junio 02, 2011

Midnight in Paris - Crítica

Imaginen una Cenicienta invertida, en la que la medianoche marca el inicio del hechizo, y no el final. Imagínensela en un París atemporal, en que un antiguo coche media entre el apático presente y los mágicos años 20. Imagínense hablando con Hemingway, mientras Picasso retrata a una de sus amantes a escasos metros. Imaginen a Woody Allen dirigiendo tal delirio, mientras Owen Wilson presta su rostro para servir al enésimo discurso del director de Manhattan.

Midnight in Paris arranca mecida por suave música de viento, mostrando una secuencia de tomas encadenadas que rinden tributo a la Ciudad de la Luz. Pronto llegaron los decepcionantes recuerdos de Vicky Cristina Barcelona, y el pánico ante la posibilidad de enfrentar un nuevo fiasco en el noble arte del homenaje. Pero no, porque Allen se disfraza esta vez de juglar y utiliza a París como lo que es para todos los que la hemos recorrido para escribir sobre ella: el ideal de la raza bohemia, una excusa para soñar tiempos pasados, departir con genios, y responder a la pregunta de por qué esos cuadros y esos textos sólo pudieron ser escritos en aquellos tiempos lejanos. ¿Existe algo mejor que el pasado, se pregunta Allen, mientras enfoca la pedante mediocridad que percibimos? Tal vez haya que recorrerlo, bañarse en sus aguas, para que la hermosa Marillon Cotillard nos haga ver que incluso en el pasado pensaban que cualquier tiempo fue mejor. Que el presente también puede ser algo más que una frustración constante. Que el brillo de los ojos de esa vendedora que nos habla de Cole Porter con una tímida sonrisa también merece un primer plano arrebatador. Y que París bien vale un sueño, y hasta un inesperado paso adelante, ¿por qué no?

Hacía tiempo que Allen no armonizaba con tanto acierto la melancolía con el ingenio como en Midnight in Paris. Los diálogos fluyen con la brillantez de siempre, pero esta vez hay algo más. Tras muchos años combinando excelentes obras con títulos que, pese a superar la media de la cartelera, parecían más bien destinados a coger fuerza y cumplir el expediente, el prolífico y genial director se viste de cuentacuentos y hace lo que mejor sabe: hablar. Dialogar con la cámara, hacia nosotros, pero también iniciar una excéntrica sesión de espiritismo, y reunirse con Buñuel y Dalí; con Gauguin y Degas. Todo, para seguir haciéndose preguntas. Porque Allen siempre se hace preguntas, y nos hace partícipes del proceso. Y aprovecha la ocasión para despistarnos y darnos una falsa pista, reivindicando la magia del pasado durante todo el metraje, y acabar defendiendo nuestro odiado presente. Y todo para confesarnos al oído que es complicado encontrar el camino a la felicidad, pero también que está dispuesto a ayudarnos a ser un poco más felices con sus películas. Ahora, si me disculpan, les dejo para departir unos minutos con Van Gogh. Hasta el año que viene, maestro.

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