un londinense suele llegar vestido de aroma a huevos con bacon, café y litros de niebla. Nosotros, que veníamos del Mediterráneo, fuimos obsequiados con zumo, bollería y un sol inesperado. La alarma sonó algo antes de las 7, para darnos tiempo a desayunar, repasar el plan, y llegar temprano a la legendaria Westminster Abbey, albergando la esperanza de visitar sus claustros en soledad.

El trayecto lo cubrimos en metro, compartiendo vagón con los que inician temprano su jornada, y recorren estaciones bostezando y leyendo diarios gratuitos. Al apearnos en la estación de Westminster, fuimos amparados por la sombra del viejo Big Ben, cuyo anciano mecanismo peleaba por acercar su aguja hasta las nueve. Recorrimos la calle, en dirección a la abadía, dejando a un lado el enorme Parlamento Británico, así como la imperial torre que lo adorna. El relieve de Londres comenzó a cubrirse de agitación, pisoteado por aquellos que se dirigían a ocupar sus puestos de trabajo, y por un notable dispositivo de seguridad. Creo recordar que había vigilantes con ametralladoras. Los muros grisáceos de la iglesia nos recibieron con solemnidad, ensombreciendo el verde prado que cubre la entrada y un pequeño cartel que anunciaba que no se abría hasta las nueve. Teníamos media hora que llenar, y la pasamos en un edén. No tengo otro modo de definir un pequeño rincón, ajardinado, que descansaba bajo la Torre del Parlamento, a orillas del Támesis.

Ya en la abadía, tardamos poco en comprender que pisábamos suelo sagrado y real. Westminster Abbey es un gran cofre de tesoros de otro tiempo, escondido en pequeñas cámaras que duermen bajo techos abovedados, y erigido sobre una fuente de luz que no deja de colarse con frialdad por sus ventanas. Cada capilla, en sí misma, contenía esculturas, féretros y detalles que merecerían páginas enteras. En Westminster Abbey reposa una fuente que guarda agua bendita de medio siglo, pero también el trono donde han sido coronadas generaciones de reyes. Allí hay sitio para un rincón dedicado a los Poetas, donde se guarda tributo a Shakespeare, Carroll o Dickens, pero también para los héroes de guerra, que Inglaterra guarda con amor reverente. En la abadía hace un frío que sólo enamoraría al silencio o al dorado brillo de su altar. Debe ser el velo del respeto, que se interpone entre el tesoro y el que lo observa. Pasamos por una puerta que presumía ser la más vieja de Inglaterra, escuchamos que allí descansan genios como Newton o Darwin, nos lamentamos por no haber estado solos y haber escuchado un coro de ángeles, y terminamos deteniendo nuestros pasos ante una lápida negra, rodeada de amapolas, bajo la que descansa eternamente un soldado que murió sin nombre.

Al salir de la Abadía, dirigimos nuestros pasos hacia Buckingham. No recuerdo si el Big Ben nos acompañó con sus nostálgicos acordes. Llegamos a Palacio, aún impresionados por la reciente huella de la Iglesia más Real de Inglaterra. Íbamos a ver el Cambio de Guardia, pero había sido suspendido. Sólo hubo tiempo a ver un gentío considerable, lleno de matices que confluían en una japonesa que hacía fotos desde un ordenador portátil. El imprevisto implicó un cambio de planes obligado, que llevó nuestros pies hacia un pasado que, por respeto, debe aguardar para ser narrado.

(Diario de Ángel, 29/04/2009)

mayo 10, 2009

El Anciano y las Palomas

A las siete de la tarde, la Plaza Catalunya era un gran mural formado por cientos de siluetas que, por una vez, no eran palomas, ni figurantes. Eran personas que, sentadas sobre el cálido cemento del centro de Barcelona, miraban una pantalla gigante, esperando las imágenes de un partido que nunca llegarían. Hubo protestas airadas, mas ninguna respuesta. La única opción era dispersarse hacia los bares y terrazas de los alrededores.

En una de esas terrazas, un anciano ocupaba la única mesa del centro, orientada a cualquier parte menos a la televisión. Mientras los demás se dividían en las zonas laterales, buscando la visión de una pequeña pantalla situada dentro del bar, el viejo miraba ausente un cartel que anunciaba un menú de paellas. Su aspecto hablaba de un hombre humilde, aunque pulcro y con el afeitado de un domingo de los de verdad. Vestía un jersey de pico azul cielo, bajo el que se adivinaba una camisa blanca perfectamente planchada, y unos pantalones desgastados. Calzaba zapatillas, llenas de pasos lentos y etiqueta de mercadillo. Le ví asentir a la petición de un hombre de aspecto aliñado que, acompañado por su mujer y su hija, buscaba asiento para ver el partido. En compañía, el anciano siguió igual que en soledad, sin mediar palabra ni elevar su mirada más de lo necesario. Podría haber sido el abuelo, pero prefirió otro papel.

Al rato, la familia abandonó sus asientos, tal vez anhelantes de las discusiones que -adivino- llenan su salón. El anciano pareció despertar de su letargo, y devolvió la mirada a un camarero que llevaba rato buscándole. Levantó el dedo índice para hacerse entender, como hace el cliente que siempre acude al mismo sitio a degustar su café. El camarero acudió, con una tónica servida en vaso de tubo, con hielo y limón. Observé al viejo, mientras esperaba liando un cigarro con estilo de veterano. Los sorbos y las caladas se sucedieron con la misma quietud con la que rompía el barullo que le rodeaba y que parecía no escuchar. Con el resto peleando milímetros de pantalla, él miraba hacia ninguna parte, tal vez recordando la post guerra, o un desembarco en América, con un hatillo en la mano y cuatro pesetas en el bolsillo. Con el partido muriendo, el viejo se levantó, como si nada, para situarse al lado de un forofo y mirar la pantalla con desinterés. Se alejó, dejando tras él el rastro del que ha vivido una vida.

Fue entonces cuando recordé que, una hora antes, la Plaza Catalunya había sido sobrevolada por decenas de palomas desorientadas. Habría jurado que no la reconocían. En el cemento había ocupantes, y no eran palomas.

Arquero Urbano

mayo 06, 2009

La Pérfida Albion

En el más recóndito lugar de mi imaginación, la Pérfida Albion descansaba vestida de niebla, contemplando una capa agujereada por mil flechas de agua, y albergando en su regazo un enjambre de almas pendientes de un reloj. A las cinco, el té. A las seis, Mary Poppins cantando, mientras busca dulces en un bolso sin final. A las siete, Sweeney Todd llegando en su barco sediento de venganza. Tal vez por la izquierda, con el timón a la derecha. A las ocho, la tradición, mandando a la gente a su hogar. A las nueve, una tenue luz que ilumina una calle, mientras la reina se seca una lágrima que nadie debe ver. ¡Que no den las doce, grita Sherlock Holmes! Es la hora favorita de Jack el Destripador.

A eso de las tres, el Big Ben sonó para dar las dos. Yo no pude oírlo, pues a mi alrededor se erigía la fría densidad del aeropuerto de Barcelona. Suerte que encontré a David, aún sin comer, mientras comprendíamos que nos hallábamos en la terminal equivocada. Poco después, llegó Jaume, con su maleta de cabina. Facturamos rápidamente, mientras resolvíamos si el propio Jaume había reservado dos veces, o es que está duplicado, como la oveja Dolly.

En la terminal no hubo mucha espera, merced al relleno que ocasionan los controles habituales. Hicimos una compra un tanto extraña, formada por unas revistas y un pequeño cuaderno. No había guías de Londres, ahora que recuerdo. Sí hubo un control exagerado, en el que me identifiqué como Ángel hasta cuatro veces antes de subir a bordo. Ya en el avión, me enfrasqué en una lectura que terminé por abandonar. Entre los pasajeros, pude atisbar a dos portadores de mascarillas, tal vez influídos por la negra sombra de la pandemia. La compañía aérea aprovechó la ocasión para ofrecer su catálogo. Desde el menú hasta las chocolatinas, pasando por colonia, juguetes y hasta un "rasca y gana". Me sorprendió que en tan basto catálogo faltaran las mascarillas. Una joven, ajena a todo, descansó las dos horas de vuelo con la cabeza reposando en el asiento delantero. Sufrí por sus cervicales más que por el aterrizaje, pues sobra decir que la destreza del piloto fue memorable.

Inglaterra nos recibió con sol, rompiendo la primera de las leyendas. Un pasillo estrecho y lleno de terciopelo en paredes y suelo nos condujo hasta recoger la maleta y poner pie en suelo inglés. Poco después, subimos al tren que en media hora debía dejarnos en Londres. Puntualidad inmaculada, por si lo dudaban. El ligero cosquilleo que siempre es fiel al viajero no nos abandonó ni un instante. Tras un viaje a través de un verde que se oscurecía con la noche, el plateado manto del Támesis apareció ante nosotros. Habíamos llegado.

La estación de Victoria Station nos dio las primeras pistas sobre el mecánico funcionamiento de una ciudad tradicionalmente moderna. O contemporáneamente tradicional, si quieren recrearse en un fino adjetivo. Londres respira una normalidad que, de no ser inglesa, habría creído casual. Tiempo habrá para hablar de ello. A nosotros nos bastaron cinco estaciones de metro para alcanzar el barrio donde se ubicaba el hotel. Y sólo cinco minutos para hacer de un trayecto sencillo un laberinto. Es sólo una elegante manera de decir que nos perdimos.

El hotel se presentó como un ejemplo de sencillez. Califiquémoslo de funcional, si lo prefieren. El recepcionista, un tal Saturnino, cumplió el registro con gran austeridad. Dejamos las maletas, hicimos un par de llamadas, y salimos a cenar. Descubrimos con alegría que estábamos en un barrio con cierta vida. Las diez de la noche, y la gente llenando restaurantes. Nosotros elegimos un italiano, no sin antes cruzar un "What's up" con un grupo de jóvenes ingleses. Las camareras nos hicieron esperar, pero hay que decir que la comida era buena. Yo elegí spaghetti y tiramisú, por si les pica la curiosidad. La cuenta llegó firmada, con una sonrisa que acompañaba un breve "Servicio no incluído en el precio". Regresamos, para librar una batalla con la ducha que aún arrastra secuelas. Una bañera resbaladiza, un grifo incontrolable; qué les voy a contar. Y el sueño llegó pronto, a pesar de la incomodidad de una cama en la que los muelles lo eran todo. Se me olvidó decirles que lo aquí contado sucedió una hora antes de ser vivido. Y con Jack y Sherlock Holmes persiguiéndose por las calles.

(Diario de Ángel, 28/04/2009)

abril 20, 2009

Déjame Entrar

Si en el museo del Séptimo Arte hubiera una sala reservada a los amores imposibles, Déjame Entrar merecería formar parte de ella con el mayor de los honores. La fábula escandinava del desconocido Tomas Alfredson pone sus pies en la rama donde obras como Eduardo Manostijeras, Drácula o la reciente Wall-e intentaron explicar la irracional y extraña naturaleza de las pasiones más desconcertantes. El resultado es una obra mayúscula, heredera a partes iguales de la gélida mirada de los autores escandinavos, y del delicado estilo con el que los más aventajados alumnos de Tim Burton presentan respeto a los seres más extraños y marginados.

Uno de los mayores logros de Déjame Entrar es su capacidad para producir sensaciones y saltar entre ellas sin caer herida. Tan capaz de inspirar el frío escalofrío del terror más seco, como de robarnos el corazón a través de la tierna y romántica historia de amor de Eli y Oskar, la obra sueca constituye un ejemplo de como la valentía de un autor decidido es el recurso más poderoso para robar el aliento a una sala de cine. Déjame Entrar está trabajada plano a plano, usando el encuadre, la originalidad y los recursos dramáticos con tal precisión que logra poner a nuestro alcance algunas de las escenas más brillantes que ha dado el cine de terror (permítanme ponerle una etiqueta tan recurrente como injusta) en los últimos tiempos.

Déjame Entrar alberga muchas capas, aunque uno sale del cine con la sensación que muchas otras subyacen escondidas. Más allá del cuento de terror, la historia de amor, o la mirada sobre el acoso escolar, resulta inevitable sentir el desasosegante frío que recorre la mayoría de escenas. Si bien es tentador atribuir esta sensación a los parajes helados de Estocolmo, sólo es necesario mirar un poco más allá para comprobar que el frío proviene de la indiferencia y la ausencia de sentimientos que emiten muchos de los personajes que aparecen ante nuestros ojos. Hay tan poco calor en los padres de Oskar, en sus compañeros de clase, en sus profesores, que Eli, con su insobornable temperamento, constituye la única fuente de ¿vida? a la que agarrarse en un invierno que parece condenado a la eternidad.

Déjame Entrar es, antetodo, el maravilloso viaje hacia la luz de dos seres tan extraños como mágicos. Un viaje que comienza con la llegada, de noche, de un coche en el que viaja una niña con un hombre taciturno y misterioso; y que termina, a plena luz del día, con la partida de un tren que parece avanzar hacia la esperanza. Uno se pregunta si lo que mueve a Oskar a besar los sangrientos labios de un vampiro recién saciado es el mismo sentimiento que en otro momento de su vida le haría derramar ácido en su cara para proteger a su amada. Tal vez sea por eso que las mejores historias de amor son contadas con la nerviosa escritura de los corazones atormentados.

abril 13, 2009

Un Cuento de Navidad

Si asistiéramos a una exposición de Fernando Botero, nuestra mente podría verse tentada a normalizar el grueso aspecto de los protagonistas de su obra. El arte suele someternos a estas pruebas. Inicialmente, uno percibe el mensaje como algo extraño, abstracto y sin demasiada cohesión con el alimento que solemos dar a nuestros ojos. Al cabo de un rato, no obstante, nuestros sentidos se adaptan, llegando a la aceptación y el regocijo ante el extraño simbolismo.

El visionado de Un Cuento de Navidad encierra lo que podríamos considerar una inteligente normalización de lo delirante. He comenzado esta crítica remitiendo a Botero porque las sensaciones que acompañan el metraje de la película de Arnaud Desplechin son, a pesar de la sencillez de su planteamiento, muy similares a las comentadas anteriormente. El mérito en este caso es doble, porque la película arranca desde un cúmulo de ideas tan comunes como peligrosas para un autor, y que van desde una reunión familiar en la que los cuchillos siempre están preparados, hasta el tratamiento de una enfermedad como la leucemia. Lo que en otras manos se convertiría en un bombón para el melodrama más estridente es, en la obra de Desplechin, la excusa perfecta para recorrer un museo de ovejas negras, almas incomprendidas, y encuentros que navegan a medio camino entre el surrealismo (para el recuerdo la imagen de los dos niños sirviendo té a su madre, tras consumar ésta un adulterio) y una ternura tan irreverente como arrebatadora.

Un Cuento de Navidad
es una obra que, en su particular huída del dramatismo, lucha a brazo partido por normalizar cualquier pelea, discusión, atisbo de odio y, si me apuran, pecado capital. El momento en que el rechazo se convierte en sonrisa deviene el instante en que el espectador acepta las formas hinchadas de Botero, se abraza al discurso de Desplechin y acaba comprendiendo que, ante todo, lo que parecen bocados de surrealismo no son más que pedazos de un realismo incontenible para nuestros tenaces códigos sociales. Es por ello que hemos hablado en esta crítica de normalización de lo delirante. Tras ese extraño cuento navideño, recorrido por fantasmas del pasado, cartas sin abrir y heridas abiertas, está la vida misma o, permítanme, el único paradero posible donde el inaguantable carácter de Henri (Mathieu Almalric), la penitente elegancia de Junon (Catherine Deneuve) y la inquietante mirada de Paul (Emile Berling) pueden compartir una hora en misa como si nada extraño pasara fuera de la iglesia.

Dicen que Billy Wilder imaginó El Apartamento alejándose de lo fácil. Donde otros encontraban grandilocuentes historias en las que las parejas se amaban en domicilios prestados, Wilder quiso preguntarse quién era el tipo que cedía su apartamento para tal fin. Algo similar ocurre aquí con un Arnaud Desplechin que encuentra pasajes de pura vida donde otros habrían naufragado entre lágrimas o enredos sin fin.

marzo 29, 2009

Manuscrito de un Domingo Lastrado

Domingo, 29 de marzo de 2009

Dicen de mí que soy el séptimo día, que en mis horas hay descanso para el guerrero, y que mis últimos destellos llevan olor a madera ardiendo. Son muchos los amaneceres que habéis despreciado por seguir durmiendo, y aún más los ruegos que habéis cantado para que no os abandone a merced de mis hermanos.

Sabéis que mis mañanas son distintas, y huelen a chocolate caliente y a sábanas estiradas por mil bostezos sin despertador. O que en mis horas tempranas podéis pasear junto al mar, correr tras un perro fiel, o comer nubes de algodón. Conmigo os vestís de gala para salir a la calle, aprovechando el mediodía para sentiros familia por una vez, y mis tardes para llenar calles de pisadas, cines de miradas fijas, y cafeterías de conversación. Me odiáis por las noches, por no durar mil horas más e impedir que el lunes os obligue a maquillaje, café y una fría ducha para despertar. Me pedís sol en verano para broncear vuestra piel, y frío en invierno para hacer de las mantas un santuario. Me oís hablar con la voz del viento entre cometas, o desde el trinar de un campanario anunciando misa de doce, pero sé, a pesar de todo, que nunca me escucháis.

Son muchas las veces en las que me haría corpóreo, y compartiría con vosotros lo visto en tantas y tantas jornadas. Ayer os habría contado que me sentía indefenso por la hora que me robaron sin avisar, y que hizo de vuestra noche un sendero más corto que de costumbre. Pensaba en las oportunidades perdidas, y que tal vez alguien sería feliz de haberle regalado un tiempo que no ha existido. También os díría que me encanta observar a quienes me ven como un día más, porque su rutina me convierte en cualquiera de las mil briznas de hierba de un jardín sin cuidar. Son ellos los que me tratan como un día normal. Son ellos los que no me odian cuando me apago por la noche.

Ayer, fui un día lastrado, esperado y maldecido. Fui una sonrisa entre caras serias; la de una joven en bicicleta, a eso de las diez, que escuchó el susurro de un flautista vagabundo, y pintó en su rostro una media luna. Pero ante todo, fui el aroma transportado por los restos de un poema que arde lejos, y que habla de un lienzo en el que el despertar es distinto y mágico, y huele a chocolate caliente. Y a sábanas estiradas por mil bostezos sin despertador.

Fdo. Domingo, 29 de marzo de 2009.

marzo 15, 2009

La Cascada

A los que preguntan,

Un día, todo cambió, y las rimas de los poemas se convirtieron en gotas de sangre reseca. El camino tantas veces andado desapareció, llevándose el Sol que ardía a mi espalda, y dibujando un horizonte pintado a lápiz desgastado. Ese momento fue distinto a otros. No divisé el río que caía en cascada, golpeando con fuerza las piedras que me impedían saltar. Aquella jornada, la existencia llegó como un relato imposible de terminar, con el lector decepcionado tras una última página sin final.

¿Puede ser la vida un cesto de fantasías sin colmar, y el eterno deseo de un mañana en que se realizarán? No tengo respuesta, pero sí recuerdo que tras aquel día sólo ha habido desencanto. Desde entonces, muchos días han terminado con los míos preguntando si me pasa algo. Yo miré dentro de mí, mas no encontré nada, ni siquiera una cascada que superar. Tal vez viví en mis carnes el choque entre pasado y futuro, instalado ya de por vida con pensión completa y trato de favor. Tal vez, surgió el presente como reflejo distorsionado de lo que un día fue, y como lacayo del delineante que traza las sombras de la incertidumbre.

Tras aquello, quedó una mirada taciturna, una sensación de no entender nada, y un canto a la paciencia como solución de emergencia. Puede que el hoy sea un punto de partida, pero también un castigo merecido, que dolió porque estaba en el guión y porque, simplemente, tenía que doler. Hoy no hay enfado, miedo ni tristeza. Ni siquiera cascada. Es sólo incomprensión ante una partida de cartas en la que no sé cómo carajo jugar.

marzo 07, 2009

El Luchador

Leyendo algunas de las opiniones registradas en las últimas fechas sobre El Luchador, uno siente que la película llega acompañada por un cambio en el concepto que parte de la crítica tiene al respecto de su director, Darren Aronofsky. Lo que en el año 2000 fueron descalificaciones para el magistral retrato sobre el infierno de la drogadicción que representó Requiem por un Sueño, se han convertido en halagos ante el giro hacia la austeridad que representa El Luchador. Uno se pregunta el por qué del rechazo hacia el cine experimental que evoca una parte de la crítica, defensora incansable de una visión del séptimo arte que condena todo aquello que rompa los cánones del cine clásico. Es posible que el acomodamiento de dicho sector, acompañado por una inadaptabilidad a los nuevos tiempos y una indefendible pereza, esté detrás de todo ello. En estas condiciones, no sorprende que ver a Aronofsky defendiéndose en terrenos mucho más convencionales que los explorados hasta ahora sea celebrado por quienes le mandaron al paredón en su día.

El Luchador es, ante todo, el retrato de un perdedor. Mickey Rourke, renacido de sus cenizas para protagonizar el mejor papel de su carrera, se basta para llevar sobre su enorme espalda el peso de una película que enfoca la derrota como consecuencia irreversible de una gloria imposible de perpetuar en el tiempo. En su inútil camino redentor, Rourke se verá reflejado en una stripper amenazada por el paso de los años, constituyendo éste el penúltimo apeadero antes de enfrentarse a una decadencia física y moral tan contundente como imposible de salvar. Aronofsky aprovecha la jugada para penetrar en un mundo tan superficial y desconocido como el del Wrestling profesional, adoptando una perspectiva neutra, más propia del curioso que del denunciante, y sacando a la luz lo que sabemos desde hace años : que el wrestling es un show en el que el apaño sólo puede competir con la fecha de caducidad.

Tras haber visto a Darren Aronofsky experimentar con Pi, asombrar con Réquiem por un Sueño, y fracasar con la soporífera La Fuente de la Vida, la aparición de El Luchador puede constituir un interesante acontecimiento para quienes hemos seguido su carrera con interés. El Luchador, notable película sin lugar a dudas, puede ser un impás, o un punto de inflexión hacia lo que muchos considerarán como "la madurez del cineasta". Yo siempre preferiré al director arriesgado que al convencional, pero Hollywood es un lugar donde, entre otras cosas, también hay que ganarse la vida.

marzo 02, 2009

Galicia y País Vasco : La Interpretación del Voto

Las Elecciones Autonómicas acaecidas este fin de semana en Galicia y País Vasco han servido, entre otras cosas, para constatar dos de los elementos más representativos de la actualidad política del Estado Español : el estancamiento de una transición política que aún está por llegar, y la conformación de un marco político cada vez más concentrado. Los resultados, más allá de dar lugar a interpretaciones muy diferentes, confirman que España sigue sin encontrar alternativas que convenzan a la ciudadanía, y que la sensación de avanzar en círculo es cada vez más evidente.

GALICIA

Galicia, respetando una tradición eminentemente conservadora, ha sido recuperada por el Partido Popular en lo que podríamos entender como un acto de normalidad. Es razonable pensar que la comunidad gallega haya sido el primer feudo donde el PSOE ha sido castigado por su gestión de la crisis económica, pero el criterio del votante gallego hace pensar más en el regreso a los orígenes que en una vuelta de tuerca. Touriño ha desaprovechado sus cuatro años de gobierno para ganarse a los suyos, dejando aroma de político menor, con poco empaque, escaso carisma y claro perfil de temporero. Es previsible que su dimisión conlleve un replanteamiento del difícil papel que le espera al PSOE en tierras gallegas, pero también es cierto que Feijoo, pese a su holgada victoria, no tiene el inagotable crédito que poseía Fraga ante la ciudadanía.

Galicia, además de confirmar la consistencia de un PP que parece remontar el vuelo, se presenta como un interesantísimo marco para medir la esencia del partido que parece querer reconstruir Rajoy, así como su interacción real con el Gobierno de Zapatero. Galicia puede ser distinta a Madrid o Valencia en cuanto a que el gobierno va a ser ejercido por políticos de nuevo cuño, respaldados abiertamente por Rajoy, y posteriores al neoconservadurismo de Aznar.

PAÍS VASCO

En lo que respecta al País Vasco, el panorama se presenta lleno de incertidumbre. En este caso en particular, sería interesante razonar sobre la interpretación que se deba dar a los resultados. Hoy leemos unas declaraciones de Pepe Blanco, en las que afirma que el PSE puede gobernar en minoría. Si consideramos que el Partido Socialista ha sido el segundo partido más votado, con un 30% de los votos, permitidme que considere estas declaraciones como extremadamente arrogantes. No creo que el resultado electoral legitime al PSE para gobernar sin el apoyo de otro partido.

He hablado de interpretación del voto, y quiero aclarar este punto antes de seguir. Una de las preguntas que debe hacer el PSE es qué esperan sus votantes. A diferencia de las Elecciones Generales, donde parte del nacionalismo le insufla votos para bloquear el gobierno del PP, el voto que pueda recibir el PSE en el País Vasco llega, aparte de la izquierda no nacionalista, desde gente que cree en el PSE como partido visagra. Pactar con el PNV implicaría apostar por el aislamiento del PP, pero vista la repercusión que podría tener tal decisión en el resto de España, y contando con las ambiciones soberanistas de Ibarretxe, es bastante difícil creer en esta solución de gobierno. Más factible parece un pacto absolutamente imposible en otras áreas de España, y que conformaría una coalición entre dos sensibilidades tan distintas como PSE y PP. El éxito de una coalición no nacionalista podría marcar un antes y un después en la manera de hacer política en España, pero no podemos olvidar los riesgos de aislar del gobierno a un nacionalismo que ha sumado cerca de la mitad de los votos, y cuyo representante más radical sigue condicionando la realidad del País Vasco. ETA, a pesar de su hecatombe política, es un enfermo que, lejos de acariciar la muerte, tose con fuerza desde la sala de un hospital para recordar que sigue ahí. Sería un error olvidarlo.

Planteadas las variables, es papel del PSE interpretar el voto, puesto que parece claro que la pelota está en su tejado. El PSE debe preguntarse si el resultado electoral es una victoria del no nacionalismo, o si cabe otra interpretación. Arrogante me parece, no obstante, creerse legitimado para gobernar en solitario. También es tiempo de preguntas para un PNV que parece condenado a suavizar posturas. De las respuestas, deberían salir las conclusiones que determinen un gobierno que, como lamentablemente sabemos, deberá lidiar con una realidad mucho más perversa que las que vivimos en el resto de España.

febrero 19, 2009

El Curioso Caso de Benjamin Button

En una escena de El Curioso Caso de Benjamin Button, Tilda Swinton instruye a Brad Pitt acerca de cómo degustar lentamente una cucharada de caviar. Ese momento, conducido por los envejecidos veinte años de Benjamin Button, encierra la quintaesencia de una de las grandes contradicciones a las que se enfrenta el ser humano, y es la lucha entre el deseo de eternizar cada momento contra la resignación que nos provoca la efímera naturaleza de nuestra vida. Tras una brillantísima carrera que le ha encumbrado como uno de los mejores directores de la última década, David Fincher penetra en los dominios del clasicismo para narrar una historia sobre las irreparables consecuencias del paso del tiempo y enfrentarse, tal vez por vez primera, al cine emocional.

A pesar de lo que la película invite a pensar, no parece haber trascendencia en la naturaleza inversa de Benjamin Button. Su historia, contada desde el presente -hecho que constituye, tal vez, el único error de la película, y que recuerda en algunos momentos a la delirante vida de Forrest Gump, no es más que el reflejo de una persona resignada a hablar con la única voz que conoce -¿Cómo explicar, si no, la normalidad con la que vive su singular existencia?-, y condenada de por vida a una soledad predestinada. Button contará en sus memorias que creció en un geriátrico, que entendió la muerte de los suyos como algo común al día a día, que su reflejo se embelleció con el paso de los años, que dejó ser virgen siendo un anciano, que sobrevivió a una guerra, que amó con sabiduría en la adolescencia y, sobretodo, que tuvo que afrontar con resignación el precario camino de la soledad.

David Fincher centra su conocido perfeccionismo en la depuración obsesiva de todas y cada una de las escenas de la película. Bien es cierto que hay altibajos, tanto formales como de contenido, pero su firma sigue alcanzando momentos magistrales. Su gran mérito, en esta ocasión, está en haber alcanzado plasmar, con gran serenidad, la tristeza de las sonrisas que saben que todo tiene un final. La inolvidable historia de amor vivida por la bellísima Cate Blanchet y un contenido pero ejemplar Brad Pitt es el más perfecto vehículo que pudiéramos imaginar para transportar la esencia de la película. ¿Qué más da si nacemos viejos y morimos con el aspecto de un niño, si al final sólo se trata del mismo camino recorrido al revés? En el reímos y lloramos; amamos y sufrimos. En él, ante todo, vivimos.

No sé si Benjamin Button habría sido capaz de describir la vida, pero viendo su historia siempre podremos recordar que, contra la imposibilidad de perpetuarnos en el tiempo, podemos luchar convirtiendo en eternos aquellos momentos que hicieron que vivir valiera la pena. Aunque una bailarina no sea capaz de estirar su pierna como en su juventud. O aunque un niño no logre recordar que tras su joven mirada hay el desgaste de ochenta años. Ese es el gran regalo de David Fincher. Aunque todo termine con un fundido a negro y la palabra FIN.

febrero 16, 2009

Slumdog Millionaire

No cabe duda que Danny Boyle es uno de los directores más inquietos e inclasificables del panorama actual. No podríamos explicar de otro modo que obras tan dispares como Trainspotting, La Playa, 28 Días Después o la reciente Slumdog Millionaire coincidan en el mismo testamento cinematográfico. En esta ocasión, el director inglés sigue la senda de Wes Anderson en Viaje a Darjeeling, y se viste de turista para ofrecernos un pasaje por los rincones más raciales de la India. Es posible que los cantos de sirena referentes a una futura entrada de capital hindú en el corazón de Hollywood sean ciertos, y que sea recomendable reflexionar acerca del reciente acercamiento de los estudios americanos al colorista Bollywood. Si se trata de un simple tributo o del asentamiento de los pilares del cine del futuro es algo que a lo que sólo el paso del tiempo puede responder.

Slumdog Millonaire es, básicamente, el viaje de un pícaro por la India a través del tiempo. Es éste un país que, al igual que China, se ha visto envuelto en un crecimiento mucho más rápido de lo que cualquier territorio pueda asumir. Ello hace que las desigualdades y contrapuntos (expuestos de forma brillante por Boyle en los planos aéreos de Bombay) deslumbren tanto o más que la revolución geopolítica a la que se ha visto arrastrado el país del Dios Rama. De todas formas, la película de Boyle [condicionada por la cuestionable moda de estructurarse en un montaje compuesto por flashbacks] parece más vigorosa como estrecha vigilante de las andanzas de tres niños abandonados a su suerte que como ejercicio de denuncia social. Arriesgando, podríamos decir que Slumdog Millionaire es lo que su director quiso que fuera, y no es otra cosa que su particular Aladdin, una obra más cercana a Oliver Twist que a Ciudad de Dios.

Es posible que la gran carrera de Slumdog Millionaire en recientes festivales (nadie descarta que se alce con el Oscar a mejor película, desbancando a obras con mucho más potencial) mueva a más espectadores de los que una obra tan humilde como ésta parecía predestinada a concentrar. Gran parte del mérito está en la sensibilidad con la que Boyle trata al entrañable Jamal, regalándole aventura, romance y, sobretodo, un sueño tan universal como el derecho a dejar de ser pobre. Slumdog Millionaire podría ser, además, una de las abanderadas del cine transnacional que está por venir (no olvidemos que es una obra sobre la India firmada por un inglés), o tal vez el arrepentido homenaje de un corresponsal que en otros tiempos habría sido el representante de un Imperio Colonial. Son tantas las posibles lecturas, que esta crítica elegirá quedarse con lo que realmente es : un cuento para emocionarse y, sobretodo, sonreir.

febrero 11, 2009

Sonreir

Eran las 7:45 de la mañana cuando me detuve en medio de la Rambla de Catalunya, a la altura de la Calle Provença. Las calles empezaban a llenarse, invadidas por el trasiego de la gran ciudad. No sospechaba que unos segundos más tarde estaría embelesado, disfrutando de un momento de intimidad en medio de la marea humana. La magia llegó en cuanto lancé mi mirada rambla abajo, y encontré el horizonte teñido de dorado, rosado y gris oscuro, sirviendo de lienzo al amanecer. Esa habría sido la imagen más hermosa de mi rutinaria jornada de no ser por una koala.


Sí, a mí también me resulta imposible dejar de sonreir.

febrero 10, 2009

Resistencia a la Sociedad

La fotografía de mis pasos fue revelada con el mismo tono de siempre. En mí, reinaba un aire distraído, distante y etéreo, aunque también decidido. Como de costumbre, avancé a mayor velocidad que el resto hasta que, con parte del camino recorrido, observé de lejos las escaleras y me vi asaltado por el hastío de la pereza. Cansado antes de subir, sentí como mi rapidez se contenía, dando paso al rastreador que ralentiza el ritmo y se oculta para observar tras la mata. Desde mi refugio, ví a una mujer joven, de raza latina, transportando un bebé. Observé conductas, no todas disimuladas. Alguno la adelantó y miró a otro lado para subir sin preguntar. Otro cambió el rumbo, decidiendo que ayer merecía la pena andar un poco más. Ella se detuvo, miró alrededor, y supo que nadie pensaba ayudarla. Llegué a su altura y la sorprendí con una voz que ya no esperaba.

No tengo ánimo de juzgar porque me juzgaría a mí mismo. Sin saberlo, o sabiéndolo, yo también he sido el que miró hacia otra parte en alguna ocasión. Supongo que lo observado tiene más que ver con el individualismo que con la maldad. Somos la definición de resistencia a la sociedad. Es el culto al yo, pero no como exaltación de lo que somos, sino como protección ante lo desconocido. Somos el miedo a decir hola y adiós. Somos el ojo que no quiere ver porque no es nuestro asunto. Y si yo estoy en peligro, ayúdenme por favor.

Arquero Urbano.

febrero 07, 2009

Revolutionary Road

En Eyes Wide Shut, Stanley Kubrick diseccionó la siempre compleja naturaleza del matrimonio a partir del diabólico efecto provocado por los celos. Diez años más tarde, Sam Mendes coge el testigo del genial director inglés, y retrocede hasta los años cincuenta para hablarnos de Frank y April Wheeler.

Uno de los grandes desafíos a los que ha debido enfrentarse Sam Mendes es su constatada reputación como director arropado por la Academia. Si bien American Beauty sorprendió por su viperino asalto al sueño americano, la inocua corrección de Camino a la Perdición hizo que Mendes pasara a la nada desdeñable lista -encabezada por Ron Howard- de directores bajo sospecha de ser indisimuladamente academicistas. Es posible que Revolutionary Road haya estado en tela de juicio desde el primer momento por lo anteriormente comentado. En esta ocasión, el reto de Sam Mendes no era demostrar su buen hacer tras la cámara, ni su probado talento como director de actores, sino el hecho de ser capaz de dotar de alma a su película.

Antes de seguir, debo decir que desconozco cuales eran las pretensiones de Sam Mendes. No sé de lo que quería hablar, así que me conformaré con escribir de lo que creo que habla. Es tentador definir su nuevo film como una nueva fotografía del irreal sueño americano, pero la atemporalidad y universalidad de la historia de los Wheeler tiran por tierra cualquier idea al respecto. Es difícil que hombres y mujeres no se vean reflejados en los roles firmados por Leonardo di Caprio y Kate Winslet. Los protagonistas de Titanic recrean, en esta ocasión, un matrimonio formado por un niñato charlatán, idealizado por su esposa, y una mujer ahogada por la rutina y la decepción, siendo el devenir de tan hermosa y complicada pareja el epicentro absoluto de Revolutionary Road.

La idea primigenia que aborda Sam Mendes es la del miedo a vivir. Es extendida la sensación de parálisis y resistencia que nos aborda cuando queremos escapar del irremediable vacío que nos rodea. En una pareja, es habitual enfrentarse al egoismo que nos define por naturaleza, al desencanto que rodea el incumplimiento de las expectativas creadas, o a la decepción que acompaña el hecho de ver al ser amado como lo que es, y no como lo que se creía que era. La historia de dos seres tan conscientes de su fracaso como pareja como Frank y April Wheeler es tan desoladora y real que es imposible no imaginarse como parte de ella.

Gran parte del mérito de la empatía proyectada por la obra tiene mucho que ver con las magníficas interpretaciones de dos actores pura sangre como son Leonardo di Caprio y Kate Winslet. Se ha hablado tanto de ellas, que es difícil escapar a la tentación de comentarlas. Di Caprio sigue tirando de carisma y garra para sacar adelante sus cada vez más maduros trabajos. Su aspecto aniñado sigue jugándole malas pasadas ante parte de la crítica, pero usar ello como argumento me parece una soberana memez. La asombrosa Winslet, por su parte, sigue luchando con Cate Blanchet por el título de actriz del momento. Su camaleonismo le hace tan capaz de cautivar con su imperfecta sonrisa como de desgarrar la pantalla con un grito, una mirada o lo que se tercie. Verla fumando, con la mirada perdida, apoyada contra un árbol mientras decide qué hacer con su vida, es uno de esos momentos que regala el cine en los que nada excepto lo que se ve parece importar.

Revolutionary Road es, pues, una obra tan recomendable por lo que cuenta como por cómo lo cuenta. Es difícil no rendirse a sus actores, ni salir ileso de la sala tras su proyección. La gran pregunta que nos hacíamos respecto a Sam Mendes es si era capaz de dotar de alma a su película. Por lo que a mí respecta, se acabaron las dudas. Para terminar, dejaré una afirmación, que afloró dentro de mí en 1997. Leonardo di Caprio y Kate Winslet forman una de las parejas más arrebatadoras, hermosas y poderosas que jamás haya dado el cine.

enero 27, 2009

¿Y si Obama...?

Confieso haber relativizado, tanto en mis conversaciones como en mis reflexiones, la hipnótica figura política de Barack Obama. A pesar de la energía de sus discursos y el progresista contenido de los mismos, mi desconfiada mirada hacia la mentalidad anglosajona me hacía pensar que, tras el maravilloso maquillaje renovador, había un trasfondo conservador que iba a ser imposible de vencer en la puesta en práctica del ideario. ¿Era osado comparar a Obama con la izquierda progresista, o su realidad estaba más cercana a lo que aquí llamamos centroderecha? No podemos aún responder a esa pregunta, pero debo reconocer sin paliativos que los inicios de Obama están desafiando mis expectativas más optimistas.

En tan sólo unos días, su plan (como presidente, no como candidato), ha incluido un autocrítico y enérgico discurso de investidura, el anuncio del cierre irrevocable de Guantánamo, la llamada urgente a la política multilateral (sin rehuír un liderazgo que se le presupone y exige), e incluso la intención de desafiar la Crisis Económica a través de la implantación de la llamada “Economía de la Energía”. Sí, amigos. El presidente de los Estados Unidos de América maneja la transgresora idea de invertir en energías renovables, crear valor añadido para la economía a través de la protección del medio ambiente, e incluso tratar de arrastrar a China y la India a una puesta en común global de dicho sistema.

Cabe pensar que, en un contexto económico en el que incluso las más potentes industrias están siendo sacudidas por la crisis, Obama puede gozar de cierta independencia a la hora de llevar a cabo su plan de medidas. ¿O no es razonable pensar que la influencia de un mastodonte herido que necesita a su presidente es menor que la de un mastodonte altivo que no deja actuar a su presidente? Hay algo cierto, y es que, en este momento, prima la sensación que todos estamos pendientes de Obama. Si me apuráis, más que del presidente que cada uno albergue en su nación. ¿Por qué razón? Hay una obvia necesidad de esperanza pero, además, puede que Obama esté inaugurando una ideología que no existía.

Veo en el discurso del nuevo presidente madurez, sensatez, modernidad, convicción, autocrítica, progresismo y una implacable comprensión del mundo en el que vivimos. Tiempo habrá para medir a Obama, pero no veo en él el populismo exagerado de la izquierda conocida, ni el rancio gesto de la derecha neoconservadora. Obama, ante la crisis, llama a la esperanza, pero también al esfuerzo. Parece decidido a liderar un plan mundial, pero también quiere dejar claro que si queremos salir de ésta, nos toca arrimar el hombro. En el ideario de Obama, la población, además de eslabón al que proteger, es un componente innegociable a la hora de luchar.

A pesar de este esperanzador retrato de los primeros días del presidente, no quiero bajar la guardia por el momento. No obstante, me hallo sorprendido, y lo proclamo. Hoy os traslado la pregunta que me hacía esta mañana, y con ella termino. ¿Y si resulta que Obama, al final, está capacitado para reinventar el Mundo en el que vivimos?

enero 25, 2009

La Clase (Entre les Murs)

No cabe duda que uno de los mayores desafíos de gran parte de la sociedad europea -y aquí son válidos los ejemplos de Francia, España o Italia- es afrontar el reto de encajar las diferentes razas, esencias y culturas que ha incorporado el fenómeno migratorio con su férrea e inquebrantable tradición histórica. Es por ello que La Clase, de Laurent Cantet constituye, al margen de un magnífico ejercicio cinematográfico, un valioso elemento para cualquier discusión o debate que quiera hacerse acerca del impacto de la inmigración en la situación actual de muchos países.

Leyendo las notas de producción que acompañan la película, desarrollada íntegramente entre los prisioneros muros de un instituto de secundaria, observamos que el reparto de la misma está conformado íntegramente por alumnos, profesores y padres reales, que no interpretan a nadie más que a sí mismos. Éste no es sino el primer paso para la composición de un retrato realista y enérgico sobre el día a día de un aula de estudiantes tan heterogénea (franceses, marroquíes, caribeños, malíenses, chinos..) como estimulante. Dicho retrato lleva a que el guión, lejos de obedecer a unas pautas fijas, vaya construyéndose poco a poco a través de la interacción del tutor de dicha clase, François Bégaudeau, con sus alumnos y un sistema académico al que, en última instancia, debe someterse. Cantet, consciente de su responsabilidad como cronista, huye indisimuladamente de cuestiones morales, y se limita a ceder la palabra a los protagonistas, dejando al espectador una alejada butaca en la que entregarse al noble oficio de voyeaur de la realidad.

La Clase es la fotografía nada amable de una generación adolescente heterogénea, difícil, contestataria, desafiante y desorientada entre el arraigo que le ofrece su sangre y el que recibe de un país que no acaba de verle como parte de sí mismo. Además, es la constatación del cambio en el papel de un profesor que, lejos de hablar de Voltaire o Sartre, debe preocuparse más por hacer que sus alumnos hablen de sí mismos, con un estilo más cercano que disciplinario, y con la responsabilidad de contar, más que nunca, con el porvenir de unos muchachos que no lo van a tener fácil en la vida. Y no, no esperen un salvador o un profeta. El profesor también yerra y pierde los estribos, náufrago del dilema que enfrenta la autoridad y la disciplina con sus principios.

Son muchos los intentos que hacemos día a día por imaginar el presente y futuro de una sociedad multiracial, así como de examinar si las estructuras bajo las que actuamos están preparadas para un desafío tan importante. La Clase deja claro la importancia del desafío, sin hacer una lectura optimista -ni pesimista, simplemente real y madura- del mismo. Es aquí donde entra el papel del espectador. Cuando salgan del cine, deberán preguntarse qué han visto en Chérif, Wei, Arthur, Juliette, Souleymane, Khoumba o Esmeralda. Yo no ví un problema, sino una oportunidad. Ví tanta vida en ellos, que sólo cabe romperse la cabeza para que la canalicen como es debido. Y eso, como nos muestra el professeur François, es un reto para todos.

enero 19, 2009

Woody

Echo un vistazo a mi ordenador, y veo en su carcasa las ropas raída de Woody, el inolvidable juguete de Toy Story. El gris oscuro de la torre oculta la sombra de un chaleco, un sombrero y hasta una inicial pintada en la suela del zapato. Oigo el ventilador, tosiendo polvo de cinco años, desafiando los elementos para seguir funcionando, y recuerdo la voz hueca del vaquero de juguete. Me siento en la silla giratoria, toco levemente el monitor nuevo -el anterior sucumbió, fatigado de mostrarme millones de imágenes que, tristes o alegres, eran mías- y acaricio las teclas erosionadas para buscar un nuevo ordenador que comprar. Mientras me dejo tentar por los futuristas e hipnóticos diseños de Apple, Woody saca su orgullo, gruñe inquieto, llama mi atención, y me susurra que Buzz Lightyear y sus vuelos hasta el infinito pueden esperar unos meses más. Le miro, como el niño que resiste a tirar su viejo peluche, mientras imagino como quedará el nuevo juguete en su puesto. Me pregunto si podrían convivir, como Woody y Buzz.

Había descuidado la disquetera, una de las últimas de su especie, o la alfombrilla del ratón, que lleva casi cinco años sosteniendo mi muñeca mientras muevo el ratón por la pantalla. Tal vez sea ese el problema. Han vivido conmigo lo que son cinco años. Me han visto acertar y equivocarme. Creo que Woody me conoce ya demasiado. En todo caso, debería saber que nunca olvido a los buenos amigos. Que aunque pase el tiempo, y llegue Buzz Lightyear, para mí siempre será Woody. Y como es Woody el que me sirve para escribir, tal vez sean estas sus palabras. ¡Saluda, Woody!

enero 15, 2009

Mi Nombre es Harvey Milk

En Mi Nombre es Harvey Milk confluyen, de manera aparentemente contrapuesta, la estructura casi perfecta de una película oscarizable (estructura de biopic, fecha de estreno cercana a la gala, Sean Penn ejerciendo brillantemente un rol principal, América como telón..) con la inquieta mente de un director tan interesante e inquieto como Gus Van Sant. Afortunadamente, el choque de dos esencias tan dispares deriva en uno de los más interesantes y conmovedores retratos que nos ha mostrado el cine últimamente.

Tal vez sea la fuerza del personaje, o el contraste que puede resultar entre la contagiosa energía de la película y la mediocridad impasible de nuestros tiempos, pero el caso es que la intensidad que emana la obra tapa cualquier atisbo de trivialidad que podamos observar en ella. Es posible que lo más desolador del film de Van Sant no sea hacer un viaje a una América donde el movimiento gay comenzaba una difícil lucha política que hoy continúa, sino meditar sobre la escasa esperanza que mueve hoy un mundo con posibilidades de luchar, y compararla con la fé con la que Milk y los suyos lucharon contra todo el que se les pusiera delante. Si algo cabe reconocerle a Van Sant es su innegable éxito al capturar la esencia e intensidad de los matices de los 70, y lograr que la película emane, desde la austeridad, el arrollador aroma de la revolución. Partiendo de un austero y certero ejercicio estético, Van Sant usa como arma principal el talento de un inspirado Sean Penn, pero lo acompaña con su habitual fuerza escénica (el asesinato de Milk podría formar parte de los secos y fríos crímenes de Elephant) y un guión tan ágil como preciso.

En conclusión, podemos afirmar que, tras su paso por un cine más alternativo que ha dejado obras tan importantes como Elephant o Last Days, el regreso de Gus Van Sant a los terrenos más populares y efectistas de Hollywood se salda con una magnífica reflexión sobre la importancia de la esperanza en los tiempos difíciles. Es posible que, con lo que se avecina, sea imprescindible recordar lo que significa luchar por algo hasta las últimas consecuencias. Es posible que el Mundo necesite a muchos Harvey Milk.

(*) La penúltima obra de Van Sant, Paranoid Park, sigue olvidada en algún cajón, esperando el rescate de alguna filmoteca que se digne a proyectarla en España.

enero 09, 2009

Frío

Al pisar la oscura calle, el frío tomó forma de daga, y pasó su filo por mi rostro. Fue entonces cuando cometí el error, refugiándome bajo mi bufanda. Tras tantos años sin invierno, había olvidado que el frío es conquistador, se mete bajo la piel, te estremece y se niega a salir.

El frío, en mi pensamiento, fue el estallido de mil cristales, un soplido blanco que llenó mis manos de heridas, y sonó en mi oído como la nota más aguda del piano. Ya de vuelta a la ciudad, observé a la gente, y no ví sus caras. Ví pashminas, bufandas, gorros y abrigos abotonados hasta el infinito. Vi manos escondidas en los bolsillos, buscando calor. Vi personas sentadas, aturdidas, con la nariz enrojecida y la mirada acuosa y magullada. Vi el presente, con calles que se hacían largas a cada paso que daba, albergando abrazos desafiantes y refugios deshabitados. En aquel momento, cerré los ojos, y ví el pasado, con mi madre portando el mismo abrigo verde cada año, zurciéndolo para que el dinero no se perdiera, y la ropa nueva fuera para mí. Al final, esperaba el regreso a casa, la ducha caliente, los calcetines gruesos, y el arropo de una manta bajo la que abandonarse. Fue aquel momento breve, casi minúsculo, en el que un tazón de caldo esperaba en la mesa, para ser acariciado por mis pequeñas manos. Entonces, como por arte de magia, el frío desapareció.

Arquero Urbano.

enero 06, 2009

Mensaje a Israel

Ante la anodina e inútil diplomacia que se ejerce desde Occidente y la Arabia más rica e inmoral, ante la cobardía y cómplice pasividad de la ONU, ante la lánguida petición de Alto al Fuego por parte de muchos dirigentes, ante la agotadora obsesión de Nicolas Sarkozy por salir en la foto, ante la utópica esperanza de que Hamas recapacite y deje de vender mezquinamente la vida de los suyos, ante las dudas de un Barack Obama que se arriesga a decepcionar desde el primer día a quienes le han votado, ante la alarmante falta de conciencia general, y ante la nula respuesta que está dando el Mundo a lo que pasa en la franja de Gaza, quiero utilizar este espacio en nombre de los inocentes que están perdiendo allí sus vidas para mandar un rotundo y breve mensaje al Estado de Israel, puesto que es el único actor que puede detener esta locura.

BASTA YA.

No puede exigirse seguridad y libertad desde el disparo ciego, el castigo atroz y la muerte. No se puede condenar a un millón y medio de personas a ser enjauladas en una trampa sin darles la oportunidad de salir de ella y vivir. ¿Qué autoridad moral le queda a Israel para maldecir el integrismo islámico tras lo acaecido en Gaza? ¿Cuándo va a ser redefinido el terrorismo para que podamos incluir a muchos Estados en su envenenada concepción? Si la manera de luchar contra el terrorismo es responder a la piedra con devastación, es el momento de hacerse preguntas sobre el terrorífico absolutismo de Estados como Israel. Juro por lo más sagrado que le temo más que al terrorismo reconocido por las leyes.