febrero 13, 2011

Valor de Ley - Crítica

No cabe duda que una de las miradas más interesantes que ha abarcado las entrañas de América es la de los hermanos Coen. Su filmografía, ejemplar retrato de los claroscuros del continente anglosajón, ha sido testigo en varias ocasiones de la lucha entre el bien y el mal, personificados en papeles clásicos como el del sheriff justiciero y el del asesino. Fargo o No es País para Viejos podrían ser claros exponentes de esta variante. En Valor de Ley, último largometraje de los Coen, el dúo de directores se adentra de nuevo en terrenos ya explorados, eligiendo para esta ocasión la reescritura de una película ya estrenada con el mismo nombre en 1969, y aprovechando para reinventar sus propios códigos narrativos. Lejos del duelo continuado contra el bien que pudimos ver en las películas antes señaladas, el mal es ahora contemplado a distancia, presentado primero como un rumor, después como un fantasma, más tarde como una difusa presencia (en un excelente plano lejano), y finalmente en todo su esplendor. El motivo es evidente: lo que interesa en esta ocasión es la evolución del grupo de justicieros, formado por seres tan distintos como una adolescente con ansias de venganza, un alguacil con ansias de dinero, y un ranger con ansias de reconocimiento.

Valor de Ley se erige como una fábula oscura, con frecuentes visitas a la noche, impregnada de humor negro, y un ejemplar sentido del equilibrio entre aspereza y emoción. Si bien es cierto que la contención preside la mayor parte de la película, no lo es menos que el último tramo es testigo de un intenso crescendo dramático, en el que la cinta estalla hasta llegar a doler. El mal llega, a través de una mirada lasciva, un disparo perdido o una mordedura venenosa. Pero también emerge el bien, protegido por el sagrado código de valores que hizo del western un género de hombres de ley. ¿O no haría palidecer la pequeña heroína que protagoniza la película a gran parte de los protagonistas masculinos con los que nos topamos habitualmente?

Hemos evitado personalizar, pero sería injusto no detenerse en Jeff Bridges, que recoge las riendas de John Wayne y recupera -de nuevo con los Coen- el nivel que ya le hizo inolvidable con El Gran Lebowski. Suya es la profunda creación del alguacil, a medio camino entre el paternalismo de un protector y la dureza de un hombre justo de escrúpulos. Tiene mérito la madura réplica de la joven y desconocida Hailee Steinfeld. Ellos son la cara más visible del penúltimo clásico de los hermanos Coen, una pareja de directores que (casi) siempre logra lo que otros anhelan conseguir tan sólo una vez: que cada fotograma destile toneladas de cine en estado puro.

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