febrero 19, 2009

El Curioso Caso de Benjamin Button

En una escena de El Curioso Caso de Benjamin Button, Tilda Swinton instruye a Brad Pitt acerca de cómo degustar lentamente una cucharada de caviar. Ese momento, conducido por los envejecidos veinte años de Benjamin Button, encierra la quintaesencia de una de las grandes contradicciones a las que se enfrenta el ser humano, y es la lucha entre el deseo de eternizar cada momento contra la resignación que nos provoca la efímera naturaleza de nuestra vida. Tras una brillantísima carrera que le ha encumbrado como uno de los mejores directores de la última década, David Fincher penetra en los dominios del clasicismo para narrar una historia sobre las irreparables consecuencias del paso del tiempo y enfrentarse, tal vez por vez primera, al cine emocional.

A pesar de lo que la película invite a pensar, no parece haber trascendencia en la naturaleza inversa de Benjamin Button. Su historia, contada desde el presente -hecho que constituye, tal vez, el único error de la película, y que recuerda en algunos momentos a la delirante vida de Forrest Gump, no es más que el reflejo de una persona resignada a hablar con la única voz que conoce -¿Cómo explicar, si no, la normalidad con la que vive su singular existencia?-, y condenada de por vida a una soledad predestinada. Button contará en sus memorias que creció en un geriátrico, que entendió la muerte de los suyos como algo común al día a día, que su reflejo se embelleció con el paso de los años, que dejó ser virgen siendo un anciano, que sobrevivió a una guerra, que amó con sabiduría en la adolescencia y, sobretodo, que tuvo que afrontar con resignación el precario camino de la soledad.

David Fincher centra su conocido perfeccionismo en la depuración obsesiva de todas y cada una de las escenas de la película. Bien es cierto que hay altibajos, tanto formales como de contenido, pero su firma sigue alcanzando momentos magistrales. Su gran mérito, en esta ocasión, está en haber alcanzado plasmar, con gran serenidad, la tristeza de las sonrisas que saben que todo tiene un final. La inolvidable historia de amor vivida por la bellísima Cate Blanchet y un contenido pero ejemplar Brad Pitt es el más perfecto vehículo que pudiéramos imaginar para transportar la esencia de la película. ¿Qué más da si nacemos viejos y morimos con el aspecto de un niño, si al final sólo se trata del mismo camino recorrido al revés? En el reímos y lloramos; amamos y sufrimos. En él, ante todo, vivimos.

No sé si Benjamin Button habría sido capaz de describir la vida, pero viendo su historia siempre podremos recordar que, contra la imposibilidad de perpetuarnos en el tiempo, podemos luchar convirtiendo en eternos aquellos momentos que hicieron que vivir valiera la pena. Aunque una bailarina no sea capaz de estirar su pierna como en su juventud. O aunque un niño no logre recordar que tras su joven mirada hay el desgaste de ochenta años. Ese es el gran regalo de David Fincher. Aunque todo termine con un fundido a negro y la palabra FIN.

1 comentario:

Un perro madrileño dijo...

Me alegro de que disfrutaras, Ángel, pero no me gustó demasiado la película.

Me pareció lenta, demasiado centrada en la primera parte, casi sin sacar partido de la juventud...
Me dio la impresion de perder muchas oportunidades para sacar más jugo a la película.

No me parece mala pero me parece floja, de verdad.

Me gustaría poder explayarme más, pero la realidad es que la vi hace más de un mes y casi se me olvidó...