noviembre 27, 2011
Un Dios Salvaje - Crítica
noviembre 21, 2011
Balance Electoral
noviembre 16, 2011
Melancholia - Crítica
noviembre 06, 2011
Las Aventuras de Tintin: El Secreto del Unicornio - Crítica
Entrando en materia, podríamos decir que la adaptación planteada por Spielberg es enormemente valiente por dos motivos: afrontar con gallardía el reto antes planteado, y añadirle una nota de descaro en forma de 3D. Ya no sólo se trata de dar vida a Tintin en el celuloide, sino de convertir las austeras viñetas de Hergé en abrumadoras escenas tridimensionales. Ya desde los títulos de crédito, Spìelberg parece cómodo y convencido de la intensidad de su apuesta formal. Más cerca de la incontenible vida de Gollum, que de la pétrea frialdad de Beowulf, la tecnología Motion Capture usada en la película lleva a la animación a terrenos hasta ahora inconcebibles -basta ver la inmensidad de matices del rostro de Tintin-. Así, los Haddock, Tintin y Milu forman más parte del espectáculo de un ilusionista que de la rigidez emocional de las animaciones artificiales, y cobran vida ante nuestros ojos en un glorioso espectáculo visual. Y eso -luego me extiendo- a pesar del 3D.
Los tintinófilos más avispados pudieron, como Hergé, encontrar en Indiana Jones al equivalente cinéfilo del reverenciado reportero. Es por ello que nadie parecía más indicado que Spielberg para llevar al cine a Tintin. A medio camino entre el religioso respeto -la maravillosa presentación de Tintin es el más perfecto homenaje que podamos concebir- y la libertad de un creador que, hasta en la adaptación más difícil, debe continuar siendo él -el tupé de Tintin como Tiburón- lleva a la película al choque/fusión de sensibilidades que tan bien maneja el director de ET -hoy es Hergé; en su día, Kubrick-. Spielberg se concede licencias tan básicas como hilar su historia a través de viñetas de cómics distintos, pero es cuando lleva el riesgo al límite -la fabulosa escena del "robo de llaves" en el barco, el plano secuencia de la persecución final- donde su particular homenaje alcanza cotas más altas: pues su adaptación no es sino la excusa para darle a Tintin lo único que puede dar Spielberg: el cine como universo en que crecer y cobrar vida.
Y así, con una exhibición formal a la que sólo la cuestionable moda del 3D lastra en alguna ocasión -el debate que puede provocar la película no es si hacía falta adaptar Tintin -Spielberg resuelve la disyuntiva con contundencia- sino si hacía falta recurrir al 3D para ello-, el mito dibujado por Hergé hace del cine lo que ya hizo del cómic: su medio natural para seducir, enamorar y hasta abrumar a una legión de seguidores que puede sumar a muchos para la causa tras la proyección de la película. Spielberg presenta, con honores, a Tintin a quienes no le conocían. A los que le guardábamos como una reliquia intocable, nos lo devuelve en su esencia natural: disfrutándolo sentados, en una butaca, pero no pasando páginas, sino secuencias de un cine de una intensidad apabullante.
septiembre 08, 2011
La Piel que Habito - Crítica
Pedro Almodóvar, en sus obras, genera una extraña provocación en lo que no es más que un ejercicio de contorsionismo ético. Ello le mueve a fundir, con una precisión tan quirúrgica como desasosegante, iconos morales que, en manos de otro creador, darían al traste con cualquier obra. Almodóvar es capaz de extraer poesía de una violación, ternura de un asesinato o, en el caso que nos ocupa, amor puro y duro de una tortura inaguantable. Para ello, vuelve a apoyarse en el tono frío de muchas de sus últimas obras -hay algo de La Naranja Mecánica de Kubrick en la folclórica agresión sexual de Zeca a la martirizada Vera- , un entorno casi neutro, que forja un escenario sin vida en el que estalla el torrente de matices que nutre la relación entre el doctor Ledgard y su bello Frankenstein.
Elena Anaya, antológica en el papel de Vera, parece haber sido elegida por evocar de un modo perfecto el deseo, la penitencia, la resistencia y la aflicción. Sus planos cortos podrían ser el homenaje perfecto a la definición de musa: la realidad inalcanzable, la falsa pureza, la creación, a fin de cuentas, de un artista que sólo vé lo que quiere ver. Duro ejercicio para el espectador percibirla, casi tanto como para Almodóvar presentarla. Otra vez el contorsionismo del que antes hablábamos. Banderas mira a una pantalla y se la encuentra, mas para nosotros no es más que el penúltimo desafío ético del creador. ¿Qué vemos, nos preguntamos ante la Gioconda? ¿Qué veríamos, en un segundo visionado, si miramos a los ojos a Elena Anaya?
Un cuento de horror, decíamos al principio, y durante la crítica mencionamos a Drácula y a Frankenstein. En todos los cuentos de horror hubo sitio para un relato ante las llamas, pero también para aquellas experiencias que, como el amor, el deseo, el castigo y la redención, emanan tantas capas y sensaciones como la última obra de Almodóvar. Una obra que fue presentada como de género, y acaba desbordada por la personalidad del director manchego. Una obra moral y artísticamente indefinible.
agosto 20, 2011
Súper 8 - Crítica
junio 02, 2011
Midnight in Paris - Crítica
mayo 17, 2011
Penitencia hacia Montmartre
El Sena, a su paso por París, va teñido del tono turbio y oscuro que identifica el transitar de los ríos por las grandes ciudades. Al igual que el Támesis en Londres o el Guadalquivir en Sevilla, el Sena olvida en la capital de Francia las aguas cristalinas que lo amamantan en su nacimiento, aunque humedece sus calles con la delicadeza con la que las lágrimas limpian unos ojos entristecidos. En sus orillas, los puentes trazan arcos. En las barandillas de estos puentes, muchos dejaron candados para sellar historias de amor que deberían haber sido eternas. Existe una perspectiva del Sena desconocida, y es la de admirarlo a través de los candados que lo pretenden adornar. En primer plano, los nombres grabados. La sospecha de que ella volvió a París años después, con otro, y no pudo evitar la melancolía al toparse por sorpresa con aquel cerrojo supuestamente olvidado. A lo lejos, uno divisa las torres de Notre Dame y la cúpula de la Saint Chapelle. En medio, el Sena, llevándose los recuerdos y cambiándolos por etapas que recorrer, ofreciendo pasajes para un crucero, un tranquilo paseo por la orilla, o el descanso reparador de un viejo banco de piedra. Nosotros elegimos lo segundo y lo tercero, y aún nos dio tiempo a contemplar a un viejo parisino tomando el Sol sin rubor alguno mientras degustábamos el dulce sabor de una ciudad que apenas empezaba a asomarse por el paladar.
La tarde avanzaba, y en el camino de vuelta debíamos encontrar un punto de partida. Debíamos iniciar una penitencia cuyo destino era la Basílica del Sacré Coeur. Inicialmente, el único plan previsto para la tarde de la llegada a París era recorrer el barrio de Montmartre, y terminar el día contemplando una panorámica de París desde el Sacré Coeur. Dado que nuestros pies nos habían llevado bastante más lejos, nos detuvimos, cogimos aire, y comenzamos, plano en mano, el camino que debía llevarnos de vuelta, y más allá.
Si he usado el término penitencia, es para definir lo que, algún día, debió ser un Via Crucis en busca de la redención del pecado. Calles, hoy asfaltadas, que avanzan en pendiente hacia una cima sobre la que se eleva, en blanco marfil, la Basílica del Sacré Coeur. Volvimos a recorrer los Grands Boulevards, fotografiamos la Ópera de París, y pronto nos deslizamos por las estrechas y tumultuosas calles del corazón de Montmartre. Recuerdo con especial intensidad la Rue des Martyrs, una burbujeante vía en la que fromageries y otros comercios se dan cita para dotar al aire parisino de aroma a comida tradicional. El Sacré Coeur ya se divisaba a lo lejos. Paramos a tomar un dulce típico llamado eclier, que compramos en un mercadillo al aire libre. Montmartre merecía más que nunca el calificativo de barrio: Vida, gente, charlas, niños correteando, comerciantes ofreciendo sus productos: -“Bonjour, madame, fromage? Poulet?” -“No, merci!”. Hasta que apareció.
La Basílica del Sacré Coeur se eleva altiva y dominante, engalanada por una gran cúpula blanca. Contaban que guarda una de las mejores vistas de París. Un turista lo tiene complicado para llegar hasta ella. Muchos pillos a la caza, buscando hacerse con la muñeca de alguien para tejer una pulsera a su alrededor y pedir un alto precio por ella. Las vistas son privilegiadas, especialmente si se descubre que se puede subir a la Dome –cúpula- y, tras el peso de más de trescientas escaleras ascendidas, ver todo París desde las alturas. Había cientos de personas ante la basílica, pero sólo tres arriba. Solemne y silencioso, qué duda cabe que era un momento para celebrar, obsequiados por un horizonte que recortaba para nosotros las siluetas de la Defense, la Torre Eiffel o Notre Dame.
Con el atardecer a escasa distancia, bajamos sin comprender por qué tanta gente renunciaba a encontrarse con la mejor panorámica posible. El personal seguía sentado en las escaleras, a los pies de la basílica, haciendo fotos a diestro y siniestro. Tras unas pocas calles giradas, emergió la Place du Tertre, antaño guarida de pintores, y hoy convertida en un bullicioso cuadrado que mezcla lo bohemio con lo paródico, y rinde tributo al retrato express. Y tras varias calles más, en las que míticos cafés, idealistas inquebrantables, un frustrante culto al turismo, y la tan ansiada tranquilidad que, puedo jurar, esconde la parte alta de Montmartre, pudimos aspirar las cenizas de una revolución bohemia que destrozó hace más de un siglo los cánones establecidos. Ya sólo quedan los recuerdos, y placas que dicen que “aquí vivió Picasso”. Una foto, o mejor un cuadro, ante el colorista Moulin Rouge, cerró la velada. París se preparaba para la fiesta. Las discotecas pulsaban el Play de las luces de neón. Los jóvenes invadían terrazas, bares y bistros. Volvíamos a estar en Pigalle. Eso también era Montmartre.
mayo 14, 2011
Imaginando París. Descubriendo París.
febrero 27, 2011
Pa Negre - Crítica
febrero 23, 2011
Cisne Negro - Crítica
febrero 13, 2011
Valor de Ley - Crítica
Valor de Ley se erige como una fábula oscura, con frecuentes visitas a la noche, impregnada de humor negro, y un ejemplar sentido del equilibrio entre aspereza y emoción. Si bien es cierto que la contención preside la mayor parte de la película, no lo es menos que el último tramo es testigo de un intenso crescendo dramático, en el que la cinta estalla hasta llegar a doler. El mal llega, a través de una mirada lasciva, un disparo perdido o una mordedura venenosa. Pero también emerge el bien, protegido por el sagrado código de valores que hizo del western un género de hombres de ley. ¿O no haría palidecer la pequeña heroína que protagoniza la película a gran parte de los protagonistas masculinos con los que nos topamos habitualmente?
Hemos evitado personalizar, pero sería injusto no detenerse en Jeff Bridges, que recoge las riendas de John Wayne y recupera -de nuevo con los Coen- el nivel que ya le hizo inolvidable con El Gran Lebowski. Suya es la profunda creación del alguacil, a medio camino entre el paternalismo de un protector y la dureza de un hombre justo de escrúpulos. Tiene mérito la madura réplica de la joven y desconocida Hailee Steinfeld. Ellos son la cara más visible del penúltimo clásico de los hermanos Coen, una pareja de directores que (casi) siempre logra lo que otros anhelan conseguir tan sólo una vez: que cada fotograma destile toneladas de cine en estado puro.
febrero 07, 2011
Twitter: Libertad expresiva. Riesgo creativo.
Podríamos enunciar que la sociedad contemporánea evoluciona hacia la conformación de un tejido lleno de conexiones e interacciones entre todos aquellos que la formamos. En dicho entramado, la comunicación juega un papel relevante, minimizando distancias físicas -e incluso de clase-, dando voz a todo el que quiera hablar -¿o era twittear?, y cambiando radicalmente lo que hasta ahora entendíamos como lenguaje. Las nuevas tecnologías han proporcionado un espacio idóneo para la interconexión, eliminando las fronteras y limitaciones que, hasta ahora, imponían las que podríamos denominar como "oligarquías de la opinión". Allá donde los blogs -tal vez por falta de dinamismo; tal vez por las limitaciones del propio formato, falto de prestigio, todavía- han sido cuestionados como potenciales sustitutivos del artículo tradicional, ha emergido una alternativa inesperada hasta hace poco, pero cuyas posibilidades parecen estar abriendo un nuevo modo de entender la comunicación: Twitter. Este formato reúne opiniones, crea espacios de debate improvisados, integra en un muro al anónimo y al popular y, por encima de todo, revienta cualquier censura o sesgo que pueda nacer del interés editorial. Twitter es libre, incisivo y salvaje. Es el mensaje como obra, para lo bueno y para lo malo.
Cualquier flujo de información puede recorrer las tuberías de twitter en cuestión de segundos. Dicha agilidad expone, sin embargo, un riesgo serio para el escrito sosegado, reflexivo y argumentado. Pensemos en una comparación absurda: La carta de amor perfumada contra el SMS. ¿No es lo mismo? A fin de cuentas, beber leche recién ordenada es, en esencia, igual que beber un vaso recién servido de un tetrabrick. Es leche. Con el escrito ocurre lo mismo: son palabras. Incluso hay similitud en las sensaciones. Puede haber emoción en un móvil que suena inesperadamente a la 1 de la mañana. Pero algo se perdió en el camino, al menos para un nostálgico. ¿Puede la creciente proyección de twitter hacer del texto largo y pausado una moda lejana o, por el contrario, puede haber espacio para la convivencia? Parece obvio preguntarse si aquel que podría regalar un comentario argumentado, no preferirá jugársela a un mensaje directo de cuatro líneas, capaz de desencadenar el mismo efecto que un alud de nieve en cuestión de minutos. Vayamos más lejos. Creo en la falta de tiempo como uno de los grandes lastres de nuestros días: ¿podrá gestionarse una cuenta de twitter medianamente popular, mientras se trabaja una propuesta de ensayo extensa y argumentada? ¿Corre peligro la reflexión, en aras de impulsar la agilidad que propone twitter? Habrá que seguir la proporción: ¿subirán los tweets en la misma proporción que bajen los artículos de opinión?
Twitter ha podido llegar para cambiar el Mundo -basta un vistazo a Túnez o Egipto-, pero ha tenido la desgracia de caer en manos humanas. Sirve como caldo de cultivo para la rebelión contra el poder -ello lo hace ciertamente estimulante-, pero no es menos cierto que gran parte de sus usuarios lo utilizan como Facebook: esencialmente, para el lucimiento personal. Hay un twitter inquieto y estimulante, pero también un desasosegante ejercicio de banalidad. Esperemos que gane el primero, y no se convierta en aquello que ha convertido a Facebook -otro prometedor servidor, mal utilizado- en un brebaje difícil de digerir. No dejan de verse casos continuados de escribir algo brillante para ser destacados por un tercero, y un contraste curioso: el anónimo que busca el estrellato, enfrentado al famoso que busca ser terrenal. De hecho, es tan frecuente verse sorprendido por un desconocido sagaz, como por una "eminencia" decepcionante en las distancias "cortas".
Sirva este artículo como un collage de pensamientos inconexos, algo así como un par de minutos en Twitter, para destacar la esencia de lo que el emergente portal comunicativo promete y pone en peligro: un cambio radical en la comunicación, hasta el punto de llevar la libertad de expresión hacia terrenos inexplorados, pero también un riesgo enorme para la reflexión escrita.
@arquero.
enero 23, 2011
De Dioses y Hombres - Crítica
“Las flores no se mueven en busca del calor del Sol”. Esta preciosa analogía, citada en la película De Dioses y Hombres, podría servir como punto de partida para hablar de los monjes franceses a los que dan vida sus protagonistas. El calor del Sol bien podría ser esa paz –o mejor dicho, la libertad- que, aunque anhelada, parece evitar al poblado argelino en que se desarrolla el film de Xavier Beauvois. Las flores –los frailes-, reciben el don de convertirse en humanos, huir del terrorismo y salvar sus vidas. Eligen morir, sujetos a las mismas raíces que ellos eligieron. Beauvois les graba, en planos cortos, en la oración y el canto, en el cuidado del huerto, en la mesa y en la lectura, mientras –a veces de viva voz, a veces en secreto- las dudas aparecen en sus semblantes. ¿Ser héroe y seguir a Cristo en el sacrificio, o escapar a tierras seguras?
La aproximación a la religión es siempre terreno peligroso para un cineasta. El equilibrio siempre es complicado. Tal vez sea por ello que Beauvois parece tener más interés por los hombres –con sus eternas preguntas- que por los monjes. De todos modos, la férrea moral de la que hacen gala los frailes conduce al anhelo de un cristianismo basado en los valores, y no la intolerancia. Un monje que lee el Corán en busca de respuestas. Aunque también un integrista que extiende su mano y se disculpa por olvidar la Navidad. La moral por encima del hábito. Ataca el integrismo, pero no una religión que, bien canalizada, podría ser un barbecho para cultivar una cierta moralidad en la humanidad. Beauvois orquesta una película llena de silencios y reflexiones, igual que la visita a una iglesia en busca de paz, y reivindicando, por encima de todo, el heroísmo no buscado de unos hombres de bien.
Cuentan las Sagradas Escrituras que Jesucristo se sacrificó en nombre de la humanidad. En los años noventa, unos monjes eligieron el mismo final, aunque sean otras las razones que les llevaron a su cruz. Beauvois nos narra sus últimos días, sus dudas, e incluso la última cena que tal vez compartieron en medio de una tierra moribunda. Brindaron con vino, y escucharon a Tchaikovsky. No eran monjes. Eran un médico, un agricultor, un apicultor, un líder inquebrantable. Les perdió la pista en medio de un bosque, en una nevada. Jamás volvieron, pero su ética no debería ser olvidada. A pesar de que su sacrificio pudo ser en vano. Creáis en quién creáis. Incluso si no creéis en nada.