Si alguien quisiera dibujar una constelación para hablar de la historia reciente de Estados Unidos, una de las estrellas más brillantes debería llevar el nombre de Jay Gatsby. Paradigma absoluto del sueño americano, el personaje de Fitzgerald encarna en sí mismo, junto a su entorno, la grandeza y miseria de la América de los años 20: una apuesta inconsciente por la megalomanía, y la construcción de una burbuja a gran escala (económica, social, moral) que acabó topando de bruces con la propia realidad del ser humano. ¿Les suena?
Baz Luhrmann, después del sonoro patinazo que representó Australia, adapta El Gran Gatsby sin renunciar ni un ápice a lo que le ha llevado a ser reconocible -casi único- en el cine reciente. Como hiciera con el sagrado texto de Romeo y Julieta, o con la desbordante Moulin Rouge, Luhrmann fusiona pasado y presente sin miramientos: vuelve a hablar de tiempos ya lejanos a ritmo de música del siglo XXI, pervierte la estética, disfruta convirtiendo las fiestas de Gatsby en un espectáculo irreverente, y únicamente respeta un texto que, a pesar del maquillaje, trata con la devoción de un fetichista.
El Gran Gatsby cuenta con elementos ya vistos en ciertas obras del director australiano. La presentación de Daisy Buchanan, sin ir más lejos, parece un híbrido perfecto entre la aparición de Nicole Kidman en Moulin Rouge, y la sedosa escena entre las sábanas de Romeo y Julieta. Para Luhrmann todo es enorme y bello; todo merece una oda, y que se detenga el tiempo y el espacio. Son muchas las ocaciones en las que la cámara se eleva, proyecta una mirada lejana, para, a continuación, recorrer el cielo de forma vertiginosa y llegar a lo más profundo de sus personajes. ¿Es ésta la mirada de Dios, como Tobey Maguire -excelente, volviendo a hacer de la normalidad un estilo- invoca en medio de la película? ¿O es, simplemente, la mirada de un Baz Luhrmann que, como el propio personaje de Nick Carraway en el libro, parece preguntarse qué demonios pasa en el Mundo, y por qué hemos llegado al borde del precipicio?
El Gran Gatsby no sería nada sin Jay Gatsby. Para encarnarlo, Luhrmann ha elegido a Leonardo di Caprio, tal vez el actor con más capacidad para fusionar encanto y perturbación del panorama actual. ¿Quién es Gatsby, y de dónde viene? ¿Quién era Charles Foster Kane? Ésta parece ser la eterna pregunta de América sobre sus iconos. No sólo importa crear al mito, sino elaborar con maniática precisión un retrato exacto sobre sus orígenes y realidad. Gatsby, mirando melancólico la luz verde al final del malecón de Daisy (*), viaja 80 años hacia delante, y conecta con el Mark Zuckerberg que se tomaba un momento para actualizar Facebook y ver si su amor de juventud aceptaba su invitación. Pero también retrocede al momento en que el Ciudadano Kane de Orson Welles mencionaba a Rosebud antes de morir. Es América, con sus sueños y miedos, sus obsesiones, sus mitos, y sus héroes viviendo en medio de la épica, mientras su corazón añora lo más primario.
F. Scott Fitzgerald anticipó la decadencia de América en 1925. Luhrmann, casi un siglo después, la dibuja con la irreverencia de un pintor del surrealismo. El Gran Gatsby, finalmente, se incorpora con honores a su extraño catálogo, en una adaptación que, a pesar de su ambiciosa y actualizada puesta en escena, nos acaba diciendo que el Mundo, en esencia no ha cambiado tanto como habríamos podido creer.
(*) El Gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald, 1925.
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