noviembre 27, 2011

Un Dios Salvaje - Crítica

Al repasar la filmografía de Roman Polänski, es fácil deducir que el entretenimiento favorito del controvertido director polaco es encerrar a sus personajes en claustrofóbicas situaciones. Ya sea un proceso de esquizofrenia -Repulsion-, una conspiración satánica -La Semilla del Diablo-, una intriga política -El Escritor- o, como el caso que nos ocupa, el banal intento de unos padres por resolver "civilizadamente" un conflicto causado por sus propios hijos, el personaje tipo de las películas de Polänski se ve condenado a un encierro del que es casi imposible escapar, por mucho que la salida se ubique extrañamente cerca.

Partiendo del magistral manejo de la claustrofobia como principal seña de identidad del director de El Pianista, Un Dios Salvaje somete a sus personajes a un doble encierro -físico y moral- que, de manera inescrutable, permanece unido hasta que unos vasos de whisky acaban por desmontar uno de los imposibles de nuestra sociedad: la supervivencia de las relaciones humanas basadas en la falsedad, y la subordinación al prefabricado y encorsetado producto -es imposible llamarlo de otro modo- en el que se ha convertido cualquier tête à tête. Así, el intento por vestir de seda una áspera reunión destinada a resolver las diferencias de dos niños, acaba por sacar lo peor de los adultos: el abogado de formas impecables se convierte en estúpido snob; la activista de valores inquebrantables, en pedante inaguantable; el aparente bonachón, en rudo cavernícola; la encantadora ejecutiva, en pija vergonzante. Todos son víctimas de la mentira que rodea sus relaciones interpersonales, y fracasan queriendo acabar con un conflicto que sus hijos resolverían en segundos.

Al estilo de La Soga, de Hitchcock, Un Dios Salvaje transcurre en formato teatral, destinando todo su metraje a una extensa y milimétrica escena que, merced a un calculadísimo guión, y al derroche de cuatro animales interpretativos -con mención especial para la incontenible fuerza de Kate Winslet-, rellena todos y cada uno de sus recodos de la imprescindible intensidad que necesita este formato para subsistir. Polänski, en la madurez de su carrera, dirige con mano maestra, permitiendo que la satírica y mordaz estructura del guión se expanda a través de unos personajes a los que imanta a un hogareño salón, cárcel y testimonio del infinito bucle en que navegan sin descanso hasta naufragar.

Un Dios Salvaje, como hemos comentado, conecta con el resto de la obra de Polänski de manera casi invisible, presentando un encierro físico que sólo se rasga de una forma posible: desde la explosión emocional que nos libera del traje de perfectos ciudadanos para acabar siendo, ni que sea por una tarde, seres de carne, hueso y verdad. Aunque se nos vean las vergüenzas.

noviembre 21, 2011

Balance Electoral

España siempre fue un país singular. Entre otras cosas, porque su propia definición está siempre sobre el tapete. Tal vez sea porque la definición, en realidad, es la suma de muchas definiciones. España es un país difícil de interpretar, ya sea en su esencia, su geografía o sus indiscutibles diferencias. Tal dificultad adquiere todo su sentido al intentar extraer conclusiones de un resultado electoral.

Los españoles suelen ser alérgicos al riesgo. Se ve en sus inversiones, su aprecio por la estabilidad, su alejamiento -decreciente, eso sí- de todo lo que implique romper con el orden establecido. Al votar, el español mide dos puntos por encima del resto: votar -vestidos de domingo, en familia, con una paella esperando en casa-, y no votar nada "raro". Y si alguien se pasa de valiente, se activa el freno de mano gracias a la discutible ley electoral.

Estas elecciones dejan, por encima de todo, tres lecturas:

1 - La Ley Electoral está obsoleta. Sea lo que fuere aquello para lo que fue diseñada, ya no sirve. Su propia esencia fomenta el bipartidismo -si un territorio aporta 3 escaños, ¿para qué votar a un partido que no tiene opciones?-. Su puesta en escena lo enfatiza. La mayoría absoluta del PP bebe de ella. Ahí están los casos de las dos principales alternativas a la bicefalia: UPyD e IU, que, pasando holgadamente del millón de votos, deben conformarse con cinco y once escaños, respectivamente. Por no mencionar el caso de Equo que, con más de 300.000 votos, no tiene representación en el Congreso. Otros partidos, con muchos menos votos, han obtenido su(s) escaño(s).

La conclusión es dramática: El pueblo español ha hecho, en las urnas, una apuesta mucho mayor por la fragmentación que lo que va a mostrar la constitución final del Congreso. Ésta es la discutible salud de nuestra democracia.

2 - La derrota del PSOE pesa más que la victoria del PP. Si lo prefieren, la hecatombe de la socialdemocracia española -pérdida de más de 4 millones de votos, respecto a 2008- ha sido más intensa que el crecimiento del partido conservador -que suma poco más de medio millón de votos a su último resultado-.

Podríamos sacar una moraleja: Dando por hecho que el votante del PP sigue dando muestras de fidelidad inquebrantable, la pelota estaba en el tejado del votante socialista. Éste ha castigado a su partido, pero sólo una minoría ha elegido al PP como alternativa. El resultado, de todos modos, es una mayoría aplastante del Partido Popular. Esto muestra lo que ya es una verdad indiscutible: en épocas de desencanto de la izquierda, la rocosa constancia de la derecha es casi imposible de vencer.

3 - Sería difícil sacar un retrato robot del votante medio, pero da la sensación que el centrismo -volvemos a la aversión al riesgo- es un horizonte muy a tener en cuenta para ganar votos. Los cada vez más centristas PP y PSOE, por historia y conocimiento, siguen aglutinando la mayoría de votos. Como cuarto partido aparece UPyD, que parece el adalid de este segmento. Poco queda para una izquierda que sigue condenada tan sólo al ruido, y a un nacionalismo que se debate entre radicalizarse o medir hasta cuánto puede sacarse asintiendo de vez en cuando.

noviembre 16, 2011

Melancholia - Crítica

Tras ver Melancholia, la tentación de calificar a Lars Von Trier de "cabrón con talento" es aplastante. La última obra del irreverente director danés funde en sí misma casi todas las cualidades que -algunas a su pesar- le visten e identifican en el caleidoscópico panorama del cine actual: la poesía como parte de un todo macabro, los cimientos del dogma a su servicio -y no al contrario-, la estética como elemento diferencial y, por encima de todo, una gélida y desesperanzada visión de nuestra especie.

Si Dogville y Manderlay parecían evocar al teatro minimalista, los inicios de Melancholia parecen más bien sacados de una ópera apasionada. Un deslumbrante primer plano de Kirsten Dunst precede a una secuencia de escenas encadenadas, evocadoras de un apocalipsis más propio del cuadro de un renacentista italiano que del cine más recurrente. Tras ello, dos actos separados pero hilados entre sí. Parte I: una boda siniestra en su propia concepción y desarrollo, en la que la lectura podría ser: ¿Merece la salvación esta raza a la que representamos?; Parte II: la inevitable cercanía del fin de todas las cosas, visto desde la perspectiva de dos hermanas (Dunst, la gélida melancolía; Gainsbourg, la desesperada resistencia). Tras el objetivo, un director tan sólo fiel a sí mismo: amargo, aséptico, irreverente, pretencioso, y dotado de un talento indiscutible. Lars Von Trier.

Von Trier ha tejido su carrera con la indisimulada intención de sentar cátedra. Primero, sentando las bases de un movimiento (el Dogma) que no duda en utilizar a su antojo. Segundo, dejando constancia del poco valor que otorga a la especie a la que pertenece. Tercero, ejerciendo de macabro poeta, forjando en imágenes versos propios del sombrío averno. Tal vez sea esa mezcla entre poesía y maldad lo que produce en el espectador una sensación que es al mismo tiempo magnética e incómoda. Es la personal manera de entender el Mundo de quién es capaz de destruir creando, o de pintar obras de arte con el pincel bañado en sangre y cenizas.

Melancholia adquiere -estéticamente- un tono amateur (Dogma mediante) en gran parte del metraje-, pero no duda en emerger como obra -estéticamente- mayor en el caos en el que Von Trier sumerge a sus personajes. Tal vez la destrucción sea lo único que merezca la pena filmar con relevancia. Y en medio, personas a las que, como tantas otras veces, parece dejar abandonadas a su suerte, sin calor ni compasión, hasta que tres manos se entrecruzan en medio del Fin del Mundo. Y otra vez la pregunta: ¿Merecía la pena llorar por lo que se va? Von Trier, seguramente, habría opinado que no.

noviembre 06, 2011

Las Aventuras de Tintin: El Secreto del Unicornio - Crítica

Tintin, icono indiscutible del mundo del cómic, representa uno de esos casos en los que el cine ha parecido renunciar durante años a su adaptación. El tremendo respeto proyectado por las aventuras del personaje de Hergé podría encorsetar cualquier voluntad de plantarle cara al reto. Pensemos por un momento: Hacer justicia a un mito que apenas tiene rivales en su entorno, encajar en el séptimo arte uno de los referentes de millones de personas, convertir en cine lo que siempre ha nadado en el añejo perfume del papel. Y, sobretodo, impedir que alguien se pregunte: ¿Hacía falta resucitar a Tintin en el cine, en lugar de dejarlo descansar en sus páginas?

Entrando en materia, podríamos decir que la adaptación planteada por Spielberg es enormemente valiente por dos motivos: afrontar con gallardía el reto antes planteado, y añadirle una nota de descaro en forma de 3D. Ya no sólo se trata de dar vida a Tintin en el celuloide, sino de convertir las austeras viñetas de Hergé en abrumadoras escenas tridimensionales. Ya desde los títulos de crédito, Spìelberg parece cómodo y convencido de la intensidad de su apuesta formal. Más cerca de la incontenible vida de Gollum, que de la pétrea frialdad de Beowulf, la tecnología Motion Capture usada en la película lleva a la animación a terrenos hasta ahora inconcebibles -basta ver la inmensidad de matices del rostro de Tintin-. Así, los Haddock, Tintin y Milu forman más parte del espectáculo de un ilusionista que de la rigidez emocional de las animaciones artificiales, y cobran vida ante nuestros ojos en un glorioso espectáculo visual. Y eso -luego me extiendo- a pesar del 3D.

Los tintinófilos más avispados pudieron, como Hergé, encontrar en Indiana Jones al equivalente cinéfilo del reverenciado reportero. Es por ello que nadie parecía más indicado que Spielberg para llevar al cine a Tintin. A medio camino entre el religioso respeto -la maravillosa presentación de Tintin es el más perfecto homenaje que podamos concebir- y la libertad de un creador que, hasta en la adaptación más difícil, debe continuar siendo él -el tupé de Tintin como Tiburón- lleva a la película al choque/fusión de sensibilidades que tan bien maneja el director de ET -hoy es Hergé; en su día, Kubrick-. Spielberg se concede licencias tan básicas como hilar su historia a través de viñetas de cómics distintos, pero es cuando lleva el riesgo al límite -la fabulosa escena del "robo de llaves" en el barco, el plano secuencia de la persecución final- donde su particular homenaje alcanza cotas más altas: pues su adaptación no es sino la excusa para darle a Tintin lo único que puede dar Spielberg: el cine como universo en que crecer y cobrar vida.

Y así, con una exhibición formal a la que sólo la cuestionable moda del 3D lastra en alguna ocasión -el debate que puede provocar la película no es si hacía falta adaptar Tintin -Spielberg resuelve la disyuntiva con contundencia- sino si hacía falta recurrir al 3D para ello-, el mito dibujado por Hergé hace del cine lo que ya hizo del cómic: su medio natural para seducir, enamorar y hasta abrumar a una legión de seguidores que puede sumar a muchos para la causa tras la proyección de la película. Spielberg presenta, con honores, a Tintin a quienes no le conocían. A los que le guardábamos como una reliquia intocable, nos lo devuelve en su esencia natural: disfrutándolo sentados, en una butaca, pero no pasando páginas, sino secuencias de un cine de una intensidad apabullante.

septiembre 08, 2011

La Piel que Habito - Crítica

En una escena de La Piel que Habito, Marisa Paredes relata, ante las llamas, una historia de horror. Una escenario que, años más tarde, bien podría merecer el macabro y desconcertante relato que cobra vida en la última obra de Pedro Almodóvar. En medio de la narración, la fiel ama de llaves cuenta a Elena Anaya que, en un momento del pasado, se vieron obligados a "vivir como vampiros", una sutil referencia que encierra la que podría ser la esencia de la historia que cuenta La Piel que Habito: El retrato de un Drácula contemporáneo que, al igual que el legendario Conde, lucha por redimirse de un modo vampírico, tras haber abrazado el mal al verse despojado de sus más arraigados amores.

Pedro Almodóvar, en sus obras, genera una extraña provocación en lo que no es más que un ejercicio de contorsionismo ético. Ello le mueve a fundir, con una precisión tan quirúrgica como desasosegante, iconos morales que, en manos de otro creador, darían al traste con cualquier obra. Almodóvar es capaz de extraer poesía de una violación, ternura de un asesinato o, en el caso que nos ocupa, amor puro y duro de una tortura inaguantable. Para ello, vuelve a apoyarse en el tono frío de muchas de sus últimas obras -hay algo de La Naranja Mecánica de Kubrick en la folclórica agresión sexual de Zeca a la martirizada Vera- , un entorno casi neutro, que forja un escenario sin vida en el que estalla el torrente de matices que nutre la relación entre el doctor Ledgard y su bello Frankenstein.

Elena Anaya, antológica en el papel de Vera, parece haber sido elegida por evocar de un modo perfecto el deseo, la penitencia, la resistencia y la aflicción. Sus planos cortos podrían ser el homenaje perfecto a la definición de musa: la realidad inalcanzable, la falsa pureza, la creación, a fin de cuentas, de un artista que sólo vé lo que quiere ver. Duro ejercicio para el espectador percibirla, casi tanto como para Almodóvar presentarla. Otra vez el contorsionismo del que antes hablábamos. Banderas mira a una pantalla y se la encuentra, mas para nosotros no es más que el penúltimo desafío ético del creador. ¿Qué vemos, nos preguntamos ante la Gioconda? ¿Qué veríamos, en un segundo visionado, si miramos a los ojos a Elena Anaya?

Un cuento de horror, decíamos al principio, y durante la crítica mencionamos a Drácula y a Frankenstein. En todos los cuentos de horror hubo sitio para un relato ante las llamas, pero también para aquellas experiencias que, como el amor, el deseo, el castigo y la redención, emanan tantas capas y sensaciones como la última obra de Almodóvar. Una obra que fue presentada como de género, y acaba desbordada por la personalidad del director manchego. Una obra moral y artísticamente indefinible.

agosto 20, 2011

Súper 8 - Crítica

Aquellos que crecimos en los 80, aprendimos a amar al cine ejerciendo de artesanos, soñando con formar parte de aventuras imposibles, rebobinando una y otra vez nuestras gastadas cintas de VHS, ejecutando grabaciones de la televisión con precisión milimétrica, y elaborando carátulas para dar lustre a nuestros primeros tesoros cinematográficos. Así, obras como Los Goonies, ET, Dentro del Laberinto o las inolvidables andanzas de Indiana Jones o Marty McFly llenaban nuestras estanterías, esperando a ser devoradas por enésima vez en una lluviosa tarde de otoño. Era una época distinta a la actual, en la que el deslumbrante blanco impoluto de la tecnología aún no existía, pero en la que los niños vestían sus infancias de cómics, mecanos, chándals parcheados, rasguños labrados en los parques, y chucherías de duro y peseta. ¿No es cierto que, cerca de los 30, uno espera, con impaciencia mal disimulada, que llegue algo o alguien capaz de evocar, aunque sea en un breve espacio de tiempo, aquellos años, aquellas tardes, aquellos momentos? Rara vez ocurre, pero ese es el principal reto de la obra que nos ocupa.

Súper 8, de JJAbrams, ejerce indisimuladamente de máquina del tiempo, tratando de recuperar una esencia perdida, una forma de hacer cine -incluso de vivir, si me apuran-, recuperando aquella mezcla de ingenuidad y espectáculo que hizo de Spìelberg el padre adoptivo de muchos cinéfilos. Abrams, al que la serie Lost concedió un aura casi inalcanzable para un director de series, se había "conformado" hasta el momento con hacerse cargo de una entrega de Misión Imposible, y de recuperar -con brillantez- la saga Star Trek para la causa. Suficiente para despertar interés, pero insuficiente para medirle. Súper 8 es su primera obra enteramente personal. Uno lee, y lo prioritario parece ser examinar su condición de heredero de Spielberg. Escaso reconocimiento para un talento que, premeditación aparte, ha demostrado sobradamente que tiene cabida en la primera línea del cine contemporáneo.

A medio camino entre el calculadísimo homenaje a Spielberg -la relación paterno-filial, las huídas en bicicleta, el contacto visual entre el niño y el monstruo-, y su concepción de cine espectáculo de envergadura -la explosión del tren arranca la respiración de cualquiera-, Súper 8 debería reclamar para sí un mérito casi inalcanzable: la conquista de una parcela del cerebro dormida, el regreso del sabor del regaliz y la nocilla, la evocación de una nostalgia tan real como mágica. Cierto es que ayuda una producción firme e inapelable, una estética pluscuamperfecta, un MacGuffin de manual, y la maravillosa interpretación de los seis niños protagonistas. Pero no es menos cierto que Súper 8 no sería especial si no dejara esa dulzura en el paladar, esa nostalgia mal tapada en nuestros días por el vacío dominio de la tecnología, y ese sueño dormido -o despierto-, que habita en muchos de nosotros, y que nos hace pensar en aquellos días en los que la vida era una enorme carretera de la que sólo conocíamos el principio, y cualquier día una oportunidad para vivir una maravillosa aventura. Eso es Súper 8, a fin de cuentas: Nostalgia grabada en 8 milímetros.

junio 02, 2011

Midnight in Paris - Crítica

Imaginen una Cenicienta invertida, en la que la medianoche marca el inicio del hechizo, y no el final. Imagínensela en un París atemporal, en que un antiguo coche media entre el apático presente y los mágicos años 20. Imagínense hablando con Hemingway, mientras Picasso retrata a una de sus amantes a escasos metros. Imaginen a Woody Allen dirigiendo tal delirio, mientras Owen Wilson presta su rostro para servir al enésimo discurso del director de Manhattan.

Midnight in Paris arranca mecida por suave música de viento, mostrando una secuencia de tomas encadenadas que rinden tributo a la Ciudad de la Luz. Pronto llegaron los decepcionantes recuerdos de Vicky Cristina Barcelona, y el pánico ante la posibilidad de enfrentar un nuevo fiasco en el noble arte del homenaje. Pero no, porque Allen se disfraza esta vez de juglar y utiliza a París como lo que es para todos los que la hemos recorrido para escribir sobre ella: el ideal de la raza bohemia, una excusa para soñar tiempos pasados, departir con genios, y responder a la pregunta de por qué esos cuadros y esos textos sólo pudieron ser escritos en aquellos tiempos lejanos. ¿Existe algo mejor que el pasado, se pregunta Allen, mientras enfoca la pedante mediocridad que percibimos? Tal vez haya que recorrerlo, bañarse en sus aguas, para que la hermosa Marillon Cotillard nos haga ver que incluso en el pasado pensaban que cualquier tiempo fue mejor. Que el presente también puede ser algo más que una frustración constante. Que el brillo de los ojos de esa vendedora que nos habla de Cole Porter con una tímida sonrisa también merece un primer plano arrebatador. Y que París bien vale un sueño, y hasta un inesperado paso adelante, ¿por qué no?

Hacía tiempo que Allen no armonizaba con tanto acierto la melancolía con el ingenio como en Midnight in Paris. Los diálogos fluyen con la brillantez de siempre, pero esta vez hay algo más. Tras muchos años combinando excelentes obras con títulos que, pese a superar la media de la cartelera, parecían más bien destinados a coger fuerza y cumplir el expediente, el prolífico y genial director se viste de cuentacuentos y hace lo que mejor sabe: hablar. Dialogar con la cámara, hacia nosotros, pero también iniciar una excéntrica sesión de espiritismo, y reunirse con Buñuel y Dalí; con Gauguin y Degas. Todo, para seguir haciéndose preguntas. Porque Allen siempre se hace preguntas, y nos hace partícipes del proceso. Y aprovecha la ocasión para despistarnos y darnos una falsa pista, reivindicando la magia del pasado durante todo el metraje, y acabar defendiendo nuestro odiado presente. Y todo para confesarnos al oído que es complicado encontrar el camino a la felicidad, pero también que está dispuesto a ayudarnos a ser un poco más felices con sus películas. Ahora, si me disculpan, les dejo para departir unos minutos con Van Gogh. Hasta el año que viene, maestro.

mayo 17, 2011

Penitencia hacia Montmartre

El Sena, a su paso por París, va teñido del tono turbio y oscuro que identifica el transitar de los ríos por las grandes ciudades. Al igual que el Támesis en Londres o el Guadalquivir en Sevilla, el Sena olvida en la capital de Francia las aguas cristalinas que lo amamantan en su nacimiento, aunque humedece sus calles con la delicadeza con la que las lágrimas limpian unos ojos entristecidos. En sus orillas, los puentes trazan arcos. En las barandillas de estos puentes, muchos dejaron candados para sellar historias de amor que deberían haber sido eternas. Existe una perspectiva del Sena desconocida, y es la de admirarlo a través de los candados que lo pretenden adornar. En primer plano, los nombres grabados. La sospecha de que ella volvió a París años después, con otro, y no pudo evitar la melancolía al toparse por sorpresa con aquel cerrojo supuestamente olvidado. A lo lejos, uno divisa las torres de Notre Dame y la cúpula de la Saint Chapelle. En medio, el Sena, llevándose los recuerdos y cambiándolos por etapas que recorrer, ofreciendo pasajes para un crucero, un tranquilo paseo por la orilla, o el descanso reparador de un viejo banco de piedra. Nosotros elegimos lo segundo y lo tercero, y aún nos dio tiempo a contemplar a un viejo parisino tomando el Sol sin rubor alguno mientras degustábamos el dulce sabor de una ciudad que apenas empezaba a asomarse por el paladar.

La tarde avanzaba, y en el camino de vuelta debíamos encontrar un punto de partida. Debíamos iniciar una penitencia cuyo destino era la Basílica del Sacré Coeur. Inicialmente, el único plan previsto para la tarde de la llegada a París era recorrer el barrio de Montmartre, y terminar el día contemplando una panorámica de París desde el Sacré Coeur. Dado que nuestros pies nos habían llevado bastante más lejos, nos detuvimos, cogimos aire, y comenzamos, plano en mano, el camino que debía llevarnos de vuelta, y más allá.

Si he usado el término penitencia, es para definir lo que, algún día, debió ser un Via Crucis en busca de la redención del pecado. Calles, hoy asfaltadas, que avanzan en pendiente hacia una cima sobre la que se eleva, en blanco marfil, la Basílica del Sacré Coeur. Volvimos a recorrer los Grands Boulevards, fotografiamos la Ópera de París, y pronto nos deslizamos por las estrechas y tumultuosas calles del corazón de Montmartre. Recuerdo con especial intensidad la Rue des Martyrs, una burbujeante vía en la que fromageries y otros comercios se dan cita para dotar al aire parisino de aroma a comida tradicional. El Sacré Coeur ya se divisaba a lo lejos. Paramos a tomar un dulce típico llamado eclier, que compramos en un mercadillo al aire libre. Montmartre merecía más que nunca el calificativo de barrio: Vida, gente, charlas, niños correteando, comerciantes ofreciendo sus productos: -“Bonjour, madame, fromage? Poulet?” -“No, merci!”. Hasta que apareció.

La Basílica del Sacré Coeur se eleva altiva y dominante, engalanada por una gran cúpula blanca. Contaban que guarda una de las mejores vistas de París. Un turista lo tiene complicado para llegar hasta ella. Muchos pillos a la caza, buscando hacerse con la muñeca de alguien para tejer una pulsera a su alrededor y pedir un alto precio por ella. Las vistas son privilegiadas, especialmente si se descubre que se puede subir a la Dome –cúpula- y, tras el peso de más de trescientas escaleras ascendidas, ver todo París desde las alturas. Había cientos de personas ante la basílica, pero sólo tres arriba. Solemne y silencioso, qué duda cabe que era un momento para celebrar, obsequiados por un horizonte que recortaba para nosotros las siluetas de la Defense, la Torre Eiffel o Notre Dame.

Con el atardecer a escasa distancia, bajamos sin comprender por qué tanta gente renunciaba a encontrarse con la mejor panorámica posible. El personal seguía sentado en las escaleras, a los pies de la basílica, haciendo fotos a diestro y siniestro. Tras unas pocas calles giradas, emergió la Place du Tertre, antaño guarida de pintores, y hoy convertida en un bullicioso cuadrado que mezcla lo bohemio con lo paródico, y rinde tributo al retrato express. Y tras varias calles más, en las que míticos cafés, idealistas inquebrantables, un frustrante culto al turismo, y la tan ansiada tranquilidad que, puedo jurar, esconde la parte alta de Montmartre, pudimos aspirar las cenizas de una revolución bohemia que destrozó hace más de un siglo los cánones establecidos. Ya sólo quedan los recuerdos, y placas que dicen que “aquí vivió Picasso”. Una foto, o mejor un cuadro, ante el colorista Moulin Rouge, cerró la velada. París se preparaba para la fiesta. Las discotecas pulsaban el Play de las luces de neón. Los jóvenes invadían terrazas, bares y bistros. Volvíamos a estar en Pigalle. Eso también era Montmartre.

mayo 14, 2011

Imaginando París. Descubriendo París.

A París, uno se la imagina pintada en un óleo en tonos pastel, resguardada bajo la sombra de la Torre Eiffel, y perfumada por el Sena. Antes de abrir los ojos, y encontrársela de frente, llegan a la imaginación los sabores del queso y el champagne; la música de un violín que entona La Vie en Rose; los entremezclados discursos -en perfecto francés- del bohemio y el revolucionario y, por supuesto, el sutil blanco y negro que nos ha invadido en algunas de las postales más hermosas que han sido dibujadas en Europa. Fue parte de un trayecto corto, Barcelona-París, de apenas hora y media, con Marisol a un lado, y el infinito al otro; una espera paciente, guía en mano, planificando seis días en los que, sin saber que el precio sería mi propia alma, París debía dejarme ver parte de la suya.

El aeropuerto, Orly de nombre y apellido, nos recibió con esa sencillez y eficiencia tan europea. Poco esperamos por las maletas; aún menos por el autobús que nos debía acercar a la ciudad. Valga decir que fuimos los únicos que nos atrevimos -con éxito- con la máquina expendedora de billetes. Al poco, otros turistas -viajeros, si me lo permitís- nos rogaban que les ayudásemos a utilizarla. Buena señal, pensé. París ya me trata como a uno de los suyos. Llegó el autobús a los pocos minutos. Tras media hora escasa de recorrido, enlazamos con un tren de cercanías, y París nos dio la bienvenida desprendiendo el bullicio propio de una gran ciudad en viernes a mediodía. ¿Temperatura? Calor, mucho calor. Más de junio que de mayo. Pasamos de chaqueta y jersey a camiseta de manga corta. ¿Distancia? Autobús y tren al hombro, pero aún quedaban un pasillo enorme que atravesaba la Gare du Nord y, por fin, el metro que nos dejó en Pigalle. Sí, dije Pigalle. Si eres parisino, pensarás: "condenado turista, ¿quién te mandó a escoger hotel en una zona de cabarets?". Qué más da. Pigalle forma parte de un valle que duerme a la ladera de la cima del Sacré Coeur.

Comimos en la habitación. No fue Confit de Pato, sino un bocadillo que viajó con nosotros desde Barcelona; un bocado suficiente para reponer fuerzas e iniciar un largo paseo que nos llevaría toda la tarde. La idea inicial era recorrer el barrio de Montmatre. Tomarle el pulso a la ciudad, que diríamos aquí. Pero, ¿saben qué? Que empezamos a caminar, dirección abajo, sin rumbo, con el mero propósito de callejear y ser descubiertos por París. Y nos fuimos alejando de Montmatre. Calles pequeñas que dieron paso a grandes Avenidas, etiquetadas con los nombres de Dior, Channel o Cartier. Apareció la iglesia de la Madeleine, un templo sujeto por columnas corintias, que parece nacer de suelo ateniense, pero que duerme bajo la luna de París. A babor, un boulevard. A estribor, la inmensa Place de la Concorde; una rotonda enorme, coronada en el centro por un obelisco cortesía de Egipto, y que ofrece la primera -o la última- vista al Arco del Triunfo, la Torre Eiffel y el Jardín de las Tulleries.

Me detendré aquí, en las Tulleries. Antes de seguir con el siguiente capítulo, emularé a los habitantes parisinos, cogeré una silla verde, releeré lo ya escrito, y pensaré en qué contaros más tarde. Sólo deciros que este hermoso parque nos mostró el gusto parisino por el reposo, por sentarse en una vieja butaca de hierro, y degustar la tranquilidad de un espacio verde, con un libro en la mano y el cuerpo totalmente relajado. Un pequeño placer al que fue imposible renunciar, más allá de la inmejorable vista, colmada de jardines, setos impecables y el perfil del Louvre en lejanía. El instante duró hasta que el calor nos llevó a la cola de un puesto de helados -italianos, no franceses-, tras un grupo de once compatriotas que quisieron dejar claro de dónde venían. Pobres vendedores, pensé. No me equivoqué.

febrero 27, 2011

Pa Negre - Crítica

Podría parecer injusto, por simple, decir que el cine español se encuentra cómodo fijando su objetivo en los fantasmas de la Guerra Civil, pero no podemos ignorar que una notable parte de los títulos más trascendentes de los últimos años están ubicados en dicha época. No sería mal ejercicio preguntarse el por qué. Es obvio que todo país retroalimenta su esencia a través de sus propias obsesiones. Igual que un gran número de obras nacidas en Estados Unidos desmontan una y otra vez las fisuras del "sueño americano", buscando respuestas a la doble moral que representa la bandera de las cincuenta estrellas, los directores españoles parecen incapaces de dejar de explorar, una y otra vez, las historias que, como Pa Negre, pudieron haber existido en los crudos años que trajo la postguerra. El cine, a fin de cuentas, no puede desconectarse del todo de la realidad. Si hay espacio para la contienda en un informativo contemporáneo, o en la tertulia de un bar, ¿cómo evitar que se inyecte en el séptimo arte?

De cara a tratar el marco que nos ocupa, hay que reconocer que lo que vino después del 36 es una época fascinante para ser narrada en una película. La obra de varios directores -desde Guillermo del Toro hasta Agustí Villaronga- ha dibujado, con brillantez, una España rural, fantasmagórica, clandestina, embrujada y oscura, en la que los ideales luchaban en silencio por subsistir, mientras los matices (Pa Negre está llena, desde la lenta fagocitación del catalán a manos del castellano, hasta la silenciosa resignación de la viuda/mujer) y la contundencia del régimen iban convirtiendo España en la siniestra sepultura de la libertad.

Pa Negre desprende, como El Mar, una extraña mezcla de horror y poesía. Narrada en tono clásico, la película de Villaronga se convierte en un collage de todo aquello que nos han contado, lo que imaginamos, y lo que preferiríamos no saber. Evitando, con gran mérito, enfatizar el tono político de su obra -esto la aleja de propuestas como La Lengua de las Mariposas o la más reciente El Laberinto del Fauno, con las que sí comparte la mirada infantil de la postguerra-, Pa Negre más bien parece la versión española de La Cinta Blanca: un retrato de la infancia enmarcada en el reino de la maldad. ¿O no recuerda la demoledora frase final de Andreu a la gélida mirada de los niños de la película de Haneke? Podemos concluir que algo compartían los albores del nazismo y la herencia de nuestra propia Guerra: la creciente incapacidad de perdonar a nuestros semejantes.

A pesar de los comentados esfuerzos de Villaronga, hay algo en Pa Negre que nos remite al argumento con el que hemos comenzado esta crítica: esa sensación de que el cine español saca parte de lo mejor de sí mismo en el trillado terreno de la postguerra. Tal vez sea la sensación de deja vu que transmite el hijoputismo del personaje de Sergi López. O tal vez que la esencia de la película nos lleve a analizar el abandono de la niñez en medio de tan cruento escenario. El caso es que hay algo en Pa Negre que emana de páginas ya leídas en otras ocasiones. Ello no es óbice para que Villaronga despliegue -como en la inquietante escena inicial- esa extraña cualidad que le lleva a combinar la belleza con la contundencia. Esa especie de magia negra, como el pan del título, es lo que da brillo a una película que, a pesar de las críticas de parte de la prensa más reaccionaria, se ha alzado con un Goya tan inesperado como merecido. Al menos merecido para un cine español que merodea con seguridad en las páginas de la historia mientras decide si apuesta definitivamente por salir de ellas hacia otros caminos.

febrero 23, 2011

Cisne Negro - Crítica

La expresión Cisne Negro engloba, en sí misma, la unión de dos palabras aparentemente antagónicas. El cine nunca huyó de imposibles, pero no deja de parecer quimérica la representación del diabólico proceso en que la inocencia se tiñe de negro -o, lo que aquí ocupa, el descenso al infierno de un ángel celestial-. Tal vez sea por ello que Darren Aronofsky haya decidido recurrir a sí mismo, y volver a rodar de nuevo con la vehemencia, el nervio y la intensidad que hizo de Requiem por un Sueño una obra de culto.

Cisne Negro es como un cuadro barroco de Caravaggio: un fruto de la locura que, a base de planos cortos y endemoniados, encuadres claustrofóbicos (no hay una sola escena en la que la luz natural o el espacio libre hagan acto de presencia) y un estricto proceso de representación del dolor y la demencia, somete al personaje de Natalie Portman a la autodestrucción -tanto física como mental- y la obsesión más enfermiza. Un bailarín de danza entrega su vida a la búsqueda de la perfección de sus movimientos. Aronofsky pone su obra al servicio de tan inconcebible desafío. ¿Se debe concluir que la perfección no puede ser alcanzada sin pagar el precio de la propia vida que la persigue?

Natalie Portman siempre personificó -como Nina, el personaje al que interpreta- la fragilidad en estado puro. Ello le concedió personajes al mismo ritmo que parecía privarle de otros. En Cisne Negro, la actriz de V de Vendetta aparca su condición de eterna promesa, y ofrece la mejor interpretación de su carrera, afrontando cada plano con tal compromiso que uno termina la función preguntándose si no habrá secuelas en su menudo cuerpo. Nina avanza por la obra engañada por su mente, atraída por una mujer que parece ser la antítesis que persigue, y atrapada entre la rígida educación de su madre y la exigencia de su carrera como bailarina. El mérito de Portman es proyectar, como los infinitos reflejos que inundan la obra, todas y cada una de las variantes de un personaje que llega a doler como la más profunda de las heridas.

Cuando hablamos de El Luchador en este mismo blog, nos preguntábamos si Darren Aronofsky no habría renunciado a ser el director que prometía ser al principio de su carrera: un visitante de los territorios más recónditos de la mente humana, un creador sin miedo, un perturbador pura sangre. Cisne Negro responde a esta cuestión con la misma contundencia de sus imágenes, y recupera a un cineasta que, entre sus muchas virtudes, destaca como retratista de la vida convertida en el peor de los infiernos.

febrero 13, 2011

Valor de Ley - Crítica

No cabe duda que una de las miradas más interesantes que ha abarcado las entrañas de América es la de los hermanos Coen. Su filmografía, ejemplar retrato de los claroscuros del continente anglosajón, ha sido testigo en varias ocasiones de la lucha entre el bien y el mal, personificados en papeles clásicos como el del sheriff justiciero y el del asesino. Fargo o No es País para Viejos podrían ser claros exponentes de esta variante. En Valor de Ley, último largometraje de los Coen, el dúo de directores se adentra de nuevo en terrenos ya explorados, eligiendo para esta ocasión la reescritura de una película ya estrenada con el mismo nombre en 1969, y aprovechando para reinventar sus propios códigos narrativos. Lejos del duelo continuado contra el bien que pudimos ver en las películas antes señaladas, el mal es ahora contemplado a distancia, presentado primero como un rumor, después como un fantasma, más tarde como una difusa presencia (en un excelente plano lejano), y finalmente en todo su esplendor. El motivo es evidente: lo que interesa en esta ocasión es la evolución del grupo de justicieros, formado por seres tan distintos como una adolescente con ansias de venganza, un alguacil con ansias de dinero, y un ranger con ansias de reconocimiento.

Valor de Ley se erige como una fábula oscura, con frecuentes visitas a la noche, impregnada de humor negro, y un ejemplar sentido del equilibrio entre aspereza y emoción. Si bien es cierto que la contención preside la mayor parte de la película, no lo es menos que el último tramo es testigo de un intenso crescendo dramático, en el que la cinta estalla hasta llegar a doler. El mal llega, a través de una mirada lasciva, un disparo perdido o una mordedura venenosa. Pero también emerge el bien, protegido por el sagrado código de valores que hizo del western un género de hombres de ley. ¿O no haría palidecer la pequeña heroína que protagoniza la película a gran parte de los protagonistas masculinos con los que nos topamos habitualmente?

Hemos evitado personalizar, pero sería injusto no detenerse en Jeff Bridges, que recoge las riendas de John Wayne y recupera -de nuevo con los Coen- el nivel que ya le hizo inolvidable con El Gran Lebowski. Suya es la profunda creación del alguacil, a medio camino entre el paternalismo de un protector y la dureza de un hombre justo de escrúpulos. Tiene mérito la madura réplica de la joven y desconocida Hailee Steinfeld. Ellos son la cara más visible del penúltimo clásico de los hermanos Coen, una pareja de directores que (casi) siempre logra lo que otros anhelan conseguir tan sólo una vez: que cada fotograma destile toneladas de cine en estado puro.

febrero 07, 2011

Twitter: Libertad expresiva. Riesgo creativo.

Podríamos enunciar que la sociedad contemporánea evoluciona hacia la conformación de un tejido lleno de conexiones e interacciones entre todos aquellos que la formamos. En dicho entramado, la comunicación juega un papel relevante, minimizando distancias físicas -e incluso de clase-, dando voz a todo el que quiera hablar -¿o era twittear?, y cambiando radicalmente lo que hasta ahora entendíamos como lenguaje. Las nuevas tecnologías han proporcionado un espacio idóneo para la interconexión, eliminando las fronteras y limitaciones que, hasta ahora, imponían las que podríamos denominar como "oligarquías de la opinión". Allá donde los blogs -tal vez por falta de dinamismo; tal vez por las limitaciones del propio formato, falto de prestigio, todavía- han sido cuestionados como potenciales sustitutivos del artículo tradicional, ha emergido una alternativa inesperada hasta hace poco, pero cuyas posibilidades parecen estar abriendo un nuevo modo de entender la comunicación: Twitter. Este formato reúne opiniones, crea espacios de debate improvisados, integra en un muro al anónimo y al popular y, por encima de todo, revienta cualquier censura o sesgo que pueda nacer del interés editorial. Twitter es libre, incisivo y salvaje. Es el mensaje como obra, para lo bueno y para lo malo.

Cualquier flujo de información puede recorrer las tuberías de twitter en cuestión de segundos. Dicha agilidad expone, sin embargo, un riesgo serio para el escrito sosegado, reflexivo y argumentado. Pensemos en una comparación absurda: La carta de amor perfumada contra el SMS. ¿No es lo mismo? A fin de cuentas, beber leche recién ordenada es, en esencia, igual que beber un vaso recién servido de un tetrabrick. Es leche. Con el escrito ocurre lo mismo: son palabras. Incluso hay similitud en las sensaciones. Puede haber emoción en un móvil que suena inesperadamente a la 1 de la mañana. Pero algo se perdió en el camino, al menos para un nostálgico. ¿Puede la creciente proyección de twitter hacer del texto largo y pausado una moda lejana o, por el contrario, puede haber espacio para la convivencia? Parece obvio preguntarse si aquel que podría regalar un comentario argumentado, no preferirá jugársela a un mensaje directo de cuatro líneas, capaz de desencadenar el mismo efecto que un alud de nieve en cuestión de minutos. Vayamos más lejos. Creo en la falta de tiempo como uno de los grandes lastres de nuestros días: ¿podrá gestionarse una cuenta de twitter medianamente popular, mientras se trabaja una propuesta de ensayo extensa y argumentada? ¿Corre peligro la reflexión, en aras de impulsar la agilidad que propone twitter? Habrá que seguir la proporción: ¿subirán los tweets en la misma proporción que bajen los artículos de opinión?

Twitter ha podido llegar para cambiar el Mundo -basta un vistazo a Túnez o Egipto-, pero ha tenido la desgracia de caer en manos humanas. Sirve como caldo de cultivo para la rebelión contra el poder -ello lo hace ciertamente estimulante-, pero no es menos cierto que gran parte de sus usuarios lo utilizan como Facebook: esencialmente, para el lucimiento personal. Hay un twitter inquieto y estimulante, pero también un desasosegante ejercicio de banalidad. Esperemos que gane el primero, y no se convierta en aquello que ha convertido a Facebook -otro prometedor servidor, mal utilizado- en un brebaje difícil de digerir. No dejan de verse casos continuados de escribir algo brillante para ser destacados por un tercero, y un contraste curioso: el anónimo que busca el estrellato, enfrentado al famoso que busca ser terrenal. De hecho, es tan frecuente verse sorprendido por un desconocido sagaz, como por una "eminencia" decepcionante en las distancias "cortas".

Sirva este artículo como un collage de pensamientos inconexos, algo así como un par de minutos en Twitter, para destacar la esencia de lo que el emergente portal comunicativo promete y pone en peligro: un cambio radical en la comunicación, hasta el punto de llevar la libertad de expresión hacia terrenos inexplorados, pero también un riesgo enorme para la reflexión escrita.

@arquero.

enero 23, 2011

De Dioses y Hombres - Crítica

“Las flores no se mueven en busca del calor del Sol”. Esta preciosa analogía, citada en la película De Dioses y Hombres, podría servir como punto de partida para hablar de los monjes franceses a los que dan vida sus protagonistas. El calor del Sol bien podría ser esa paz –o mejor dicho, la libertad- que, aunque anhelada, parece evitar al poblado argelino en que se desarrolla el film de Xavier Beauvois. Las flores –los frailes-, reciben el don de convertirse en humanos, huir del terrorismo y salvar sus vidas. Eligen morir, sujetos a las mismas raíces que ellos eligieron. Beauvois les graba, en planos cortos, en la oración y el canto, en el cuidado del huerto, en la mesa y en la lectura, mientras –a veces de viva voz, a veces en secreto- las dudas aparecen en sus semblantes. ¿Ser héroe y seguir a Cristo en el sacrificio, o escapar a tierras seguras?

La aproximación a la religión es siempre terreno peligroso para un cineasta. El equilibrio siempre es complicado. Tal vez sea por ello que Beauvois parece tener más interés por los hombres –con sus eternas preguntas- que por los monjes. De todos modos, la férrea moral de la que hacen gala los frailes conduce al anhelo de un cristianismo basado en los valores, y no la intolerancia. Un monje que lee el Corán en busca de respuestas. Aunque también un integrista que extiende su mano y se disculpa por olvidar la Navidad. La moral por encima del hábito. Ataca el integrismo, pero no una religión que, bien canalizada, podría ser un barbecho para cultivar una cierta moralidad en la humanidad. Beauvois orquesta una película llena de silencios y reflexiones, igual que la visita a una iglesia en busca de paz, y reivindicando, por encima de todo, el heroísmo no buscado de unos hombres de bien.

Cuentan las Sagradas Escrituras que Jesucristo se sacrificó en nombre de la humanidad. En los años noventa, unos monjes eligieron el mismo final, aunque sean otras las razones que les llevaron a su cruz. Beauvois nos narra sus últimos días, sus dudas, e incluso la última cena que tal vez compartieron en medio de una tierra moribunda. Brindaron con vino, y escucharon a Tchaikovsky. No eran monjes. Eran un médico, un agricultor, un apicultor, un líder inquebrantable. Les perdió la pista en medio de un bosque, en una nevada. Jamás volvieron, pero su ética no debería ser olvidada. A pesar de que su sacrificio pudo ser en vano. Creáis en quién creáis. Incluso si no creéis en nada.

enero 06, 2011

El Mejor Cine de 2010

Antes de iniciar este arbitrario listado, quería hacer una reflexión sobre la naturaleza de este tipo de clasificaciones: A menudo, el intento que hacemos de puntuar/ordenar las películas estrenadas en un año determinado -tal vez por rendir homenaje a nuestros gustos; tal vez por hacer perdurar en el tiempo ciertos títulos, anticipando el riesgo de que nuestra memoria olvide que fueron especiales- , provoca que el paso gradual del tiempo penalice a aquellas que vieron la luz con anterioridad. Ello hace que muchas de estas listas estén masificadas por los estrenos más recientes, quedando los títulos presentados en enero o febrero en el olvido. Este blog intentará no caer en tal injusticia, pero ¿cómo estar seguro? Me aferro a un argumento, al menos como declaración de intenciones: tal vez el valor más fácil de puntuar sea el recuerdo: aquellos títulos que perduran en la memoria, son los que seguramente merezcan ser recordados. Ello debe ser independiente del tiempo transcurrido.

2010 fue un año en el que pasaron cosas. No fue un año de apariciones estelares, pero sí he comprobado que la crítica ha presentado especial respeto a aquellas obras que surgieron para replantar las semillas de las que el cine nutre sus ciclos en el presente. Así, los autores más inquietos, aquellos para los que los límites que marca el cine parecen no ser suficientes, han sido destacados con especial acento en este año. Sorprendió que una obra tan inclasificable como Uncle Boonmee Recuerda sus Vidas Pasadas fuera premiada en Cannes, hecho que ha posibilitado que haya tenido una trayectoria comercial que de otra forma no habría podido tener. ¿Es éste el comienzo para que ese cine al que muchos hemos querido acceder, y que basa su esencia en la diferencia y la exploración, tenga por fin cabida en las salas comerciales?

En 2010 también asistimos a la resaca del boom de Avatar, y el consiguiente frenazo en seco de una tecnología -el 3D- que no se consolidará como "necesaria" si no hay autores dispuestos a convertirla en un desafío creativo, y no una simple excusa para incrementar el negocio en las salas comerciales. Finalmente, en contra de lo esperado, son los clásicos (Scorsese, Polänski, Haneke) quienes han acabado monopolizando nuestros recuerdos, al repasar el año cinéfilo. Y sí, fue difícil elegir si la película más brillante del año fue Toy Story 3 o La Red Social. ¿La emotividad o la reflexión? ¿La magia o la solidez del mejor retrato generacional del siglo XXI? Lo que quedó claro es que, como tantas veces hemos comprobado en nuestras vidas, 2010 también nos dejó claro que el cine merece formar parte de nuestras vidas. Por sorprendernos, por robarnos sonrisas, por dejar una lágrima al borde del párpado, por abrir nuevos caminos, por reafirmarse en lo tradicional, por estimularnos, por descolocarnos y, sobretodo, por crear un micromundo en el que perderse dos horas para adentrarse en caminos desconocidos.

Por último, un deseo: que todos valoren que el cine es especial, que no todo vale, que merece esforzarse en buscar calidad, que no es lo mismo una copia barata o descargada que la sensación de ocupar una butaca en el cine, que se acabe el mito de "si leo los subtítulos, no me da tiempo a seguir la película". Id al cine. Disfrutadlo. Valoradlo.

Las Mejores Películas de 2010, según El Renacer de Ícaro.

1 -ex aequo: La Red Social (David Fincher)/ Toy Story 3 (Lee Unkrich)
2 - Un Profeta (Jacques Audiard)
3 - Fantástico Sr. Fox (Wes Anderson)
4 - La Cinta Blanca (Michael Haneke)
5 - El Escritor (Roman Polänski)
6 - Two Lovers (James Gray)
7 - Lourdes (Jessica Hausner)
8 - Shutter Island (Michael Scorsese)
9 - Un Tipo Serio (Ethan & Joel Coen)
10 - En Tierra Hostil (Kathryn Bigelow)

Mención especial: Uncle Boonmee Recuerda sus Vidas Pasadas (Apichatpong Weerasethakul)