enero 11, 2014

A Propósito de Llewyn Davis - Crítica

La vida, a menudo, nos depara momentos en los que corazón y mente nos guían por caminos diferentes. Aquellos que arriesgan, y se dejan llevar por sus emociones, abren un camino desconocido para el resto. Un sendero emocionante, incierto y difícil, en el que el triunfo -o el fracaso- puede ser que veinte personas escuchen tus canciones en un pub de los 60 plagado de humo. Un recorrido en el que perder es descorazonadoramente habitual. El protagonista de A Propósito de Llewyn Davis, la última joya de los hermanos Coen, podría ser definido como un perdedor a simple vista. Un tipo que quiso probar el fresco sabor de la libertad aventurera, y acaba viviendo el día a día desamparado, enfadando a todos los que le quieren, temblando por las calles de Nueva York en un duro invierno, sin poderse comprar un simple abrigo, y con la única compañía de su alma gemela: un gato llamado Ulises.

Los hermanos Coen se han acostumbrado a plasmar el retrato del perdedor a lo largo de su carrera. Tal vez sea para recordarnos lo frecuente que es la derrota, y lo dura que es la existencia para todo aquel que quiera saltarse las reglas establecidas. A diferencia de otros narradores, los directores de Fargo despojan sus historias de héroes. Ellos prefieren a los humanos. Y éstos no son más que seres frágiles e indefensos, que se equivocan, que tropiezan, que pecan, que hacen daño, y que vagan por la vida condenados a ser aplastados por un Mundo que no entiende de compasión. Llewyn Davis -un asombroso Oscar Isaac- canta sus melancólicas canciones en cualquier parte, con la cámara de los Coen a medio metro, mientras lucha por ser reconocido por alguien. Mientras sobrevive. Mientras espera que el mañana sea el día en que todo cambie. Mientras coge un plátano de la despensa de su hermana, pide un cigarrillo o ruega un sofá en el que dormir.

En una escena de la película, Llewyn Davis debe decidir si permite a su gato seguir acompañándole en su triste andadura en busca de reconocimiento. Ese momento, recogido con una sensibilidad exquisita por los Coen, es la vida de Llewyn Davis. Puertas que esperan ser abiertas, y que se cierran demasiado deprisa, con la devastadora sensación que no eres más que un pobre hombre incapaz de cuidar de ti mismo, y mucho menos de responsabilizarte de nada ni nadie. Es, decíamos, la vida de Llewyn Davis, pero también el cine de los Coen. Un cine en el que la magia y la maestría surgen casi sin querer, y en el que la vida se alza poderosa donde más fuerza tiene: en esos momentos mínimos, breves, intensos, que nos dejan sin aliento sin esperarlo.

Es difícil medir la distancia con la que los Coen miran a sus personajes. En el caso de Llewyn Davis, no existe juicio. Tampoco compasión. Sólo una mirada a medio camino entre el respeto y la simpatía. La vida, a fin de cuentas, es un duro invierno. Es La Odisea de Ulises. Es una aventura en la que el suelo arde mientras lo pisamos, en la que el aire se carga mientras lo respiramos, en la que esperar no es lo más recomendable, pero en la que siempre encontraremos un minuto de tregua: ya sea para escuchar una canción de Llewyn Davis, o para ver una maravillosa escena rodada por Joel y Ethan Coen

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