Incendies (2010), descarnada y trágica obra del canadiense Denis Villeneuve, arranca su metraje con un plano lejano, inexacto, insinuando una desubicación -jamás se habla de lugares reales, aunque todo apunta a la primera guerra del Líbano como contexto- que anticipa lo que será un viaje de búsqueda constante; lleno de idas y venidas entre puntos dispersos, ya sean geográficos, temporales o, incluso, existenciales.
La principal cualidad de Incendies nace de la imprecisión. Todo es a la vez cercano y lejano; todo ha pasado y está por pasar. Ello le permite construir una historia dolorosa, trágica y desarraigada que, con la lentitud del paseo que acompaña a los funerales -¿o no es Incendies, en sí misma, el relato de un sepelio?-, parece querer dirigirnos hacia la paz que se espera cuando hallamos la verdad. Es en ese pedregoso camino hacia lo desconocido donde, como una herida en la piel, la obra se clava a través de la imagen de Nawal, la mujer que canta, asesinando a sangre fría, sobreviviendo contra toda lógica, y concibiendo por dos veces niños que no podrá criar; o de la solitaria sombra de un pequeño francotirador que se muestra implacable en medio del horror; o de la incansable búsqueda de Jeanne, la hija de Nawal, a la que vemos sonriente, agradeciendo un té, mientras es incapaz de entender ni media palabra de lo que sus raíces tienen que decirle u ocultarle. Incendies habla de la semilla y la herencia de las guerras; de la búsqueda de uno mismo; del horror como telón de fondo, concebido, ejecutado, callado y nunca olvidado.
Con tan prometedora carta de presentación, tienta realizar uno de los pronunciados giros argumentales que, por desgracia, frecuentan la película de Villeneuve, e ir directamente hacia el desenlace. Vista con distancia, poco separa a Incendies de una estructura dramática basada en el shock, que arriesga un todo más que convincente por el mero hecho de llegar al final con todo bien atado. La repentina aparición de la tragedia griega, reflejada en una desgarradora y malvada reescritura del mito de Edipo y Yocasta, conduce más al impacto emocional que a la desoladora aspereza que embarga el resto de la película. La verdad nos aleja del sendero, y nos lleva a la resolución de un puzzle que, francamente, interesa menos que la esencia que emana de las ruinas del conflicto. No siempre fue necesario -y menos en el arte- completar un camino para que todo cuadre. A veces, y más en medio de la guerra, basta con renunciar a la prosa, mirar en medio de la nada, y pronunciar, como Marlon Brando en Apocalypse Now, dos breves palabras: "El Horror". Este vacío, nacido de la imposibilidad de describir con palabras lo vivido, puede ser más poderoso que un autobús en llamas, que una niña acribillada a sangre fría, o, incluso, que la descorazonadora e inaceptable verdad que se oculta en un corazón herido para siempre.
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