Asumiendo que, con el permiso de Wes Anderson, Alexander Payne se ha ido convirtiendo en el director más reconocible de su generación, podríamos plantear el visionado de Nebraska como el del nuevo capítulo de una gran Road Movie de la que formarían parte Entre Copas, A Propósito de Smith, Los Descendientes y la propia Nebraska. Siendo éstas obras muy diferentes entre sí, no podemos obviar la existencia de lugares comunes. Limitándonos a lo conceptual, podemos afirmar que en el cine de Payne siempre asistimos a (1) la lenta reconstrucción interna tras una tragedia, que puede ir desde la muerte a una ruptura sentimental; (2) la necesidad de extender lazos con los seres queridos para levantarnos tras la caída, y (3) la constante aparición y curación de heridas, tanto internas como externas, como parte de la necesaria redención personal.
Alexander Payne es coautor -junto a cineastas como Paul Thomas Anderson o David Fincher- de un gran relato sobre la Norteamérica de los últimos tiempos. En la obra que nos ocupa, su mirada se instala en parajes que parecen ajenos al paso del tiempo. Nebraska es un viaje lento, contemplativo, en el que vale la pena detenerse ante un afeado Monte Rushmore, beber unas Budweiser en una vieja taberna, o, especialmente, tratar de explorar el pasado familiar en busca de uno mismo. Todo para enfatizar la extrañeza de una sociedad anclada en un tiempo que uno ya no sabe si es pasado, presente o futuro. En la Nebraska de Payne, sus personajes tienen poco que decir. Tal vez sea porque sus vivencias no merezcan más que dos palabras, aunque haya hermanos que no se hayan visto en décadas. O tal vez porque sólo hay historias que callar. Las calles se llenan de gente sentada, tratando de ver pasar el tiempo y olvidar. ¿Es esa la sociedad que sólo puede ser rodada en blanco y negro y que esconde tras sus muros a la América del Tea Party?
La desconexión como constante. Este concepto podría ser la piedra filosofal del cine de Alexander Payne. Sus relatos parten de familias desestructuradas, así como de personas ajenas, desde la convicción, a la realidad que los rodea. Es por ello que en sus historias debe ocurrir algo drástico para que los puentes reaparezcan y lo sentimientos afloren de nuevo. El primer plano de Nebraska es el de un viejo andando por un arcén hacia no se sabe dónde. Más tarde sabremos que se ha obsesionado con recorrer mil kilómetros tras un timo de un millón de dólares. O el indicio de una locura que, sorprendentemente, parece haberse vuelto necesaria para conectar con los nuestros. O con nosotros mismos.
Quien aquí escribe se enamoró del cine de Alexander Payne en un plano de Entre Copas. Una escena en la que Paul Giamatti besaba a Virginia Madsen en una cocina. A diferencia de la mayoría de besos, aquél era un ósculo rodado desde la fealdad, la distancia, los nervios y una implacable honestidad. Algo similar pasaba en Los Descendientes, cuando veíamos a George Clooney correr como un loco con el menos ortodoxo de los estilos. Alexander Payne parece buscar, desde su cámara, la mirada más honesta posible hacia lo que le ha rodeado y le rodea. Lo hace sin dejar de empatizar con unos personajes a los que, a diferencia de otros cineastas, se empeña en comprender y redimir. Un cineasta, en fin, cuya obra maestra parece estar por llegar, pero que se confirma, con esta espléndida película, como una mirada imprescindible dentro del cine americano.
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