Christopher Nolan parece llevar años persiguiendo con ahínco la construcción de la realidad, algo que es totalmente independiente del tema a tratar. Paradójicamente, las historias de Nolan suelen transcurrir fuera de cualquier parámetro que pudiésemos asociar a lo que entendemos por real. Parece como si el director de El Truco Final quisiera demostrarnos que el cine es el mejor vehículo para hacer que lo imposible parezca posible. Y Nolan sabe que sólo podemos concebir lo imposible desde la intuición de lo real. En El Caballero Oscuro, el aterrador Joker -tal vez, el punto más distante respecto al Batman de Tim Burton- estaba concebido desde el dolor. No era difícil imaginar al siniestro personaje cincelando angustiosamente su sonrisa ante un espejo. La obsesión por el realismo, que dio forma a la versión más grave y realista de Gotham que haya existido, es una de las grandes esencias de Interstellar.
Ya desde su arranque, que en cierto modo nos lleva a pensar en el Steven Spielberg de La Guerra de los Mundos, la última película de Nolan persigue el rigor más absoluto. Ello tiene continuidad en el metraje. Todo lo que aparece en pantalla es apabullantemente creíble, ya sea una futura y moribunda imagen de la Tierra, un paseo interestelar alrededor de los anillos de Saturno, o un desconcertante tratado físico que nos lleva a recordar la matemática multidimensional de Perdidos.
Más allá de las inquietudes científicas de Christopher Nolan, Interstellar es, por encima de todo, una gran película. Sus exigentes tres horas apenas permiten un respiro. A su lado, experimentos fallidos como la reciente Elysium quedan aplastados sin piedad. Nolan, excelente constructor de escenas, aprovecha el infinito entorno que le permite la ciencia ficción para sacarse de la manga impagables hallazgos como los robots Tars y Case, así como para retratar de forma magistral la implacable hostilidad de dos planetas que rechazan sin tapujos la colonización humana. Interstellar es una película que, desde su declaración de amor a la ciencia, parece dialogar, a través de un agujero negro, con referentes tan dispares como Contact, 2001. Una Odisea del Espacio, o la más reciente Gravity. Es posible que la película funcione mejor cuando se entrega a la emoción -la despedida de McConaughey- que a las leyes de la física, pero no es menos cierto que -como ya afirmamos en la crítica de Origen- es loable el incuestionable respeto con el que Nolan, incapaz de dejar trazas en el guión, trata siempre al espectador.
En Nolan siempre se ha intuido a un ser ambicioso. Alguien que sigue y seguirá dejando clara su lícita pretensión de sentar cátedra en la historia del cine. Sus películas provocan sensaciones más cercanas al desafío intelectual que al entretenimiento. Ello debería alertar a todo aquel que se acerque a su obra. A Nolan no es posible afrontarlo sin el mismo compromiso y rigor con el que baña sus películas. Salir airoso de un reto como Interstellar sólo es posible para alguien de su talento. Es difícil saber si dará con la tecla que le permitirá crear una nueva obra maestra -insisto que sólo le reconozco tal calificación a Memento- pero, igual que los personajes de Interestellar, parece que sería capaz de recorrer galaxias enteras hasta conseguirlo.
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