marzo 27, 2013

Spring Breakers - Crítica

Playa. Alcohol. Sexo. Drogas. Psicodelia. Armas. Desenfreno. Noche. Sexo. Descontrol. Música. Noche. Alcohol. Hip Hop. Violencia. Drogas. Jersey Shore en versión hardcore. Teen stars mutando en bad girls, perdiendo la virginidad por enésima vez, provocando la masturbación de los adolescentes que las vieron en Disney Channel. Oda visual a la locura que ha convertido muchas noches contemporáneas en un averno bañado de absenta y espolvoreado de cocaína. ¿Puede haber poesía en el fast food televisivo servido por la MTV? Nada es imposible para la amoral y alucinada cámara de Harmony Korine.

No es fácil entrar en el juego de Spring Breakers. Diez minutos, y la declaración de intenciones está servida. Tetas, pollas, cerveza a discreción, cámara lenta y la libertad del digital campando por doquier. Parece un homenaje al universo teenager, que tanto placer produce al rastreador de zappings. Poco durará el espejismo. Un viaje vacacional sirve para que Korine, desatado, recoja la -falsa- esencia MTV y la multiplique por infinito, arrasando la pantalla con dosis múltiple de crack, queroseno y testosterona. Lo hace sumergiendo al espectador en un looping infinito, volviendo atrás una y mil veces, repitiendo escenas, frases y sensaciones, y convirtiendo la sala de cine en un alucinógeno de primer grado. A ritmo de hip hop y psicodelia, pronto veremos el descenso a los infiernos de cuatro jóvenes que buscan la noche, y se topan de bruces con la oscuridad.

Cuatro sweet stars (Selena Gómez, Vanessa Hudgens, Rachel Korine y Ashley Benson) son el particular cincel con el que Korine da forma a su historia. Tal vez no estén tan lejos del Disney del que varias proceden, sólo que aquí no hay manzanas, sino drogas. Ellas mismas dejan de ser princesas para convertirse en chicas muy, muy malas. Olvidan cualquier tipo de regla, y hacen realidad el húmedo sueño de cualquier universitario ávido de nuevas sensaciones. Asaltan un restaurante de comida rápida para lograr dinero, entran con todo en una fiesta sin control, exploran, besan, se besan, consumen, experimentan, penetran en los territorios de un mafioso -inmenso James Franco- sin más moral que la que dicta el olor del dólar y, finalmente, emulan a las adolescentes de Death Proof arrasando el campamento del asesino de turno. "Mamá, lo estamos pasando muy bien. Estamos conociendo mucha gente. Esto es alucinante". No hay miedo ni control. Sólo excitación ante el peligro. No está mal, ¿verdad?

Un minuto de descanso. Siéntense en el sofá, sírvanse marihuana -o una tila- y relájense. James Franco al piano; tres teenagers camufladas con un arrebatador pasamontañas de color rosa; y una balada de Britney Spears a capella sonando por todas partes. Una extraña y desconcertante poesía se adueña de la pantalla. La misma que se esconde entre luces de neón, bikinis fosforescentes y mil secuencias en las que todo es húmedo, sexy y alucinante. No hay mensaje -o no parece haberlo-. Sólo placer y destrucción. Y sexo. Y saliva. Y dinero. Y drogas. Y alcohol. Y sudor. Y hip hop. Y desenfreno. Y una eterna noche sin final. Baby, one more time.

marzo 24, 2013

Los Amantes Pasajeros - Crítica.

Es tan grande la tentación de imaginar qué ha querido hacer Almodóvar en su última película, que no es difícil perder de vista lo que realmente ha hecho. Centrémonos en lo primero: ¿Metáfora del estado actual de España, o tal vez break relajado en medio del momento de mayor intensidad dramática de su carrera? ¿Parodia de una sociedad erosionada por el desgaste, o regreso al cine que le hizo salir del anonimato? ¿Es plausible imaginar el avión de la compañía Península como un reflejo de España, con la clase turista narcotizada por la tripulación, la élite entregada al hedonismo y el ridículo, y los pilotos llenos de mediocridad y secretos inconfesables?

Los Amantes Pasajeros inicia su metraje evocando aquello de lo que rehuye la España moderna. Con un cameo intrascendente de Penélope Cruz y Antonio Banderas en el aeropuerto, no tardan en aparecer el aroma cutre, la chapuza, la incompetencia y el tono ligero. Tono que, dicho sea de paso, es el elegido por Almodóvar durante la película. ¿Reminiscencias o recurso fácil? Da la sensación que Almodóvar envía un difícil mensaje a los espectadores: el país, hoy por hoy, no da para más. El director manchego establece infinidad de -tópicas- conexiones con la realidad (una caja de ahorros quebrada, un directivo a la fuga, una vedette llena de secretos sobre el monarca, un aeropuerto vacío), y acaba construyendo una película tan desigual como extraña, cuyas principales carencias podrían nacer en un punto equidistante entre el resultado fallido de un propósito mejor, y la propia voluntad del director.

Agotamiento. Éste podría ser el término que mejor define Los Amantes Pasajeros. Son muchos los momentos en los que la obra se atasca, naufragando en medio de microhistorias que no funcionan -mención especial para el episodio de las ex-novias de Guillermo Toledo-, y de un guión que jamás llega a alcanzar ningún tipo de consistencia. Ante un escenario tan pedregoso, Almodóvar se refugia en su yo más histriónico, y deja en manos del delirante trío de azafatos -Javier Cámara, Raúl Arévalo, y un inconmensurable Carlos Areces- los mejores momentos de la película. Es cierto que ya no sorprenden los comentarios sexuales, las salidas de armario, y la bofetada a la España más conservadora, pero no es menos cierto que es terreno conocido -y dominado- para el director manchego.

Es fácil imaginar Los Amantes Pasajeros como aquella película que olvidaremos al recordar la filmografía de Almodóvar. O tal vez no. Lanza el director sobre el país la perfecta mirada de un pasajero de avión: distante, a años luz de la calle, y con el periódico en la mano para ver de qué se habla. Da la sensación que no es suficiente. Sólo el tiempo dirá si fue un capítulo fallido, un breve momento de descanso, o el intento de recuperar una frescura transgresora de la que la propia vida ha podido despojar a Almodóvar.

marzo 05, 2013

Léolo - Crítica

Existe un momento en la vida de toda persona al que solemos llamar renuncia. Ese día, nos convertimos en adultos, dejamos de soñar y nos atamos de por vida a la mal llamada cordura. En 1992, alguien llamado Jean-Claude Lauzon compuso el retrato de esa renuncia, y lo hizo en un alegato tan mágico como perverso llamado Léolo

Si tratáramos de dibujar nuestros primeros recuerdos, es posible que el resultado fuera tan desconcertante como cada plano de la película de Lauzon. Tonos oscuros, aguas densas, aroma cargado, un extraño pálpito en el corazón, y un interminable laberinto de ventanas cerradas. ¿Qué es realidad, y qué ensoñación? ¿Qué recuerdo, y qué pesadilla o deseo? ¿Qué vimos, exactamente, tras las ventanas? Lauzon nos convierte en pedazos de papel condenados al olvido, esperando a que alguien los lea y nos rescate. Un enjambre de recuerdos desgastados, atrapados en un rincón inalcanzable de nuestro alma, donde esperan pacientes las ratas, la nariz que nos rompieron, el olor a sudor, el agujero de nuestra raída manta, y aquella agua asquerosa en la que sumergirse era morir. Léolo, fábula a medio camino entre Delicatessen y Amêlie, rinde culto a la infancia, el despertar -sexual, emocional, rebelde- y, finalmente, a la resistencia de un niño -porque sueño, no lo estoy- a caer en las redes de la razón.

Léolo no podría ser entendida sin entender la importancia del riesgo. Coqueteando descaradamente con el suicidio artístico, la obra de Lauzon crece en la incomodidad y el surrealismo. Sodomizar una gata como parte de la iniciación sexual, o mostrar a un viejo verde rogando a una joven que le muerda las uñas de los pies forma parte de su delirante glosario de escenas. Todo ello para confrontar realidad y sueño como infierno y cielo. En la primera, todo -encabezado por una dantesca familia cuya principal jerarquía la marca la facilidad al cagar- es grotesco, sucio y deprimente. En la segunda, sale el sol, tan ausente en el resto de la obra. Tal vez sea la vida de Leo Lauzon, un niño de un humilde barrio de Montreal. O tal vez la de Léolo Lozone, un niño siciliano fecundado por un tomate. 

¿En qué momento renunciamos y aceptamos las reglas del juego? ¿En qué momento morimos? Léolo revive aquellos años en los que miedo, ilusión, desconcierto y despertar cincelaron a fuego lo que seremos para siempre. Todos cometimos el error de querer olvidar, de creer que jamás volveríamos a tener miedo, de asumir que tener cara de mediodía permanente es lo normal. ¿Qué importa si el recuerdo es exacto, o no? ¿Qué importa qué parte escribimos, y cuál no? Lo vital es que, en algún lugar escondido, hay mil trozos de papel que creímos en vano destruir. Por ellos sigue dándonos miedo pasar por aquella calle. En ellos está nuestro pasado. Está nuestra vida. Estamos nosotros. Está Léolo.