mayo 10, 2009

El Anciano y las Palomas

A las siete de la tarde, la Plaza Catalunya era un gran mural formado por cientos de siluetas que, por una vez, no eran palomas, ni figurantes. Eran personas que, sentadas sobre el cálido cemento del centro de Barcelona, miraban una pantalla gigante, esperando las imágenes de un partido que nunca llegarían. Hubo protestas airadas, mas ninguna respuesta. La única opción era dispersarse hacia los bares y terrazas de los alrededores.

En una de esas terrazas, un anciano ocupaba la única mesa del centro, orientada a cualquier parte menos a la televisión. Mientras los demás se dividían en las zonas laterales, buscando la visión de una pequeña pantalla situada dentro del bar, el viejo miraba ausente un cartel que anunciaba un menú de paellas. Su aspecto hablaba de un hombre humilde, aunque pulcro y con el afeitado de un domingo de los de verdad. Vestía un jersey de pico azul cielo, bajo el que se adivinaba una camisa blanca perfectamente planchada, y unos pantalones desgastados. Calzaba zapatillas, llenas de pasos lentos y etiqueta de mercadillo. Le ví asentir a la petición de un hombre de aspecto aliñado que, acompañado por su mujer y su hija, buscaba asiento para ver el partido. En compañía, el anciano siguió igual que en soledad, sin mediar palabra ni elevar su mirada más de lo necesario. Podría haber sido el abuelo, pero prefirió otro papel.

Al rato, la familia abandonó sus asientos, tal vez anhelantes de las discusiones que -adivino- llenan su salón. El anciano pareció despertar de su letargo, y devolvió la mirada a un camarero que llevaba rato buscándole. Levantó el dedo índice para hacerse entender, como hace el cliente que siempre acude al mismo sitio a degustar su café. El camarero acudió, con una tónica servida en vaso de tubo, con hielo y limón. Observé al viejo, mientras esperaba liando un cigarro con estilo de veterano. Los sorbos y las caladas se sucedieron con la misma quietud con la que rompía el barullo que le rodeaba y que parecía no escuchar. Con el resto peleando milímetros de pantalla, él miraba hacia ninguna parte, tal vez recordando la post guerra, o un desembarco en América, con un hatillo en la mano y cuatro pesetas en el bolsillo. Con el partido muriendo, el viejo se levantó, como si nada, para situarse al lado de un forofo y mirar la pantalla con desinterés. Se alejó, dejando tras él el rastro del que ha vivido una vida.

Fue entonces cuando recordé que, una hora antes, la Plaza Catalunya había sido sobrevolada por decenas de palomas desorientadas. Habría jurado que no la reconocían. En el cemento había ocupantes, y no eran palomas.

Arquero Urbano

1 comentario:

Brauls dijo...

Ay, amigo, es que hay gente a la que el fútbol no le interesa, como a mí, al viejito de la tónica y desde luego a las palomas...