Afirmamos los catalanes que todo comenzó con la famosa sentencia del Tribunal Constitucional (junio, 2010), aunque todos sabemos que esto viene de lejos. Catalunya ha querido hacerse mayor dentro de una España en la que muchos cuestionan el propio Estado de las Autonomías. Ambas naciones han protagonizado una guerra fría, asimétricamente simbiótica, basada en un presunto interés mutuo, pero marcada a fuego por la desconfianza. Los catalufos. Los fachas. La convivencia implica, ante todo, la aceptación de las diferencias. La empatía. El respeto hacia ideas que están en las antípodas de tus creencias. Este es el gran fracaso. En España hay quien mira mal a Catalunya porque hablamos raro. En Catalunya hay quien mira mal a España porque nos roban. Es algo trivial, basado en el chascarrillo, pero desgasta.
Acabo de experimentar lo que se siente enfrentándote a una papeleta en la que te preguntan dónde quieres pasar el resto de tu vida. Como bien dijo Josep Cuní hace unos meses, "una cosa es manifestar-se; una altra, dipositar el vot a la urna". Es difícil poner el bolígrafo en una casilla. Entre otras cosas, porque unionistas e independentistas han introducido el concepto de traición ante lo que no sea la elección que respectivamente defienden. Traicionas a Catalunya o a España. Yo no he asistido a ninguna manifestación desde la que, en 2010, proclamaba el enfado catalán ante la sentencia del Tribunal Constitucional. Fui porque no podía entender que un Estatut legitimado por la población catalana, el Parlament y las Cortes Españolas tuviera que ser corregido por un estamento judicial. Mi idea de la democracia saltó por los aires. Mi enfado fue aún mayor cuando supe que lo que era inconstitucional en Catalunya no lo era en otras comunidades. Yo también me hice la pregunta que muchos se han hecho estos años: ¿Y si no nos quieren? ¿Y si no aceptan que somos diferentes? ¿Y si sólo se puede ser español de un modo?
En 2014, me confieso apátrida. Estoy aburrido del debate territorial. Se habla más del "dónde" que del "qué". Llevo años defendiendo la catalanidad en el resto de España; y la españolidad en Catalunya. Y ya estoy cansado. Cedo mi labor conciliadora a otro. Yo tengo un gran respeto por la capacidad de cada individuo a la hora de formarse una opinión, así que doy por hecho que el que haya llegado a una conclusión, lo ha hecho desde la libertad de elegir lo que quiere para sí mismo. Huyo de ver a mis compatriotas como un rebaño dirigido por un ente manipulador. Cada uno tiene la capacidad intelectual suficiente como para formarse una opinión propia e individualizada.
Reconozco que no he sido seducido por el movimiento independentista. Me ha sobrado fiesta y folklore, y me ha faltado debate y contenido. Permítanme enumerar mis dudas:
- Aún no sé qué tiene Catalunya de diferente en relación a España. Compartimos vicios, gusto por la corrupción, entidades financieras intervenidas, escándalos de evasión fiscal, incompetencia institucional y un importante grado de soberbia. Cuando leo referencias a la #MarcaEspaña, me pregunto cómo tenemos el morro de no aceptar que nuestras miserias se parecen mucho a las del resto de España. Que los de aquí las han hecho tan gordas como los de allí. ¿Me van a convencer que la Catalunya independiente, gobernada por los mismos de ahora, va a ser distinta? ¿Me van a asegurar que un pacto constituyente hecho por los mismos de ahora va a eliminar cualquier posibilidad de corrupción?
- Los eufemismos: Dret a Decidir. Procès Participatiu. Yo soy un convencido defensor de la Consulta, pero digamos ya que el objetivo de quienes lideran el Procès es la independencia, no fotem. Y no pasa nada. Es lícito. Tengo un enorme respeto por los que lo afirman sin matices. Pero no engañemos. Nadie vota por el puro placer de votar, así que dudo mucho que la canalización de la energía que se ha generado en Catalunya pueda ser un simple ejercicio de voto. A Carme Forcadell se le escapó la verdad en plena Diada. "Votarem i guanyarem". Hay quien ha defendido el proceso bajo el prisma de darle voz a un pueblo frustrado, cuando la realidad puede que sea conseguir la independencia al precio que sea. Es hermoso defender la democracia, pero no lo es menos decir la verdad.
- Le reconozco a la ANC su arrolladora capacidad de movilización. Han dibujado un escenario familiar y festivo en el que la independencia suena a libertad, fiesta y color. Si no eres indepe, no eres cool. Si quieres seguir en España, eres un rancio. Hábil, inteligente. Un poderoso ejercicio de marketing al que no he sabido rendirme. Únicamente la falta de complejos de las CUP de David Fernández o Quim Arrufat me ha despertado una cierta simpatía. Su idea de constituir un Estado para empezar de cero y cambiarlo todo es romántica. Algo ingenua pero entrañable. El problema es que quienes se han puesto delante del Procès lo hacen por otros motivos. Económicos o jerárquicos. Para recuperar el poder, o arrebatarlo. Para definir si, en esta guerra interna y silenciosa que vivimos en Catalunya -y que pasa desapercibida-, se impone la continuidad de la burguesía que siempre ha gobernado (CiU), o lo hace el impulso de la catalanidad incipiente (ERC, ANC).
- ¿Qué carajo es el Sí-No?
Pasemos a España. Seré breve. Mariano Rajoy Brey. Un cobarde. Un mediocre. Un incapaz. El presidente de un Gobierno desastroso para España, que ha renunciado a la política y que no se ha permitido ni un sólo gesto de persuasión hacia Catalunya hasta el día de hoy. Un señor que no se ha enterado que estamos en 2014, y que es la perfecta metáfora de Galicia, un lugar donde suele llover tanto que sus habitantes han convertido el gesto de esperar a que escampe en su modo de entender la vida. El independentismo ha barrido al Gobierno en cuanto a capacidad de seducción. Un adolescente catalán ve a España como un ente administrativo que le impide votar y ser mayor. La desafección es enorme. España, en el imaginario colectivo catalán, es un país representado por un gobierno intransigente, un tribunal arcaico, y cuatro fascistas en la Plaza Catalunya gritando consignas con la mano derecha en alto. Catalunya, paralelamente, es un inmenso grupo de familias y amigos manifestándose con camisetas rojas y amarillas por la libertad. Estamos en 2014, y el impacto de la imagen es mayúsculo. Juzguen ustedes.
He impreso mi papeleta, pero con ella no ha salido ningún tipo de ilusión por votar. Nací en el 81, y sólo he vivido en democracia. Tal vez sea por ello que tengo una gran fe en mi generación, y que crea que la España que hemos conocido hasta ahora cambiará, y mucho. Que será posible volver a tender puentes de diálogo, ya que no hablaremos con los que criticaban la Constitución y el Estado de las Autonomías -como pasa ahora- sino con los que -como nosotros- se han acostumbrado a pensar que podemos hablar de todo. Que en España también hay mucha gente que quiere que las cosas cambien, y que en Catalunya hay muchos que quieren que las cosas sigan igual. Que esta Batalla no es entre territorios, sino entre ideales. Que el debate no es Catalunya/España sino cambiar o no cambiar. Que Catalunya aún puede ser un gran motor para una nueva manera de entender España. Respeto -y hasta puedo llegar a entender- que algunos crean que ya no es posible. Pese a todo, yo, como aún no he perdido la fe en España, ni he sido seducido por el independentismo, en caso de votar, votaré que NO. Y no me sentiría un mal catalán por hacerlo, ni tampoco un mal español por participar en un proceso tan discutido legalmente. Somos seres complejos y, en cada momento, una decisión volátil y confusa. ¿Y quién soy yo? Una contradicción. Como todos, tal vez. Ya lo dice mi perfil de Twitter, "sóc català, d'esquerres, cinèfil.. i del Madrid".
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