abril 26, 2014

El Reloj de Arena

En un bazar en medio de ninguna parte, encontré un pequeño reloj de arena. Era tan frágil y bello como el reflejo de un glaciar. Igual que la sedienta gacela que bebe sin atisbar el peligro, llevé mis piernas hacia él, hasta cogerlo y girarlo en el aire. Miré en su interior, viendo como la arena eternizaba cada segundo y acariciaba el interior del reloj. Bastó un breve destello en el cristal para cegarme y hacerme sentir el palpitar que anuncia la muerte. Mi vida al revés, con el vértigo del último día. Quise recular. Creí que el mismo giro detendría el tiempo. Me equivoqué. Ya era tarde.

Pasó el tiempo. El olvido me hizo sentir su compañía hasta traicionarme. El reloj seguía allí, olvidado en un rincón. Un día, me acerqué movido por mil locuras y ninguna razón. No sé si tropecé con él o lo busqué. Sé que volví a cogerlo, suspirando por un palpitar. Inconsciente, me dejé vencer. Entregué mi vida, el paraíso y la eternidad. No volví a ver el reloj, pues ya era parte de él. Me convertí en arena arrasada por el viento. La cuenta atrás había empezado para no acabar jamás.

Hoy, mi arena reposa tranquila, sepultando lágrimas, recuerdos, y esperanzas. Me pregunto si hay tiempo para una nueva cuenta atrás, pero que sea la última, por piedad.

abril 23, 2014

Breaking Bad - Crítica

Uno de los grandes iconos de Breaking Bad es el retrato robot de Heisenberg, alter ego diabólico de Walter White. Algo paradójico, si consideramos la imposibilidad de definir una de las personalidades más estimulantes y complejas de la historia de la ficción americana. La obra de Vince Gilligan representa uno de los grandes milagros de la que muchos denominan, con acierto, Edad de Oro de las series. Breaking Bad, al igual que The Wire, Lost, Mad Men, Juego de Tronos, rompe sin paliativos la dicotomía bien-mal que ha marcado muchos siglos de pensamiento. Nada ni nadie escapa al matiz, a la reflexión, al inmenso océano de sensaciones y actos que nos muestra como seres complejos, ajenos a los inquebrantables códigos morales que muchos quisieron sacralizar durante años. Así, sería tan arriesgado como inútil intentar definir a Walter White como ángel o demonio. White, como el resto de personajes de la serie, encarna en sí mismo al héroe y al villano; al redentor y al redimido; al más firme exponente de aquello que llamamos naturaleza humana.

Es realmente tentador identificar la esencia de Breaking Bad con sus incontables mcguffins, y definirla como una serie sobre el mundo de las drogas, o la superación personal. Eso sería limitar la dimensión de una obra que emerge como inabarcable mural sobre los referentes de la cultura americana, y sus fantasmas más arraigados. Es por ello que divido esta crítica en cinco dimensiones, tantas como, a mi humilde juicio, abarcan los 62 episodios de la obra maestra de Vince Gilligan.

El Sueño Americano

Breaking Bad es la esencia de América, con sus sueños y pesadillas. En ella se crea y destruye el sueño americano; aquel en que cualquier hombre es libre para trazar su ascenso y posterior caída, y acabar contemplando, cual Ozymandias, las ruinas de su imperio. No es casual que la historia acontezca en la frontera entre lo onírico -Estados Unidos-, y lo inquietante -México-. Ese espacio indefinido y arenoso, recurrente en la literatura y el cine americano -no quedan lejos los ecos de "No es País para Viejos", de Cormac McCarthy- siempre sirvió como escenario implacable de la soledad del que mira a América a los ojos. Como eslabón perdido entre la bíblica esperanza de una tierra prometida y la aplastante realidad. Como la morada del mal.

No es Breaking Bad un documental sobre la América que escapa a los ojos de su incansable propaganda. Aún así, alberga -sutilmente- espacio suficiente para relatar la cruel realidad de un desigual sistema en el que enfrentar un cáncer puede ser cuestión de dinero, en el que los niños -si sobreviven- se hacen mayores con demasiada precocidad, y en el que aquellos que pierden una vez el tren suelen hacerlo para siempre. ¿Significa esto que el sueño americano no existe, o que éste suele adquirir el tono oscuro de las pesadillas?

Alejada de los rascacielos de Nueva York, la Norteamérica de Vince Gilligan es periférica, desértica y sofocante. Una suerte de Osgiliath que pretende contener la amenaza de lo desconocido. Símbolos como Los Pollos Hermanos, guarida extravagante del implacable Gus Fring, muestran una manera folklórica, terrenal, casi aborigen de entender la Norteamérica más hispana. Un territorio dominado por los cárteles, la brujería, la droga y la desasosegante sensación de impotencia por parte de la ley. Una jerarquía basada en la sangre vertida. El escenario perfecto, en definitiva, para la evolución de un personaje del calado de Heisenberg

¿Existe un limbo que es y no es la América prometida? ¿Es la anglosajona una civilización que se ha hecho a sí misma, no sólo bajo un concepto de libertad incomparable en cualquier otra parte del planeta, sino también a base de la exploración infinita de las posibilidades del poder? ¿Llegan a importar las consecuencias? ¿Es Heisenberg una creación de tan compleja estructura moral?

La Familia

Walter White podría ser una metáfora de esa América para la que el fin justifica los medios, esencialmente cuando la causa es la defensa de sus iguales. No es casualidad que Breaking Bad incida una y otra vez en la imagen perfecta de la familia americana para destruirla a continuación. Una obsesión permanente -casi una marca- en la que no faltan iconos como la casa ajardinada; el desayuno de pancakes y huevos revueltos; la unidad indisoluble en la celebración y el duelo; o la importancia sagrada del primer coche como símbolo emancipador. Todo aparece en Breaking Bad con la misma fuerza con la que salta por los aires, cuando traición, infidelidad, y una feroz sensación de desamparo ante lo desconocido acaban arrebatando el sitio a la estabilidad más inquebrantable.

Walter White establece una relación compleja con su familia a lo largo de la serie, que abarca desde lo platónico a lo aterrador. Desde lo fraternal a lo desconcertante. Una relación en la que el reproche y la desconfianza acaban tomando el testigo de la conversación. La familia de White, soldada a fuego desde la lucha contra un cáncer diabólico, parece preparada para cualquier cosa excepto para Heisenberg. ¿Cómo proteger tan sagrada estructura cuando lo más cercano al mal supremo acontece en nuestras vidas? ¿Cómo reaccionar al despertar de aquello para lo que nadie nos preparó? Aquí podríamos encontrar uno de los grandes logros de Vince Gilligan, culminado por la magistral escena en la que Skyler, cuchillo en mano, se enfrenta a su marido para proteger a sus hijos de aquello que ya se ha mostrado como imparable. Pocas tragedias griegas llegaron tan lejos en intensidad. ¿Todo ha sido en vano?, se pregunta White en la última conversación que tiene con su hijo. ¿Cómo cargar en los tuyos lo que, a fin de cuentas, son actos individuales y decididos en libertad?

Hermanos. Padres. Parejas. La familia, en definitiva, es desnudada por Gilligan de forma implacable, dejando en el aire una compleja reflexión sobre cómo pueden chocar lo individual y lo colectivo en entornos llevados al límite. Sobre cómo las mentiras -a veces piadosas, a veces insoportables- acaban siendo el cemento en el que se sustenta la salvaguardia de una familia. Ello da pie a un escenario en el que la resistencia a la aceptación puede dar lugar al más trágico de los mañanas, acabando por desmontar, por fuerte que parezca, la supuesta rocosidad de las relaciones contemporáneas.

La Amistad

Walter White. Jesse Pinkman. Maestro y aprendiz. Una relectura de la amistad, intensa, fascinante, culminada por una mirada silenciosa y llena de emociones ahogadas. Como polos apuestos, sólo unidos por el sufrimiento que nace de la frustración, Pinkman y White representan un símbolo clásico de la literatura: dos extraños compañeros cabalgan juntos, siendo piezas de una sociedad cuyos códigos de honor son indescifrables. En su relación habrá espacio para aquello que parecería imperdonable para cualquier mortal, pero también para una capacidad sobrehumana para la salvación y la redención. ¿Cómo mirar a la cara a aquel que te ha salvado la vida cuando tal vez haya puesto precio a la de los tuyos?

Hay una cierta concepción trágica, deudora de Shakespeare, que marca la difícil relación del dúo protagonista de Breaking Bad. Una evolución marcada por el infortunio y la constante necesidad de resurrección. Una contraposición constante entre la sabiduría y brillantez de White, y el temeroso coraje de un Pinkman que parece abocado a la desgracia y la perdición. Juntos comparten escenas en las que tragedia, humor, tensión, miedo y frenesí se mezclan en una caleidoscópica y compleja concepción del drama. Juntos llevan, seguramente, a Breaking Bad a sus mejores momentos. 

El Mal

A pesar de su extraordinario juego de equilibrios alrededor de una moral siempre exenta de juicios, existe en Breaking Bad una permanente obsesión por el mal. Se han establecido en esta crítica diferentes analogías entre la serie y el propio tejido de una Norteamérica que suele tener muy presente el concepto del mal. Un mal que podría llevar las ropas extranjeras de un Tuco Salamanca, vivir oculto tras la impoluta existencia de un Gus Fring, o actuar con la sangre fría de un Heisenberg. No obstante, Breaking Bad se muestra especialmente sólida evitando la polarización de personajes y la conversión del metraje en una batalla de buenos y malos. Gilligan busca obsesivamente rastros de humanidad en sus más crueles personajes (con la probable excepción del angelical Todd y su cuadrilla), pero también sombras en los elementos menos sospechosos del reparto. Ya sea a través de la avaricia o el egoísmo, cualquier personaje de la serie es susceptible al tropiezo. Da la sensación que el mensaje de Gilligan no va tan dirigido a la naturaleza del mal, como a la importancia que tienen las cartas que nos reparten sobre nuestra conducta.

Es especialmente interesante la complejidad de los actos de Walter White. En muchos momentos de la serie observamos al químico disfrutar de su nueva naturaleza, en lo que constituye la liberación de una frustración que parece haber marcado una vida mediocre. La propia evolución del personaje se va llenando de matices, de un aspecto físico más grave, de un tono de voz creciente en seguridad y aplomo, y de una gestualidad que lo aleja del profesor y lo acerca a un capo de la dimensión de Gus Fring. Mucha culpa la tiene la sobresaliente y trabajada interpretación de un estelar Bryan Cranston, sobre el que descansa gran parte del peso de esta serie, y que transmite con brillantez la constante lucha de sensaciones y equilibrios en el interior de Walter White

Podemos decir que América está preparada para combatir el mal, pero no para mirarse al espejo y reconocerlo en su reflejo. Es un lugar en el que se recorren distancias enormes persiguiendo fantasmas, para acabar recorriendo muchas más huyendo de las respuestas encontradas. Pese a todo, Breaking Bad nos deja una reflexión tranquilizadora. El mal no deja de ser el mal cuando lo hayamos en nosotros mismos, mas su imposible aceptación no es más que la de nuestra propia naturaleza.

El Individuo

En una de las escenas más importantes de la serie, White afirma ante Skyler que "todo lo que hice lo hice por mí". Si bien es posible que esa sentencia esté llena de matices, sí que es cierto que, en el extremo caso de querer simplificar el sentido de esta serie, es posible que la versión más acertada sería aquella que pone el foco en la reinvención personal que experimenta el personaje de White tras probar el sabor del poder. Convertido en el mejor "cocinero" de meta de América, White descubre nuevas fuerzas, explotando un talento y poder imposible en su anodina vida anterior, y consiguiendo algo que muchos llamarían felicidad. 

Es posible que debamos quedarnos con una imagen de White, acariciando con nostalgia el laboratorio de meta, antes de esbozar una última sonrisa. En plena era de libros de autoayuda y búsqueda incansable de la felicidad, sería demoledor concluir que un acto tan ilegal como el tráfico de drogas pueda ser la fuente de la felicidad de nadie. ¿O sí? ¿Y si este mundo legal y correcto en el que creemos se apoya en pies de barro? ¿Y si todo es mucho más relativo? Tras ver la serie de Gilligan, podemos concluir que la épica historia de Walter White confirma la muerte de una concepción basada en la lucha entre el bien y el mal, y conquista e identifica a un espectador que se ve más reflejado en las luces y sombras de un ser complejo, que en el tono inmaculado que ha marcado nuestras falsas escalas de valores durante años.

abril 07, 2014

El Gran Hotel Budapest - Crítica

Existe algo en el cine de Wes Anderson que evoca al pasado. Pero no al pasado vivido, sino al anhelado. Sus obras enlazan involuntariamente con la música de Belle & Sebastian, o la lectura de una tira de Hergé en una tarde lluviosa. Sensaciones intensas y poco prosaicas. Corazón, más que intelecto. Aroma a té caliente y dulces de canela. Chubasqueros amarillos en medio del Londres de Mary Poppins. Una nostalgia difícilmente reconocible, pintada de primavera y otoño, y respirada por seres que no tendrían ni media oportunidad en el mundo real. Un sueño que, por desgracia, no existe.

Empezaré diciendo que el director de Los Tenembaum empieza a parecerse al artista que Tim Burton habría querido ser tras la fallida Big Fish. Un genio al que le basta medio fotógrafa para ser reconocido, y que no necesita pretender ser él mismo para serlo por encima de todo. Un storyteller que sustituye mensaje por magia y que tiene pinta de explicar más en una postal de Navidad que muchos pretendidos intelectuales en cuarenta vidas. Un tipo que, bordeando continuamente el ridículo con épica valentía, se ha disfrazado de improbable Cousteau, de zorro animado o de boy scout sin dejar de explicarnos siempre la misma historia. La de seres incomprendidos que, sin dejar de mirar al mundo a los ojos, enseñan desde la timidez que no hay mayor orgullo que ser diferente. 

El Gran Hotel Budapest se cocina con ingredientes habituales del cine de Wes Anderson. Existe en ella un relato imposible; un reparto coral lleno de estrellas que -ver para creer- matarían por aparecer un ínfimo minuto en sus películas; y una estética irrepetible, a medio camino entre el dibujo artesanal y lo arrebatadoramente indie. También hay sitio para una insólita aventura que podría haber protagonizado Tintín, alojado en un hotel en algún punto de aquella Europa en la que aún importaban las formas y la elegancia. Allí, probablemente, habría estado el gran Ralph Fiennes para acompañarlo a su suite, con Milu correteando detrás, mientras una anciana habría esperado paciente su momento en la habitación 101. ¿Y nosotros? ¿Dónde hubiéramos estado nosotros?

La última obra de Wes Anderson es una historia contada por alguien que cuenta la historia que otro le contó. Ello conduce el relato a lo improbable y fantasioso. Pero nada hay más importante que poder seguir contando historias con música de trovadores, tras un telón pintado de formas y tonos imposibles. Tal vez la historia del fracaso del hotel sea más prosaica que su narración, y los tiempos de grandeza de la institución -y de la propia Europa- nunca existieron. Pero qué maravilloso sería vivir nuestras vidas a través de falsos relatos explicados durante nuestros últimos días. Y que esas vivencias nos convirtieran en seres dignos de homenajes y canciones. Tal vez sea ese el cine de Wes Anderson. El de aquellos que, desde el silencio, nunca entendieron por qué se les negó el derecho a ser héroes. El de quienes reclaman con anhelo los tesoros que debieron conquistar. El de quienes saben que les tocó vivir dónde y cuándo no encajaban. Qué más da si sólo fueron grandes en historias imaginadas. O en un pequeño fragmento de realidad que ya nadie recuerda. Sólo sé que más de uno habría cambiado tres vidas por ser un alma solitaria del universo de este genial director.