octubre 26, 2013

La Noche de los Girasoles - Crítica

La primera escena de La Noche de los Girasoles dibuja, desde la lejanía, la primera huida de la película. De manera frugal, la cámara muestra a un hombre escapando de un campo de girasoles, poniéndose los pantalones de manera precipitada y subiendo a un coche. Pronto deducimos que algo horrible acaba de pasar. Algo que, por muy cruel que sea, acabará tapado por la tradición de un país en el que nunca pasa nada.

Sin saber muy bien por qué, siempre he pensado que España se ha hecho a sí misma en base a la mentira. Tal vez sea por su propia composición, llena de micromundos rurales, en los que un ínfimo grupo de personas decide qué es verdad y qué es mentira. Qué merece la pena gritar, y qué silenciar para siempre. El que haya visitado esos lugares sabrá de lo que hablo. Esas miradas perdidas, asustadizas y desconfiadas que se te clavan para siempre. Ese eterno castigo que representa la imposibilidad de huir de tu propia vida. Esas habitaciones sin visitar. Esas casas sombrías, llenas de secretos y gritos apagados. Esos bares sin voces. Esos discos sin música. Esas fotos sin alma. Tal vez sea por ello que pasado, presente y futuro están constantemente en duda. Por lo que pisamos por lugares en los que murió gente de la que nadie se acuerda. No sé si es ese el motivo, pero Jorge Sánchez-Cabezudo construye, en la película que nos ocupa, una historia que necesita hasta cinco puntos de vista diferentes para ser contada sin perder ningún matiz. Una historia en la que la que la desgracia une el destino de varios seres durante una fatídica jornada de verano. En un lugar donde nunca pasa nada.

La Noche de los Girasoles es un relato que, desde la humildad, podría conectar sus propios ecos con el cine de los hermanos Coen. Si éstos son frecuentes exorcistas de la América profunda (Fargo, No es País para Viejos), y logran destilar en fotogramas la esencia de la novela de todo un Cormac McCarthy, Sánchez-Cabezudo se adentra en la no menos profunda España para construir un relato árido, doloroso, extraño y, ojo, profundamente humano (si entendemos por humana la capacidad de equivocarse, pecar, poner la vida en manos de una decisión, y hasta de hacer algo absolutamente imperdonable). Igual que en el cine de los Coen, (I)- hallamos una figura -la de un veterano cabo de la guardia civil- que actúa como catalizador de nuestra conciencia; como puro reflejo del desconcierto que produce aquello que, por mucho que queramos, no estamos dispuestos a asumir; (II)- el escenario es vacío, terroso e insoportablemente aséptico, casi tanto como la forma de rodar la crueldad de unos actos cuya naturaleza no permite ninguna concesión estética. Todo ello, también como en las obras de los Coen, en escondidos parajes donde nunca pasa nada.

Hay una carencia -grave en alguna escena- que lastra la implacable solidez de La Noche de los Girasoles. Se trata de la gélida interpretación de los diálogos. Tal vez sea forzado, o simplemente un problema de doblaje; incluso de dirección de actores, pero aún es imposible que una dicción de lo más correcta pueda superar la espontaneidad, y más si la historia se desarrolla en un entorno tan arisco y profundo como el de esta película. Un defecto que resta algo de brillantez, pero no puede tapar la calidad de una obra caleidoscópica, llena de matices, riquísima en su estructura narrativa, y excelsa en su implacable retrato de un país en el que cada metro cuadrado proyecta sensaciones distintas. Un país donde los secretos firman con sangre cada página de su asfixiante y bipolar historia. Un país en el que nunca pasa nada.

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