Uno desearía que las crónicas sobre el ataque que Israel lanzó ayer sobre la magullada franja de Gaza fueran parte de las bromas del día de los Santos Inocentes. Desgraciadamente, son el enésimo capítulo de un conflicto que lleva latente demasiados años. Si queréis que refleje mi opinión sobre lo acontecido, os diré que me resulta prácticamente imposible pronunciarme. No entiendo el por qué de las provocaciones de Hamas, pero tampoco logro entender el por qué de la desproporcionada respuesta israelí. La Comunidad Internacional, como siempre en estos casos, ha reaccionado con comunicados vacíos, poco comprometidos, pretendiendo que cinco escasas líneas sirvan para arrojar la luz que no han traído varias décadas de lucha sin cuartel. "Arreglen sus problemas como mejor les convenga, pero arréglenlos". Mi humilde opinión es que este problema, considerado en el contexto actual, no tiene solución.
Israel y Palestina son protagonistas de una guerra que, a base de cobrarse vidas, ha derivado en el manantial del que nace un enorme río de odio que oculta sus orillas en la penumbra. El odio, como sentimiento irracional, hace imposible cualquier solución al conflicto. La paz, como bien expone un artículo publicado hoy en el diario El País, implica ante todo una renuncia. Firmar un manifiesto de paz, tras más de medio siglo de batalla, significaría que una de las dos partes, sino las dos, debería dar un paso atrás en sus pretensiones, incitar a los suyos a borrar la sangre del pasado, e invitarles a convivir en paz. Tales motivaciones caben en tres líneas, pero se dispersan como granos de arena al pisar lo que en otros tiempos fue Tierra Santa. Allá donde nació Jesús, hoy corre la sangre de muchos inocentes. No seré yo quien caiga en la tentación de dar la razón a una de las dos partes. Ambos podrían convencerme en una conversación, ya fuera compartiendo un té o una ración de Shawarma, pero es inútil obligarles a entenderse entre ellos, cuando la sangre del pasado marca todos y cada uno de sus enfrentamientos, y ninguno de los dos es capaz de ceder un sólo milímetro.
Hoy, la burbuja de Occidente se rompe para recordar que Gaza sigue siendo escenario de un conflicto en el que el terror preside el día a día de mucha gente, y que puede desencadenar una serie de acontecimientos capaces de avivar, más si cabe, las llamas del terrorismo islámico. Ayer, cayeron civiles en un irresponsable ataque de Israel, que se sacudió a sus enemigos con la contundencia con la que una manada de lobos atacaría un corral de ganado. Otro día, cambiaremos de bando para contarles que un suicida habrá hecho saltar por los aires la vida de otros tantos. Es normal que la Comunidad Internacional reciba con indignación actos como el de ayer, pero está por ver si es capaz de intervenir en el conflicto con responsabilidad, imparcialidad, y sentido de la justicia. Israel se ha librado ya de demasiadas sanciones, y ha demostrado al mundo que es incapaz de resolver los problemas que afectan a sus dominios. Intervenir debería equivaler a disponer una mesa en la que todos tengan sitio. No será fácil, y menos con el integrismo islámico de por medio. De hecho, a día de hoy, es imposible. Es fácil presagiar que lo de ayer tendrá respuesta, y parece más urgente pensar en elegir un sendero para intentar entender lo que ocurre realmente en Oriente Medio, que en los futuros castigos a los que sean señalados como culpables.
Feliz día de los Santos Inocentes.
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