mayo 06, 2009

La Pérfida Albion

En el más recóndito lugar de mi imaginación, la Pérfida Albion descansaba vestida de niebla, contemplando una capa agujereada por mil flechas de agua, y albergando en su regazo un enjambre de almas pendientes de un reloj. A las cinco, el té. A las seis, Mary Poppins cantando, mientras busca dulces en un bolso sin final. A las siete, Sweeney Todd llegando en su barco sediento de venganza. Tal vez por la izquierda, con el timón a la derecha. A las ocho, la tradición, mandando a la gente a su hogar. A las nueve, una tenue luz que ilumina una calle, mientras la reina se seca una lágrima que nadie debe ver. ¡Que no den las doce, grita Sherlock Holmes! Es la hora favorita de Jack el Destripador.

A eso de las tres, el Big Ben sonó para dar las dos. Yo no pude oírlo, pues a mi alrededor se erigía la fría densidad del aeropuerto de Barcelona. Suerte que encontré a David, aún sin comer, mientras comprendíamos que nos hallábamos en la terminal equivocada. Poco después, llegó Jaume, con su maleta de cabina. Facturamos rápidamente, mientras resolvíamos si el propio Jaume había reservado dos veces, o es que está duplicado, como la oveja Dolly.

En la terminal no hubo mucha espera, merced al relleno que ocasionan los controles habituales. Hicimos una compra un tanto extraña, formada por unas revistas y un pequeño cuaderno. No había guías de Londres, ahora que recuerdo. Sí hubo un control exagerado, en el que me identifiqué como Ángel hasta cuatro veces antes de subir a bordo. Ya en el avión, me enfrasqué en una lectura que terminé por abandonar. Entre los pasajeros, pude atisbar a dos portadores de mascarillas, tal vez influídos por la negra sombra de la pandemia. La compañía aérea aprovechó la ocasión para ofrecer su catálogo. Desde el menú hasta las chocolatinas, pasando por colonia, juguetes y hasta un "rasca y gana". Me sorprendió que en tan basto catálogo faltaran las mascarillas. Una joven, ajena a todo, descansó las dos horas de vuelo con la cabeza reposando en el asiento delantero. Sufrí por sus cervicales más que por el aterrizaje, pues sobra decir que la destreza del piloto fue memorable.

Inglaterra nos recibió con sol, rompiendo la primera de las leyendas. Un pasillo estrecho y lleno de terciopelo en paredes y suelo nos condujo hasta recoger la maleta y poner pie en suelo inglés. Poco después, subimos al tren que en media hora debía dejarnos en Londres. Puntualidad inmaculada, por si lo dudaban. El ligero cosquilleo que siempre es fiel al viajero no nos abandonó ni un instante. Tras un viaje a través de un verde que se oscurecía con la noche, el plateado manto del Támesis apareció ante nosotros. Habíamos llegado.

La estación de Victoria Station nos dio las primeras pistas sobre el mecánico funcionamiento de una ciudad tradicionalmente moderna. O contemporáneamente tradicional, si quieren recrearse en un fino adjetivo. Londres respira una normalidad que, de no ser inglesa, habría creído casual. Tiempo habrá para hablar de ello. A nosotros nos bastaron cinco estaciones de metro para alcanzar el barrio donde se ubicaba el hotel. Y sólo cinco minutos para hacer de un trayecto sencillo un laberinto. Es sólo una elegante manera de decir que nos perdimos.

El hotel se presentó como un ejemplo de sencillez. Califiquémoslo de funcional, si lo prefieren. El recepcionista, un tal Saturnino, cumplió el registro con gran austeridad. Dejamos las maletas, hicimos un par de llamadas, y salimos a cenar. Descubrimos con alegría que estábamos en un barrio con cierta vida. Las diez de la noche, y la gente llenando restaurantes. Nosotros elegimos un italiano, no sin antes cruzar un "What's up" con un grupo de jóvenes ingleses. Las camareras nos hicieron esperar, pero hay que decir que la comida era buena. Yo elegí spaghetti y tiramisú, por si les pica la curiosidad. La cuenta llegó firmada, con una sonrisa que acompañaba un breve "Servicio no incluído en el precio". Regresamos, para librar una batalla con la ducha que aún arrastra secuelas. Una bañera resbaladiza, un grifo incontrolable; qué les voy a contar. Y el sueño llegó pronto, a pesar de la incomodidad de una cama en la que los muelles lo eran todo. Se me olvidó decirles que lo aquí contado sucedió una hora antes de ser vivido. Y con Jack y Sherlock Holmes persiguiéndose por las calles.

(Diario de Ángel, 28/04/2009)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Grande, grande.

Esperamos ansiosos la continuación de las historias de este trio; o deberia decir cuarteto.

Jaja

Duplicijimmy

Brauls dijo...

Muy chulo...
Por cierto me ha encantado el eufemismo de hacer del trayecto un laberinto
Cuenta más de tu viaje a Londres, anda...antes de que el partido del Miércoles te vacíe la sesera...