abril 20, 2009

Déjame Entrar

Si en el museo del Séptimo Arte hubiera una sala reservada a los amores imposibles, Déjame Entrar merecería formar parte de ella con el mayor de los honores. La fábula escandinava del desconocido Tomas Alfredson pone sus pies en la rama donde obras como Eduardo Manostijeras, Drácula o la reciente Wall-e intentaron explicar la irracional y extraña naturaleza de las pasiones más desconcertantes. El resultado es una obra mayúscula, heredera a partes iguales de la gélida mirada de los autores escandinavos, y del delicado estilo con el que los más aventajados alumnos de Tim Burton presentan respeto a los seres más extraños y marginados.

Uno de los mayores logros de Déjame Entrar es su capacidad para producir sensaciones y saltar entre ellas sin caer herida. Tan capaz de inspirar el frío escalofrío del terror más seco, como de robarnos el corazón a través de la tierna y romántica historia de amor de Eli y Oskar, la obra sueca constituye un ejemplo de como la valentía de un autor decidido es el recurso más poderoso para robar el aliento a una sala de cine. Déjame Entrar está trabajada plano a plano, usando el encuadre, la originalidad y los recursos dramáticos con tal precisión que logra poner a nuestro alcance algunas de las escenas más brillantes que ha dado el cine de terror (permítanme ponerle una etiqueta tan recurrente como injusta) en los últimos tiempos.

Déjame Entrar alberga muchas capas, aunque uno sale del cine con la sensación que muchas otras subyacen escondidas. Más allá del cuento de terror, la historia de amor, o la mirada sobre el acoso escolar, resulta inevitable sentir el desasosegante frío que recorre la mayoría de escenas. Si bien es tentador atribuir esta sensación a los parajes helados de Estocolmo, sólo es necesario mirar un poco más allá para comprobar que el frío proviene de la indiferencia y la ausencia de sentimientos que emiten muchos de los personajes que aparecen ante nuestros ojos. Hay tan poco calor en los padres de Oskar, en sus compañeros de clase, en sus profesores, que Eli, con su insobornable temperamento, constituye la única fuente de ¿vida? a la que agarrarse en un invierno que parece condenado a la eternidad.

Déjame Entrar es, antetodo, el maravilloso viaje hacia la luz de dos seres tan extraños como mágicos. Un viaje que comienza con la llegada, de noche, de un coche en el que viaja una niña con un hombre taciturno y misterioso; y que termina, a plena luz del día, con la partida de un tren que parece avanzar hacia la esperanza. Uno se pregunta si lo que mueve a Oskar a besar los sangrientos labios de un vampiro recién saciado es el mismo sentimiento que en otro momento de su vida le haría derramar ácido en su cara para proteger a su amada. Tal vez sea por eso que las mejores historias de amor son contadas con la nerviosa escritura de los corazones atormentados.

abril 13, 2009

Un Cuento de Navidad

Si asistiéramos a una exposición de Fernando Botero, nuestra mente podría verse tentada a normalizar el grueso aspecto de los protagonistas de su obra. El arte suele someternos a estas pruebas. Inicialmente, uno percibe el mensaje como algo extraño, abstracto y sin demasiada cohesión con el alimento que solemos dar a nuestros ojos. Al cabo de un rato, no obstante, nuestros sentidos se adaptan, llegando a la aceptación y el regocijo ante el extraño simbolismo.

El visionado de Un Cuento de Navidad encierra lo que podríamos considerar una inteligente normalización de lo delirante. He comenzado esta crítica remitiendo a Botero porque las sensaciones que acompañan el metraje de la película de Arnaud Desplechin son, a pesar de la sencillez de su planteamiento, muy similares a las comentadas anteriormente. El mérito en este caso es doble, porque la película arranca desde un cúmulo de ideas tan comunes como peligrosas para un autor, y que van desde una reunión familiar en la que los cuchillos siempre están preparados, hasta el tratamiento de una enfermedad como la leucemia. Lo que en otras manos se convertiría en un bombón para el melodrama más estridente es, en la obra de Desplechin, la excusa perfecta para recorrer un museo de ovejas negras, almas incomprendidas, y encuentros que navegan a medio camino entre el surrealismo (para el recuerdo la imagen de los dos niños sirviendo té a su madre, tras consumar ésta un adulterio) y una ternura tan irreverente como arrebatadora.

Un Cuento de Navidad
es una obra que, en su particular huída del dramatismo, lucha a brazo partido por normalizar cualquier pelea, discusión, atisbo de odio y, si me apuran, pecado capital. El momento en que el rechazo se convierte en sonrisa deviene el instante en que el espectador acepta las formas hinchadas de Botero, se abraza al discurso de Desplechin y acaba comprendiendo que, ante todo, lo que parecen bocados de surrealismo no son más que pedazos de un realismo incontenible para nuestros tenaces códigos sociales. Es por ello que hemos hablado en esta crítica de normalización de lo delirante. Tras ese extraño cuento navideño, recorrido por fantasmas del pasado, cartas sin abrir y heridas abiertas, está la vida misma o, permítanme, el único paradero posible donde el inaguantable carácter de Henri (Mathieu Almalric), la penitente elegancia de Junon (Catherine Deneuve) y la inquietante mirada de Paul (Emile Berling) pueden compartir una hora en misa como si nada extraño pasara fuera de la iglesia.

Dicen que Billy Wilder imaginó El Apartamento alejándose de lo fácil. Donde otros encontraban grandilocuentes historias en las que las parejas se amaban en domicilios prestados, Wilder quiso preguntarse quién era el tipo que cedía su apartamento para tal fin. Algo similar ocurre aquí con un Arnaud Desplechin que encuentra pasajes de pura vida donde otros habrían naufragado entre lágrimas o enredos sin fin.