noviembre 24, 2013

Blue Jasmine - Crítica

Aquellos que escriben un diario con estricta disciplina, tienen la oportunidad de echar la vista atrás, y repasar su visión de la vida ante cada etapa vivida. Woody Allen lleva tiempo escribiendo un enorme diario, en el que cada película constituye una página, y en el que la responsabilidad le lleva a no fallar un sólo año. Sus ingeniosas historias siempre escondieron una compleja visión del ser humano, a medio camino entre la crítica, el desencanto, la comprensión y una cierta condescendencia. Como dice Eddie (Max Casella) en la película que nos ocupa, "soy lo mejor que mi amigo ha podido encontrar". Y en cierto modo, parece que sea eso lo que Woody Allen nos transmite constantemente: Somos poca cosa; imperfectos y mediocres, pero esto es lo que hay.

Blue Jasmine, en su esencia de tragedia, está más cerca de Match Point que del desigual tríptico que ha dedicado a Europa en su jubilación. Hablando de Europa, si hay algo que Allen ha dejado clara en la vejez es que la adora. A través de Cate Blanchet, evoca la nostalgia de todo americano que nos ha visitado (navegar por el Mediterráneo, de Cannes a Saint Tropez; o degustar una deliciosa Sacher en Viena), y parece dejar para su América natal el papel de máquina destructora de sueños. Tampoco falta en Blue Jasmine la inapelable crítica a las élites, a las que acusa sin miramientos de la crisis actual, y a las que-a través del personaje de Jasmine- vuelve a destrozar sin compasión.

Los mejores actores siempre quisieron ponerse a las órdenes de Woody Allen. Basta ver la exhibición de Cate Blanchet en esta película para entenderlo. Cuando se unen el descomunal talento de una actriz en estado de gracia, con la magistral mano del director neoyorquino en la dirección de actores, ocurren cosas como Blue Jasmine. El film constituye, ante todo, un retrato. El de una clase social que, desde su elitista burbuja, es incapaz de reconocer su incapacidad para convivir y sobrevivir en este Mundo sin su artificiosa y pomposa armadura. Es el gran pecado del malcriado que pone en manos de un tercero su esperanza, su destino, su propia vida. Allen, más afilado que otras ocasiones, rehuye la compasión, y deja a la estúpida, enfermiza pero deslumbrante Jasmine a merced de un destino que, tras darle lo que ella consideraba como todo, se lo arrebata, desnudándola ante su propia mediocridad.

Woody Allen nos visita cada año, dejando en nuestra sala de cine el siguiente ejemplar de su imprescindible tratado sobre el ser humano. Un ser al que conoce como pocos, y al que trata con una justicia inapelable. Blue Jasmine es su enésima mirada. La de un neoyorquino de 78 años. Una película que puede ser leída como una crítica atroz al poder económico y las despreciables piezas que lo mueven; en contraste con un homenaje a las ruidosas pero entrañables clases trabajadoras -la hermana que, tras soportar mil humillaciones, no duda en acoger a Jasmine-. De todos modos, puede que todo sea más simple, y sólo se trate del personal retrato de una mujer llamada Jasmine. Una mujer que, tras derrumbarse su micromundo, sólo es capaz de hablar de sí misma. Que habla sola. Como tantos seres desorientados en estos tiempos.

noviembre 02, 2013

La Vida de Adèle - Crítica

En la escena más importante de La Vida de Adèle, todas y cada una de las dimensiones del Universo se detienen cuando Adèle, una angelical adolescente, y Emma, una estudiante de bellas artes, cruzan sus miradas por primera vez en medio de la calle. Automáticamente, el espectador viaja al inicio de la película, cuando Adèle y sus compañeros de clase leen "La Vida de Mariana", de Miravaux, y se preguntan si, tras un encuentro como el antes descrito, el corazón pesa más o menos.

Publicaba el crítico Sergi Sánchez, tras ver la película en Cannes, que La Vida de Adèle "pone la vida a nuestros pies". Y qué difícil, amigos, es poner algo tan complejo como la vida a los pies de nadie. Para lograrlo -porque puedo jurar que lo logra-, el director, Abdellatif Kechiche, elige un trazo agresivo, físico y carnal. Ubica la cámara -nuestros ojos- a escasos centímetros de cuerpo y alma de una actriz extraordinaria llamada Adèle Exarchopoulos. Y da igual si la vemos subiéndose un pantalón que se le cae, mientras aprieta el paso para no perder el autobús; o comiendo pasta con la comisura del labio llena de tomate mientras contiene un eructo; o durmiendo, con la boca entreabierta, mientras sentimos la calidez de su aliento. Al final, se trata de rodar ese milagro llamado vida. La cara desaliñada, el miedo, la postura fetal al dormir, el rostro como transmisor del alma, la desnudez perfecta e imperfecta, la masturbación en plena noche, y hasta los mocos -con perdón- que aparecen en el llanto más amargo. ¿Naturalismo? Tal vez. 

L'Amour. Francia siempre tuvo una relación especial con tan complejo sentimiento. Tal vez sea la obsesión por dibujarlo, por pronunciarlo, por retratarlo ante una Torre Eiffel engalanada. Kechiche, francés de nacimiento, podría ser uno más, en la interminable lista de artistas que intentó describirlo, y que, ¡milagro! lo acabó logrando. Y aquí no hay Torre Eiffel que valga, ni sutilezas. Aquí hay deseo, pasión, carnalidad, amargura y dolor. Hay un elemento físico -y químico- que todo lo destruye ante nuestros ojos. Es el principio y el fin. El deseo ante lo anhelado. El eterno cosquilleo. La erupción que sacude estómago, alma y corazón. El llanto provocado por la impotencia ante el fin. Amor es ver a Adèle aturdida en plena calle, como si una bomba hubiera explotado a centímetros suyos, tras haberse encontrado con un extraño y magnético ser -Lea Seydoux- al que dibujaron pelo y ojos azules. Adèle y Emma viven un amor nacido en la pasión y el deseo, cuya muerte se produce en el inmenso oceano donde mueren todos los amores. Aquel donde, simplemente, aquello que lo produjo se perdió. Y aquí, la gran pregunta. Absurda, sí. ¿Merecía la pena mostrar una escena de sexo explícito de casi 10 minutos? ¿Era necesario mostrar como Adèle y Emma se devoran -literalmente- ante nuestros ojos? Pregunténse si esto no forma parte de la vida, y tendrán su respuesta.

¿Obra maestra del naturalismo? Tal vez lo sea, pero huiré de etiquetas. Sería demasiado injusto para una obra incontenible que, en muchos momentos, adquiere tintes de milagro. La Vida de Adele es un acontecimiento sagrado, un homenaje místico y pasional al más poderoso entre todos los sentimientos. Un canto al despertar, a la vida como escenario en el que -ante todo- pasan cosas incontrolables. En el que se es fuerte y débil. En el que se ama y se sufre. En el que se duda de todo. En el que un día nos humillamos ante quien amamos. En el que lloramos. En el que reímos. En el que nos entregamos. En el que los sentimientos se abren camino. En el que las etiquetas -ni heterosexual ni homosexual, simplemente persona- se diluyen. En el que se vive. Y vivir es esto. C'est tout.

octubre 28, 2013

#TrendingTopic

Si le hubiera dicho que las paredes eran blancas, la hubiera creído. Igual que si hubiera comentado que eran grises, amarillas o moteadas. Incluso que no había paredes. Él estaba absorto, ausente, explorando los digitales recovecos de la pantalla táctil de su smartphone. Tras varios minutos removiendo la cuchara en una taza vacía, ella le habló, reclamando su atención. Ya estaba cansada de mirar con envidia al resto de mesas. No a las ocupadas, sino a las que deberían llenarse de gente ávida de conversación. Él contestó vagamente, sin levantar la cabeza. ¿Qué diablos ocurría? ¿Ya no había nada?

Finalmente, ella decidió arriesgar, cogió su teléfono y abrió aquel horror contemporáneo llamado whatsapp. Escribió rápido, llevada por una extraña inspiración, y pulsó el botón de enviar.

- ¿No lo entiendes? Yo tan sólo sueño con ser tu Trending Topic...

- Él levantó la cabeza. Y muchos habrían jurado que sonreía.

octubre 26, 2013

La Noche de los Girasoles - Crítica

La primera escena de La Noche de los Girasoles dibuja, desde la lejanía, la primera huida de la película. De manera frugal, la cámara muestra a un hombre escapando de un campo de girasoles, poniéndose los pantalones de manera precipitada y subiendo a un coche. Pronto deducimos que algo horrible acaba de pasar. Algo que, por muy cruel que sea, acabará tapado por la tradición de un país en el que nunca pasa nada.

Sin saber muy bien por qué, siempre he pensado que España se ha hecho a sí misma en base a la mentira. Tal vez sea por su propia composición, llena de micromundos rurales, en los que un ínfimo grupo de personas decide qué es verdad y qué es mentira. Qué merece la pena gritar, y qué silenciar para siempre. El que haya visitado esos lugares sabrá de lo que hablo. Esas miradas perdidas, asustadizas y desconfiadas que se te clavan para siempre. Ese eterno castigo que representa la imposibilidad de huir de tu propia vida. Esas habitaciones sin visitar. Esas casas sombrías, llenas de secretos y gritos apagados. Esos bares sin voces. Esos discos sin música. Esas fotos sin alma. Tal vez sea por ello que pasado, presente y futuro están constantemente en duda. Por lo que pisamos por lugares en los que murió gente de la que nadie se acuerda. No sé si es ese el motivo, pero Jorge Sánchez-Cabezudo construye, en la película que nos ocupa, una historia que necesita hasta cinco puntos de vista diferentes para ser contada sin perder ningún matiz. Una historia en la que la que la desgracia une el destino de varios seres durante una fatídica jornada de verano. En un lugar donde nunca pasa nada.

La Noche de los Girasoles es un relato que, desde la humildad, podría conectar sus propios ecos con el cine de los hermanos Coen. Si éstos son frecuentes exorcistas de la América profunda (Fargo, No es País para Viejos), y logran destilar en fotogramas la esencia de la novela de todo un Cormac McCarthy, Sánchez-Cabezudo se adentra en la no menos profunda España para construir un relato árido, doloroso, extraño y, ojo, profundamente humano (si entendemos por humana la capacidad de equivocarse, pecar, poner la vida en manos de una decisión, y hasta de hacer algo absolutamente imperdonable). Igual que en el cine de los Coen, (I)- hallamos una figura -la de un veterano cabo de la guardia civil- que actúa como catalizador de nuestra conciencia; como puro reflejo del desconcierto que produce aquello que, por mucho que queramos, no estamos dispuestos a asumir; (II)- el escenario es vacío, terroso e insoportablemente aséptico, casi tanto como la forma de rodar la crueldad de unos actos cuya naturaleza no permite ninguna concesión estética. Todo ello, también como en las obras de los Coen, en escondidos parajes donde nunca pasa nada.

Hay una carencia -grave en alguna escena- que lastra la implacable solidez de La Noche de los Girasoles. Se trata de la gélida interpretación de los diálogos. Tal vez sea forzado, o simplemente un problema de doblaje; incluso de dirección de actores, pero aún es imposible que una dicción de lo más correcta pueda superar la espontaneidad, y más si la historia se desarrolla en un entorno tan arisco y profundo como el de esta película. Un defecto que resta algo de brillantez, pero no puede tapar la calidad de una obra caleidoscópica, llena de matices, riquísima en su estructura narrativa, y excelsa en su implacable retrato de un país en el que cada metro cuadrado proyecta sensaciones distintas. Un país donde los secretos firman con sangre cada página de su asfixiante y bipolar historia. Un país en el que nunca pasa nada.

A Fuego Lento

Estoy sentado en un restaurante, esperando a ser servido. Veo que todos tienen su vida sobre la mesa. Pregunto por la mía. Se está haciendo a fuego lento. Muy lento. Pasa el tiempo, y noto que pierdo el apetito. Miro alrededor. Un plato elaborado. Una degustación. Una cata de vino. Un hueco vacío. Sólo el blanco del mantel. Tal vez no sea mi restaurante. Me levanto de mi mesa. Pago la cuenta. Me voy.

 Arquero Urbano, 12 de mayo de 2008.

octubre 20, 2013

Diario

La vida me ha llevado a escribir un diario con tinta invisible.

octubre 18, 2013

Vértigo

Llevaba mucho tiempo caminando por un desierto. Tal vez años. No lo supe hasta que mis pies comenzaron a arder de dolor. Hasta que la aparición de un precipicio hizo que me detuviera. Varios meses han pasado ya desde el primer día en que lo sentí. Mi interior se convirtió en arena pulverizada antes de una tormenta. Apareció el calor, la rigidez, la contención del aliento y las palabras. Era vértigo. 

Desde aquel día, apenas he movido un paso. Rehuyo la seguridad de un camino que ya conozco, y acabo volviendo al precipicio. Son muchas ya las veces en que he asomado mi cabeza. Siempre seguro de tener próximo un regreso. Siempre acallando un tormento imposible de silenciar. Hoy escribo desde cerca. Muy cerca. Demasiado, tal vez. Y lo he vuelto a sentir. Tras escuchar sólo dos palabras. Y sí, era vértigo.

octubre 13, 2013

Gravity - Crítica

En 1895, Auguste y Louis Lumière colocaron una cámara a la salida de una fábrica en París. Durante menos de un minuto, en una secuencia básica, imperfecta y, por supuesto, en blanco y negro, unos obreros desfilaban tras completar su jornada de trabajo, sin saber, seguramente, que estaban formando parte de un milagro. Esa escena constituía el nacimiento del cine o, lo que es lo mismo, la forja de un arte destinado a recrear, y no dibujar ni escribir, lo que vagamente se conoce como realidad. 118 años después, Alfonso Cuarón coge la cámara de los Lumière, y se la lleva -nos lleva- literalmente de paseo por el espacio.

La falta de paciencia quiso enterrar el 3D antes de conocer sus infinitas posibilidades. Tras el ya lejano estreno de aquel prodigio visual llamado Avatar, Hollywood se volvió loco, fue víctima de prisas y especulaciones, y convirtió la técnica tridimensional en un lamentable lavado de cara de sus películas más efectistas. Un proceso que ha aburrido al público hasta el punto de preguntarse si toda esta amalgama de artificios sirve para algo. Poco a poco, y hasta llegar a las inenarrables sensaciones que proyecta Gravity, cineastas como Martin Scorsese (La Invención de Hugo), Werner Herzog (La Cueva de los Sueños Olvidados), o Ang Lee (La Vida de Pi), han ido descubriendo que el 3D, como concepto, abre puertas jamás imaginadas para el séptimo arte. ¿Podemos hablar ya de un cine sensorial? ¿Está el propio cine adentrándose en un sendero que nos puede llevar a sentir físicamente (ya no ver o escuchar) la interminable historia que lleva más de un siglo susurrándonos al oído?

Gravity empezó a deslumbrar antes de nacer. Tal vez sea por poner a nuestro alcance uno de los más soñados desafíos del ser humano: ver el planeta desde fuera, flotar, ser libre hasta un punto inalcanzable en la Tierra. Todos hemos imaginado alguna vez cómo sería quedarnos desamparados, levitando en la ingravidez, en medio de una desasosegante oscuridad en la que nadie nos podría escuchar. La obra de Cuarón nos permite acercarnos a esa sensación de un modo casi milagroso. Hasta ahora, el cine se había conformado con recrearla. Desde el vals de 2001, Una Odisea en el Espacio hasta la hermosa escena en la que Wall-e persigue a Eva por el espacio a golpe de ráfaga de un humilde extintor -secuencia que, por cierto, Cuarón homenajea sin pudor alguno-, el cine nos había mostrado un cada vez más perfecto retrato de esa sensación tan mística e inalcanzable. Gravity da un paso adelante, y nos lleva a un estado de hipnosis. A sentirla en nuestra propia piel.

Si Gravity es una historia pura y dura de supervivencia, podríamos construir una analogía y analizar la propia supervivencia de la película ante sus limitaciones. Gravity constituye, ya lo hemos dicho, un milagro técnico, visual y sensorial. Y lo hace a pesar de un discreto guión -que, por suerte, pasa casi sin ser visto-, basado en la reiterativa manía de construir un pasado a la medida de toda acción heroica e imposible. Y también a pesar de descansar sobre los hombros de una actriz tan discutible como Sandra Bullock. Quizás sea uno de esos casos en los que nos preguntamos hasta qué punto el futuro del cine está ligado a lo ya conocido. Tal vez sea por ello que Gravity evoque el nacimiento -los infinitos cables como metáfora del cordón umbilical; la posición fetal de la astronauta desamparada- con tanta pasión ¿Puede una película alcanzar tantas cotas a pesar de? ¿Puede haber poesía sin verso? ¿Estamos asistiendo a la confirmación del nacimiento de un nuevo cine?

Volvemos al inicio de esta crítica. 1895. 118 años. La temprana edad de un arte aún en la pubertad. Un milagro que comienza a derribar puertas, a abrirse camino, a prescindir de la narración y recuperar el sueño de los hermanos Lumière: Hablar a través de las imágenes; activar un mecanismo sensorial que nos libere de los códigos establecidos y nos acompañe a través de un nuevo lenguaje destinado a conquistar cimas imposibles para otras expresiones artísticas. Lo sabían Kubrick o Antonioni. Lo saben Lynch o Malick. Y el 3D no es más que un paso adelante, un nuevo idioma que no debería cambiar el cine, pero sí convivir con él, al menos para impedir una renuncia que los que amamos este arte, y su incesante crecimiento como tal, no queremos aceptar.

junio 23, 2013

El Hombre de Acero - Crítica

A diferencia de otros superhéroes, Superman no necesita presentación alguna. Tal vez sea por ello que El Hombre de Acero comience su metraje con un ataque en tromba, épico y celestial. Zack Snyder prescinde de la lógica narrativa que envuelve las últimas entregas de Spiderman o Batman -el nacimiento del héroe, el lento descubrimiento del poder- y no tarda en mostrar a Superman dando rienda suelta a sus poderes. A Kal-E/Clark Kent no le hace falta recibir la picadura de una araña, ni ser entrenado por un maestro de artes marciales. Superman nació poderoso, hermoso y mesiánico. Y no se convirtió en, sino que, muy a su pesar, lo fue. A Snyder le basta un salto bíblico -del nacimiento del mito a rescatarlo directamente a los 33 años-, para mostrar a Superman haciendo milagros, o volando alrededor de la Tierra como un avión supersónico. Es tal la exhibición de poderío, que al espectador sólo le queda claudicar o morir.

Snyder, como ya hiciera con Watchmen, trata el material de la DC con la tensión de un artificiero, rindiendo al mito una pleitesía de tal dimensión que muchos recordarán la regia gravedad del Christopher Nolan -que firma aquí como co-guionista- de El Caballero Oscuro. En El Hombre de Acero, todo es trascendente, comenzando por un mensaje que acentúa las dudas del héroe salvador de una generación vacía de referentes -y quién sabe si inmerecedora de tal regalo-. Tras una fotografía fría y metalizada, marco perfecto para el solemne ejercicio de Snyder, la película transcurre -durante dos horas y media- en medio de la hipnosis, sin agotamiento aparente, saliendo airosa del permanente uso del flashback, y siendo reforzada dramáticamente por las apariciones de Michael Shannon -cuya composición del General Zod contrarresta la incorruptible y angelical presencia de Henry Cavill (Clark Kent) y Amy Adams (Lois Lane).

No todo es impoluto. Si algo se le puede achacar a El Hombre de Acero es la tendencia a la hipertrofia visual que muestra en su tramo final, un clímax de una contundencia casi dolorosa, en el que el apabullante uso de los efectos visuales y la oda a la destrucción total lleva a olvidar, casi por completo, la existencia del personaje. Ello se reafirma en el duelo final entre Kent y Zod, que habría firmado el Akira Toriyama de Dragonball. Es tal el vigor del enfrentamiento, que la ciudad, el planeta y casi el universo parecen quedarse pequeños como campo de batalla, constituyendo un broche -que no final- perfecto para el religioso y grave homenaje de Zack Snyder a Supermán.

Para terminar, una reflexión. Es posible que algunos hubieran preferido más matices, una pequeña tregua en el tono, o algo más de cómic de viñeta. Es razonable. No obstante, empieza a ser tal la unanimidad en el enfoque dado por el Hollywood contemporáneo a los superhéroes, que debemos empezar a preguntarnos si no es la única forma que estos tiempos tan extraños nos permiten mirar hacia ellos. A la esperanza, al fin y al cabo. Piénsenlo.

junio 21, 2013

Hormigueo

Un accidente marcó su jornada. Nada excesivo, rodeado de sangre o alaridos. Fue sólo un breve imprevisto, en forma de hormigueo, más culpable que ilusionante; uno que, en una escala de hormigueos, aparecería en negro teñido de escarlata. Vestido de la sensación que acompaña a la rabia con uno mismo, partió hacia ninguna parte. A molestarse por aquello a lo que no se tiene derecho. A convertir un matiz en terrible desprecio. A responder "tu", sin palabras. A escribir lo que ocultan las tinieblas del alma. A... Silencio.

junio 20, 2013

Destello

A pesar del murmullo ensordecedor, hubo un minúsculo espacio para la pausa. Fue un momento breve, capturado al vuelo, casi invisible. Una mirada que, por milésimas de segundo, compitió con la eternidad de lo imborrable. Lo extraño en él fue que, pese a saber que cualquier paso más era imposible, se vio aceptando humildemente todo aquello a lo que podía aspirar, y acabó celebrando en silencio intuir un destello en aquellos ojos; un brillo imperceptible para cualquiera, pero hipnótico, mágico y desolador para él.

junio 08, 2013

Muse - Barcelona, 07/06/2013

Muse no concibe la música como arte, sino como un medio de defensa y destrucción. La banda británica, que pulverizó ayer a voz, guitarra y batería lo poco que queda del Lluis Companys, ha convertido sus conciertos en un atronador alegato contra la extinción del rock de estadios. Bastaron unos acordes de la alienígena Supremacy para presentar su apabullante estilo ante Barcelona. 40.000 testigos, nada menos. Unos hablarán de épica desbordante; otros, de exagerada megalomanía. Es evidente que Muse no nació para los fans del minimalismo. Sus conciertos van de la mano de pantallas gigantescas, psicodélicos ejercicios de luz, geisers emitiendo bocanadas de fuego, y un mastodóntico delirio en el que la música se alterna con lo más parecido al apocalipsis que uno pueda imaginar.

La propuesta fue descomunal, pero no así el resultado. En el debe está lo que observamos en sus últimos discos: una trayectora a la baja esperando una reacción urgente por parte de la banda. Ello provocó que el show se llenara de constantes altibajos -fue dantesco ver como el público aprovechaba Animals para derribar a patadas las puertas de los aseos-, en los que lo peor llegó de sus últimos trabajos. Casi nada que destacar de su nuevo disco, The 2nd Law; muy poco del anterior, The Resistance. Ante ello, Muse fue rescatada una y mil veces por sus temas más sagrados. ¡Pero qué temas, madre de Dios! Como agua de mayo aparecieron Bliss, Time is Running Out, Stockholm Syndrome o Hysteria. Por no mencionar Knights of Cydonia, canción con la que a uno le dan ganas de ponerse tras la prodigiosa voz de Matt Bellamy, gritar "¡Gloria o Muerte!", e invadir algo, ya sea Marte, Troya, Polonia o el piso del vecino.

Para el anecdotario chismoso quedará un momento tan breve como extravagante, en el que Bellamy bajó a cantar Undisclosed Desires con el público. Mientras los fans tiraban de él como si no hubiera un mañana, a alguien se le ocurrió enfundarle una bandera española. Imagínenselo, con la que está cayendo por aquí. La estampa, que se convirtió en paródica cuando el bueno de Matt añadió una camiseta del Barça a su indumentaria, dio para todo: algún ceño fruncido -esa fan que se cruzó de brazos una canción entera, asimilando lo que acababa de ver, y que acabó volviendo a la vida mecida por los acordes de sus ídolos-, algún silbido, algún aplauso y bastantes carcajadas -muchos lo dudan, pero aún queda sentido del humor por estas tierras-. Igual Muse se animan, ponen a bailar a Mas y Rajoy, y convierten la circunstancia catalana en un nuevo motivo para destruir el Mundo. ¡Ojalá!

Ni lo duden. Hubo final feliz, iluminado por una bombilla gigante a la que le dio por flotar sobre el estadio. La atronadora Plug in Baby; la entrañable Starlight y la reivindicativa Uprising sacudieron Barcelona por última vez, pusieron el recinto patas arriba, y la masa entregó su alma a los Muse para siempre. Uno no vivió la era dorada del rock de estadios, pero siempre agradece los esfuerzos de esta banda por tratar de revivirla. Y si es a base de simular el apocalipsis que necesita esta era, mucho mejor.

P.D. Recuerdo que hace 13 años cayó en mis manos un disco llamado Showbiz -gracias, Brett, estés donde estés-. Lo firmaba una banda llamada Muse. Nadie les conocía entonces. Hoy, llenan estadios. Y nos dejan asistir al fin del Mundo. Sólo por ello merecerá la pena volver.

mayo 25, 2013

El Gran Gatsby - Crítica

Si alguien quisiera dibujar una constelación para hablar de la historia reciente de Estados Unidos, una de las estrellas más brillantes debería llevar el nombre de Jay Gatsby. Paradigma absoluto del sueño americano, el personaje de Fitzgerald encarna en sí mismo, junto a su entorno, la grandeza y miseria de la América de los años 20: una apuesta inconsciente por la megalomanía, y la construcción de una burbuja a gran escala (económica, social, moral) que acabó topando de bruces con la propia realidad del ser humano. ¿Les suena?

Baz Luhrmann, después del sonoro patinazo que representó Australia, adapta El Gran Gatsby sin renunciar ni un ápice a lo que le ha llevado a ser reconocible -casi único- en el cine reciente. Como hiciera con el sagrado texto de Romeo y Julieta, o con la desbordante Moulin Rouge, Luhrmann fusiona pasado y presente sin miramientos: vuelve a hablar de tiempos ya lejanos a ritmo de música del siglo XXI, pervierte la estética, disfruta convirtiendo las fiestas de Gatsby en un espectáculo irreverente, y únicamente respeta un texto que, a pesar del maquillaje, trata con la devoción de un fetichista.

El Gran Gatsby cuenta con elementos ya vistos en ciertas obras del director australiano. La presentación de Daisy Buchanan, sin ir más lejos, parece un híbrido perfecto entre la aparición de Nicole Kidman en Moulin Rouge, y la sedosa escena entre las sábanas de Romeo y Julieta. Para Luhrmann todo es enorme y bello; todo merece una oda, y que se detenga el tiempo y el espacio. Son muchas las ocaciones en las que la cámara se eleva, proyecta una mirada lejana, para, a continuación, recorrer el cielo de forma vertiginosa y llegar a lo más profundo de sus personajes. ¿Es ésta la mirada de Dios, como Tobey Maguire -excelente, volviendo a hacer de la normalidad un estilo- invoca en medio de la película? ¿O es, simplemente, la mirada de un Baz Luhrmann que, como el propio personaje de Nick Carraway en el libro, parece preguntarse qué demonios pasa en el Mundo, y por qué hemos llegado al borde del precipicio?

El Gran Gatsby no sería nada sin Jay Gatsby. Para encarnarlo, Luhrmann ha elegido a Leonardo di Caprio, tal vez el actor con más capacidad para fusionar encanto y perturbación del panorama actual. ¿Quién es Gatsby, y de dónde viene? ¿Quién era Charles Foster Kane? Ésta parece ser la eterna pregunta de América sobre sus iconos. No sólo importa crear al mito, sino elaborar con maniática precisión un retrato exacto sobre sus orígenes y realidad. Gatsby, mirando melancólico la luz verde al final del malecón de Daisy (*), viaja 80 años hacia delante, y conecta con el Mark Zuckerberg que se tomaba un momento para actualizar Facebook y ver si su amor de juventud aceptaba su invitación. Pero también retrocede al momento en que el Ciudadano Kane de Orson Welles mencionaba a Rosebud antes de morir. Es América, con sus sueños y miedos, sus obsesiones, sus mitos, y sus héroes viviendo en medio de la épica, mientras su corazón añora lo más primario.

F. Scott Fitzgerald anticipó la decadencia de América en 1925. Luhrmann, casi un siglo después, la dibuja con la irreverencia de un pintor del surrealismo. El Gran Gatsby, finalmente, se incorpora con honores a su extraño catálogo, en una adaptación que, a pesar de su ambiciosa y actualizada puesta en escena, nos acaba diciendo que el Mundo, en esencia no ha cambiado tanto como habríamos podido creer.

(*) El Gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald, 1925.

mayo 05, 2013

Incendies - Crítica

Incendies (2010), descarnada y trágica obra del canadiense Denis Villeneuve, arranca su metraje con un plano lejano, inexacto, insinuando una desubicación -jamás se habla de lugares reales, aunque todo apunta a la primera guerra del Líbano como contexto- que anticipa lo que será un viaje de búsqueda constante; lleno de idas y venidas entre puntos dispersos, ya sean geográficos, temporales o, incluso, existenciales.

La principal cualidad de Incendies nace de la imprecisión. Todo es a la vez cercano y lejano; todo ha pasado y está por pasar. Ello le permite construir una historia dolorosa, trágica y desarraigada que, con la lentitud del paseo que acompaña a los funerales -¿o no es Incendies, en sí misma, el relato de un sepelio?-, parece querer dirigirnos hacia la paz que se espera cuando hallamos la verdad. Es en ese pedregoso camino hacia lo desconocido donde, como una herida en la piel, la obra se clava a través de la imagen de Nawal, la mujer que canta, asesinando a sangre fría, sobreviviendo contra toda lógica, y concibiendo por dos veces niños que no podrá criar; o de la solitaria sombra de un pequeño francotirador que se muestra implacable en medio del horror; o de la incansable búsqueda de Jeanne, la hija de Nawal, a la que vemos sonriente, agradeciendo un té, mientras es incapaz de entender ni media palabra de lo que sus raíces tienen que decirle u ocultarle. Incendies habla de la semilla y la herencia de las guerras; de la búsqueda de uno mismo; del horror como telón de fondo, concebido, ejecutado, callado y nunca olvidado.

Con tan prometedora carta de presentación, tienta realizar uno de los pronunciados giros argumentales que, por desgracia, frecuentan la película de Villeneuve, e ir directamente hacia el desenlace. Vista con distancia, poco separa a Incendies de una estructura dramática basada en el shock, que arriesga un todo más que convincente por el mero hecho de llegar al final con todo bien atado. La repentina aparición de la tragedia griega, reflejada en una desgarradora y malvada reescritura del mito de Edipo y Yocasta, conduce más al impacto emocional que a la desoladora aspereza que embarga el resto de la película. La verdad nos aleja del sendero, y nos lleva a la resolución de un puzzle que, francamente, interesa menos que la esencia que emana de las ruinas del conflicto. No siempre fue necesario -y menos en el arte- completar un camino para que todo cuadre. A veces, y más en medio de la guerra, basta con renunciar a la prosa, mirar en medio de la nada, y pronunciar, como Marlon Brando en Apocalypse Now, dos breves palabras: "El Horror". Este vacío, nacido de la imposibilidad de describir con palabras lo vivido, puede ser más poderoso que un autobús en llamas, que una niña acribillada a sangre fría, o, incluso, que la descorazonadora e inaceptable verdad que se oculta en un corazón herido para siempre.

mayo 03, 2013

Renuncia

Sabía que el camino más corto hacia los sueños era renunciar a ellos. Lo que no sabía es que, en medio de la renuncia, mi corazón se quejaría con tanta fuerza. Late, y creo en vano silenciar sus latidos. Ello me hace humilde, pero también frágil. La pasión me indica el camino hacia el abismo, mas la ignoro. Renunciaré de nuevo, aunque por mi bien te ruego que dejes de hacerme latir.

marzo 27, 2013

Spring Breakers - Crítica

Playa. Alcohol. Sexo. Drogas. Psicodelia. Armas. Desenfreno. Noche. Sexo. Descontrol. Música. Noche. Alcohol. Hip Hop. Violencia. Drogas. Jersey Shore en versión hardcore. Teen stars mutando en bad girls, perdiendo la virginidad por enésima vez, provocando la masturbación de los adolescentes que las vieron en Disney Channel. Oda visual a la locura que ha convertido muchas noches contemporáneas en un averno bañado de absenta y espolvoreado de cocaína. ¿Puede haber poesía en el fast food televisivo servido por la MTV? Nada es imposible para la amoral y alucinada cámara de Harmony Korine.

No es fácil entrar en el juego de Spring Breakers. Diez minutos, y la declaración de intenciones está servida. Tetas, pollas, cerveza a discreción, cámara lenta y la libertad del digital campando por doquier. Parece un homenaje al universo teenager, que tanto placer produce al rastreador de zappings. Poco durará el espejismo. Un viaje vacacional sirve para que Korine, desatado, recoja la -falsa- esencia MTV y la multiplique por infinito, arrasando la pantalla con dosis múltiple de crack, queroseno y testosterona. Lo hace sumergiendo al espectador en un looping infinito, volviendo atrás una y mil veces, repitiendo escenas, frases y sensaciones, y convirtiendo la sala de cine en un alucinógeno de primer grado. A ritmo de hip hop y psicodelia, pronto veremos el descenso a los infiernos de cuatro jóvenes que buscan la noche, y se topan de bruces con la oscuridad.

Cuatro sweet stars (Selena Gómez, Vanessa Hudgens, Rachel Korine y Ashley Benson) son el particular cincel con el que Korine da forma a su historia. Tal vez no estén tan lejos del Disney del que varias proceden, sólo que aquí no hay manzanas, sino drogas. Ellas mismas dejan de ser princesas para convertirse en chicas muy, muy malas. Olvidan cualquier tipo de regla, y hacen realidad el húmedo sueño de cualquier universitario ávido de nuevas sensaciones. Asaltan un restaurante de comida rápida para lograr dinero, entran con todo en una fiesta sin control, exploran, besan, se besan, consumen, experimentan, penetran en los territorios de un mafioso -inmenso James Franco- sin más moral que la que dicta el olor del dólar y, finalmente, emulan a las adolescentes de Death Proof arrasando el campamento del asesino de turno. "Mamá, lo estamos pasando muy bien. Estamos conociendo mucha gente. Esto es alucinante". No hay miedo ni control. Sólo excitación ante el peligro. No está mal, ¿verdad?

Un minuto de descanso. Siéntense en el sofá, sírvanse marihuana -o una tila- y relájense. James Franco al piano; tres teenagers camufladas con un arrebatador pasamontañas de color rosa; y una balada de Britney Spears a capella sonando por todas partes. Una extraña y desconcertante poesía se adueña de la pantalla. La misma que se esconde entre luces de neón, bikinis fosforescentes y mil secuencias en las que todo es húmedo, sexy y alucinante. No hay mensaje -o no parece haberlo-. Sólo placer y destrucción. Y sexo. Y saliva. Y dinero. Y drogas. Y alcohol. Y sudor. Y hip hop. Y desenfreno. Y una eterna noche sin final. Baby, one more time.

marzo 24, 2013

Los Amantes Pasajeros - Crítica.

Es tan grande la tentación de imaginar qué ha querido hacer Almodóvar en su última película, que no es difícil perder de vista lo que realmente ha hecho. Centrémonos en lo primero: ¿Metáfora del estado actual de España, o tal vez break relajado en medio del momento de mayor intensidad dramática de su carrera? ¿Parodia de una sociedad erosionada por el desgaste, o regreso al cine que le hizo salir del anonimato? ¿Es plausible imaginar el avión de la compañía Península como un reflejo de España, con la clase turista narcotizada por la tripulación, la élite entregada al hedonismo y el ridículo, y los pilotos llenos de mediocridad y secretos inconfesables?

Los Amantes Pasajeros inicia su metraje evocando aquello de lo que rehuye la España moderna. Con un cameo intrascendente de Penélope Cruz y Antonio Banderas en el aeropuerto, no tardan en aparecer el aroma cutre, la chapuza, la incompetencia y el tono ligero. Tono que, dicho sea de paso, es el elegido por Almodóvar durante la película. ¿Reminiscencias o recurso fácil? Da la sensación que Almodóvar envía un difícil mensaje a los espectadores: el país, hoy por hoy, no da para más. El director manchego establece infinidad de -tópicas- conexiones con la realidad (una caja de ahorros quebrada, un directivo a la fuga, una vedette llena de secretos sobre el monarca, un aeropuerto vacío), y acaba construyendo una película tan desigual como extraña, cuyas principales carencias podrían nacer en un punto equidistante entre el resultado fallido de un propósito mejor, y la propia voluntad del director.

Agotamiento. Éste podría ser el término que mejor define Los Amantes Pasajeros. Son muchos los momentos en los que la obra se atasca, naufragando en medio de microhistorias que no funcionan -mención especial para el episodio de las ex-novias de Guillermo Toledo-, y de un guión que jamás llega a alcanzar ningún tipo de consistencia. Ante un escenario tan pedregoso, Almodóvar se refugia en su yo más histriónico, y deja en manos del delirante trío de azafatos -Javier Cámara, Raúl Arévalo, y un inconmensurable Carlos Areces- los mejores momentos de la película. Es cierto que ya no sorprenden los comentarios sexuales, las salidas de armario, y la bofetada a la España más conservadora, pero no es menos cierto que es terreno conocido -y dominado- para el director manchego.

Es fácil imaginar Los Amantes Pasajeros como aquella película que olvidaremos al recordar la filmografía de Almodóvar. O tal vez no. Lanza el director sobre el país la perfecta mirada de un pasajero de avión: distante, a años luz de la calle, y con el periódico en la mano para ver de qué se habla. Da la sensación que no es suficiente. Sólo el tiempo dirá si fue un capítulo fallido, un breve momento de descanso, o el intento de recuperar una frescura transgresora de la que la propia vida ha podido despojar a Almodóvar.

marzo 05, 2013

Léolo - Crítica

Existe un momento en la vida de toda persona al que solemos llamar renuncia. Ese día, nos convertimos en adultos, dejamos de soñar y nos atamos de por vida a la mal llamada cordura. En 1992, alguien llamado Jean-Claude Lauzon compuso el retrato de esa renuncia, y lo hizo en un alegato tan mágico como perverso llamado Léolo

Si tratáramos de dibujar nuestros primeros recuerdos, es posible que el resultado fuera tan desconcertante como cada plano de la película de Lauzon. Tonos oscuros, aguas densas, aroma cargado, un extraño pálpito en el corazón, y un interminable laberinto de ventanas cerradas. ¿Qué es realidad, y qué ensoñación? ¿Qué recuerdo, y qué pesadilla o deseo? ¿Qué vimos, exactamente, tras las ventanas? Lauzon nos convierte en pedazos de papel condenados al olvido, esperando a que alguien los lea y nos rescate. Un enjambre de recuerdos desgastados, atrapados en un rincón inalcanzable de nuestro alma, donde esperan pacientes las ratas, la nariz que nos rompieron, el olor a sudor, el agujero de nuestra raída manta, y aquella agua asquerosa en la que sumergirse era morir. Léolo, fábula a medio camino entre Delicatessen y Amêlie, rinde culto a la infancia, el despertar -sexual, emocional, rebelde- y, finalmente, a la resistencia de un niño -porque sueño, no lo estoy- a caer en las redes de la razón.

Léolo no podría ser entendida sin entender la importancia del riesgo. Coqueteando descaradamente con el suicidio artístico, la obra de Lauzon crece en la incomodidad y el surrealismo. Sodomizar una gata como parte de la iniciación sexual, o mostrar a un viejo verde rogando a una joven que le muerda las uñas de los pies forma parte de su delirante glosario de escenas. Todo ello para confrontar realidad y sueño como infierno y cielo. En la primera, todo -encabezado por una dantesca familia cuya principal jerarquía la marca la facilidad al cagar- es grotesco, sucio y deprimente. En la segunda, sale el sol, tan ausente en el resto de la obra. Tal vez sea la vida de Leo Lauzon, un niño de un humilde barrio de Montreal. O tal vez la de Léolo Lozone, un niño siciliano fecundado por un tomate. 

¿En qué momento renunciamos y aceptamos las reglas del juego? ¿En qué momento morimos? Léolo revive aquellos años en los que miedo, ilusión, desconcierto y despertar cincelaron a fuego lo que seremos para siempre. Todos cometimos el error de querer olvidar, de creer que jamás volveríamos a tener miedo, de asumir que tener cara de mediodía permanente es lo normal. ¿Qué importa si el recuerdo es exacto, o no? ¿Qué importa qué parte escribimos, y cuál no? Lo vital es que, en algún lugar escondido, hay mil trozos de papel que creímos en vano destruir. Por ellos sigue dándonos miedo pasar por aquella calle. En ellos está nuestro pasado. Está nuestra vida. Estamos nosotros. Está Léolo.

febrero 19, 2013

Zombies

6:15 a.m. El despertador suena precoz, como de costumbre. Los ojos despegan, con dificultad, sin advertir que sólo son la ventanilla de una prisión. Un hueco frío y pequeño por el que la realidad entra como un mendrugo de pan seco y un cuenco de agua estancada. En unos minutos, los pies, aún fríos, caminarán por una calle silenciosa, a la espera de ser aceptados por un rebaño de almas apagadas. No hablarán en la parada del autobús. No arriesgarán al hechizo. Apenas sí se mirarán. Se reconocerán como iguales. Zombies. No ensangrentados ni de mirada desbocada. Sólo autómatas. Sólo estremecimientos amparados por el calor de la rutina. Sólo esclavos de una voluntad que no controlan. ¿Soy uno de ellos? Tal vez.

Para aquellos que saben leer lágrimas en las sonrisas. 
Para aquellos que soñarían con elegir un sueño.

Despertemos.