Si el cine fuera una subasta popular, sería razonable pensar en la voz de Baz Luhrmann irrumpiendo con una oferta inigualable por el derecho a rodar una epopeya. Tras fracasar su sueño de llevar a Alejandro Magno al cine, el director de Moulin Rouge eligió su Australia natal para afrontar el que parecía ser el gran desafío de su carrera.
Australia, al igual que la película a la que da nombre, emerge en los mapas como un monumento colosal, vasto y solitario. El mero deseo de abarcarla llevaría a cualquiera a pensar en una aventura larga, exigente y agotadora. En la película de Luhrmann, Australia es presentada como una tierra salvaje, hermosa y deslumbrante, en la que los aborígenes y el hombre blanco parecen luchar en el paisaje como la naturaleza y las ciudades. Tal inicio, rodado con la traviesa cámara de Luhrmann, que se aleja y acerca de la imagen con el dinamismo característico del director, hace pensar en una epopeya diferente, seguidoras del estilo que hizo de Romeo y Julieta y Moulin Rouge dos obras tan distintas y brillantes en sus géneros. Desgraciadamente, dos horas y media más tarde, nos descubrimos fatigados en nuestras butacas, desgastados por la grandilocuencia de una obra que, entre sus innumerables guiños a otros films, se ocupa ante todo de homenajearse a sí misma.
Cuando uno se enfrenta a la proyección de una aventura épica, es inevitable pensar en Titanic. Tras ver cómo el megalómano tesoro de James Cameron sigue resistiendo el paso del tiempo, uno asiste con dramatismo a la facilidad con la que Bazz Luhrmann equivoca casi todos los pasos acometidos en su película. Tras algo más de una hora prácticamente impecable, llena de agilidad, socarronería, espectacularidad y belleza, el director australiano entrega su obra al desconcierto y la dispersión, presentando mil puntos de atención (la Segunda Guerra Mundial, la falta de derechos de los aborígenes, el racismo, la inevitable historia de amor) sin lograr salir airoso de ninguno, rozando el ridículo en una incomprensible obsesión por ralentizar los primeros planos de Huck Jackman y permitiendo, tristemente, que uno acabe con pocas ganas de tomarse en serio una película que, a buen seguro, ha quitado muchas horas de sueño a su creador.
Titanic relativizó sus tres horas, en un meritorio crescendo dramático, logrando que sus personajes jamás sucumbieran a la contundencia del drama que les rodeaba. Australia adopta la estrategia contraria y, tras una prometedora puesta en marcha, convierte su metraje en un decrescendo que tira por tierra casi toda su presunta magia. Australia puede sobrevivir merced al nombre de sus estrellas, la simpatía del pequeño Nallah y la incontestable belleza de sus imágenes, pero creo sinceramente que Luhrmann debería sorprender al mercado del DVD y obsequiarnos a todos con una versión que termine con la escena de la entrada de las reses en Darwin. Para hacer honor a Australia, no eran precisas casi tres horas de metraje, ni siquiera invocar constantemente al Mago de Oz para forzar el encanto. Bastaba con haber recordado que una pócima de magia siempre será más deslumbrante que un oceano de nada.
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