septiembre 29, 2012

Blancanieves - Crítica

La palabra fusión, reiterativa en nuestros días, tendría extraña concepción si mezclásemos el folclore ibérico, los cuentos de hadas y el séptimo arte. Es por ello que los primeros fotogramas de Blancanieves despiertan -sacudidos por una personalidad visual incuestionable- una sensación extraña, a medio camino entre el interés por aquello que promete oler a nuevo, y lo que no deja de anclarse a un pasado/presente muchas veces transitado, por el simple y lícito objeto de sobrevivir en la realidad actual del cine nacional. Una corrida de toros, unos olés silenciosos, el repiqueteo de unos tacones, y el eterno flamenco. Bañado en cine mudo, de acuerdo, pero también presagio de algo incierto, con algún viso de terminar en tragedia para el espectador harto de un cine español que ha devenido ya demasiadas veces rastreador intrascendente del pasado.

Algo cambia en Blancanieves cuando un impoluto vestido blanco de comunión entra en un barreño lleno de tinte negro, y sale transformado en prenda de luto. Tan elegante presentación/metáfora de la omnipresente muerte es sólo el primer retazo de una obra personal, tan capaz de pervertir un cuento casi sagrado -La portada de Lecturas como brillante símil del "espejo mágico"; el enano más apuesto convertido en príncipe; un gruñón radicalizado hasta la maldad; el renacer de Blancanieves como espectáculo circense- como de castigar al personal con unos primeros planos que podrían haber salido del cerebro de Buñuel, y que son, en muchos casos, el retrato de una España que, contra su voluntad, se redirige a lo que fue y debió dejar de ser para siempre: la ignorancia, la boina, y las caries sin tratar. 

Pablo Berger utiliza el cine mudo más como recurso que como homenaje (véase The Artist), lo que impacta, extrañamente, en un ensordecedor magnetismo casi imposible de imaginar en un diálogo hablado. Aquí, la emoción desborda hasta trascender el sonido, habla por sí misma, y se vale de la intensidad de las miradas, la alegría, la desgracia y hasta el horror para comunicar. Ante el silencio, el campo visual parece expandirse; las sensaciones, multiplicarse. Tal vez sea por eso que imaginemos un castillo de Burton en la presentación de la mansión del torero, o que esperemos ver a la Juana de Arco de Dreyer hablando a la cámara junto a Blancanieves. Esta apuesta no convierte a esta obra en mejor película que las demás, pero es indiscutible que no la podamos imaginar de ningún otro modo.

El estreno de Blancanieves viene unido a un anuncio importante para la carrera de la película: representará a España en la Gala de los Oscar. Es curioso -aunque enriquecedor- que, en tiempos de crisis, el cine español quiera ligar su futuro comercial a una obra rodada en blanco y negro, sin más voces que la banda sonora, y que, de no ser por este privilegio, sólo llamaría la atención del amante de lo singular. España, falta de poderío en estos tiempos, parece, con esta difícil apuesta, querer gritar desde el silencio que aún queda talento en sus entrañas. Extraña y desconcertante obra, la Blancanieves de Berger, pero también romántico símbolo de resistencia a la amarga intrascendencia a la que parecemos abocados.

septiembre 16, 2012

The Deep Blue Sea - Crítica

Prólogo. Plano nocturno de una calle cualquiera de la Londres de postguerra. Suena música de violines, proyectada en tono épico. En la ventana de un edificio, una misteriosa mujer muestra su rostro. Cierra las cortinas; también las puertas. Usa unos cuantos chelines. Abre el gas. Yace sobre una alfombra. Quiere morir. Se sumerge en sus recuerdos. Flashback uno: vida aburrida junto a su marido, un exitoso letrado que la supera en edad. Flashback dos: vida apasionada junto a un apuesto piloto de aviación. Da igual por qué. La mujer está dispuesta a morir.

El inicio de The Deep Blue Sea, antes descrito, es tan sólo la antesala de una de las más delicadas, apasionadas y entregadas obras sobre el amor que hayan llovido del cine en los últimos años. Edificada sin disimulo sobre las espaldas de una impecable Rachel Weisz, la última obra de Terence Davies emerge como un relato sobre la erosión causada por los sentimientos sobre una mujer que se subordina al devenir de los mismos. El romanticismo, normalmente ultrajado en el cine contemporáneo, y pasto de alguna de las peores obras imaginables, es aquí un espejo de mil caras: hastío, pasión, entrega, sumisión, humillación, sufrimiento, muerte y renacer. ¿Cuántos corazones no han aceptado la humillación y la deshonra antes de claudicar y aceptar la derrota? ¿Cuántos no han coqueteado con el fin de su portador antes de romperse en mil pedazos? ¿Cuántos no han implorado un sólo segundo de atención, o una última noche antes de degustar el amargo sabor de la hiel?

Davies, absolutamente magistral en la composición del film, dilata constantemente el metraje a través de la pausa. Cada escena parece crecer y construirse entorno a un desconcertante equilibrio entre la contención y el desgarro. A ello parece ayudar una fotografía que -siempre honesta con el tono de los cincuenta- se muestra especialmente brillante al retratar la sedosa esencia del dolor. Un método que culmina en un clímax desasosegante: una dolorosa despedida, tan sonoramente británica que lleva hasta la épica la búsqueda de una dignidad imposible (unos zapatos abrillantados por última vez, una puerta que se cierra sin mirar atrás; unas lágrimas que no se permiten salir hasta que llega la soledad). 

Epílogo. Plano diurno de una calle cualquiera de la Londres de postguerra. En la ventana de un edificio, una misteriosa mujer muestra su rostro. Abre las cortinas. Sonríe. La calle, una simple ceniza de la postguerra. Dos almas por reconstruir. Fin.

septiembre 03, 2012

Aladdin, tal vez.

Desconozco su nombre, pero sus rasgos hablan por él con dialecto arenoso. Susurran que esas pestañas se despegaron por primera vez en alguna región de Indostan. El encuentro fue tan casual como fugaz. Al parecer, el joven había elegido dormir en un lecho de madera -llámenlo banco, si prefieren-, arropado por una sábana oscura con forma de noche abierta. Le ví poco después de amanecer, recibiendo al día con una pulcritud digna de la mejor casa. Sin sábanas de seda, pero con el incontestable poder de la dignidad acompañando cada gesto. Esa con la que extrajo un bote de crema hidrantante de su bolsa de viajero, o la que rescató un punto de elegancia al ponerse un calcetín doce veces remendado. Algo se removió en mi interior al pasar a su lado. Culpable por complicidad. Diez años, por favor. Las marcas de mi rostro al despertar son de almohada. Las suyas, de listones de madera. Tú te quejas de tu colchón. Él asume que hoy no hay mejor cama. ¿Quién es? El enésimo desahuciado, tal vez. La enésima víctima, tal vez. Aladdin, tal vez.

septiembre 02, 2012

Catalunya, antes de echar a volar.

Soy Ángel, Àngel, catalán de nacimiento y residencia. Hijo de un manchego y una gallega. Bilingüe como pocos. De izquierdas. Espectador, a veces alejado, a veces cercano, de la difícil, ingrata y desconfiada convivencia que vive Catalunya con España. Fíjense que las separo; evito acuñar el término "Catalunya y el resto de España", porque a mis 30 años empiezo a asumir que, pase lo que pase, la sociedad ha decidido separar sus esencias. Con el devenir del texto comprenderán que estoy más cerca de ser apátrida que catalán o español, así que me confieso relativamente neutral para hablar del tema. Avanzo que no me interesan las implicaciones históricas. Sólo estoy aquí para hablar de lo acontecido en el presente. Harto estoy de que alguien que no ha pisado Catalunya me dé lecciones de lo que pasa aquí dentro, pero también de que un catalán radical hable de España como de la morada de Satán. Lo que aquí va es la opinión de un catalán independiente.

Parto de una premisa, y es la torpe y soberbia gestión que el Estado Central ha hecho de Catalunya. Los de aquí tenemos la sensación que sólo nos quieren si no enfatizamos mucho lo de "ser catalán". Que si hablamos en español, pues mejor. Que el catalán está mejor para el desayuno que para la escuela. Y que si representamos el modelo de País que tiene a Madrid como epicentro, y al resto para "echar un cable", pues casi mejor. Y así, chocamos de frente, por poner un ejemplo, con la negación de un Estatut que tenía mucha menos subversión que la que se le atribuyó. Para más inri, nos encontramos con la siguiente paradoja: Niegan el Estatut por rupturista con una Constitución que se criticaba en el 78 por ¡rupturista!-. ¿Quieren otro? Tras la brillante idea de Felipe González, que supuso iniciar el AVE con el enlace Madrid-Sevilla (¿para qué unir Madrid con Barcelona, si sólo son las dos principales capitales?), nos encontramos conque Europa tiene que venir a decirle a Madrid que el Corredor del Mediterráneo tiene mucho más sentido y proyección que el Corredor Central. ¿Su pecado? El tren pasa por Catalunya, y no por Madrid. Podría seguir con la incomodidad que despierta en algunos que aquí haya un idioma alternativo al castellano, o que seamos más bien desobedientes con el respeto hacia la Unidad Nacional, pero la percepción es que somos más digeribles para España si nos tragamos nuestra identidad, y nos subordinamos a la española.

Conclusión: Si la más brillante estrategia habría sido reforzar la identidad catalana para favorecer que los catalanes estuviéramos cómodos en España -Ergo: permitir la catalanidad en su máxima expresión posible, para sentir que la España plural es una realidad en la que todos podemos convivir-, se ha tirado justamente por el camino contrario. En vez de convencer, obligar. Y así sólo se refuerza el independentismo. El ser humano quiere que se le acompañe, no que se le empuje.

Cambio de perspectiva: Economía. Me surgen dudas, serias dudas, sobre si la eclosión independentista que vivimos bebe de la ofensa antes mencionada, tiene un arraigo mayoritariamente identitario y sentimental (lo descarto, contra mi voluntad), o si hay un móvil económico, que obedece a la búsqueda de soluciones ante la Crisis que vivimos. Ser independentista como negocio, o salir -intentarlo al menos- de la crisis por la vía del independentismo. Mal que me pese, hay mucho de esto en el neo-independentismo. Lo percibo en las tertulias -escasas, por desgracia- sobre el tema. "Si nos dan la independencia, podremos gestionar nuestro dinero". Voy a evitar, por limitaciones propias, entrar en profundidad sobre el tema. Hay estudios y modelos que exponen teorías sobre el impacto económico del independentismo en Catalunya. Me preocupa más que éste sea el móvil de gran parte del independentismo, porque nos define negativamente como sociedad. ¿Nos queremos ir porque no nos quieren, porque nos sentimos ofendidos, o simplemente nos queremos ir porque así tenemos más opciones de salir de la crisis? Sala i Martí decía hace poco que la marca "España" es perjudicial para Catalunya, en estos momentos. ¿Justifica eso el independentismo, o hay más? 

Por ideales, priorizo antes el modelo social que la identidad del mismo. Es decir, estaré más cómodo en un Estado que refuerce el compromiso ético y que apueste por un modelo progresista, antes que en uno conservador en pensamiento, y neo-liberal en la ejecución. Aquí me viene a la mente una reflexión que le escuché a Miquel Calçada: "Y cuando consigamos la independencia, ¿qué?". ¿Qué ofrece el proyecto independentista catalán? ¿Seguir amparados bajo el conservadurismo de una CiU que, ante todo, favorecerá los intereses de la burguesía catalana, al igual que favorece el PP a la clase alta a nivel Estatal? -a día de hoy, CiU es la opción política más respaldada, con lo que Catalunya adolece del principal problema que le veo a España: la derecha tiene una presencia mayúscula en el tejido de la nación- ¿Voy a tener que afrontar una posible presidencia de un hombre tan sospechoso como Joan Laporta? ¿Va a predominar un pensamiento único, que aniquile todo lo que huela a español, equiparable a la limpieza que haría un centrista si llegara al poder en Catalunya? Todo esto son cuestiones a definir antes de hablar de independentismo. No me vale lo de "primero solos, y luego ya veremos qué, o cómo".

Hablaré de mí, por fin. Aspiro a vivir algún día en un Estado con el que me pueda sentir identificado. Ello no depende de si habla en catalán o en castellano. Depende de sus criterios de equidad, de su modelo económico, de sus valores, de su ética, de su concepto de Justicia. Cuando he creído en seguir en España es con la esperanza que entre todos -que sumamos más que si nos limitamos a Catalunya- acabaremos con el nauseabundo modelo actual. No son los mejores momentos para creer en ello. Día a día, miro a la sociedad y veo menos de lo que querría ver. Me siento solo, en ocasiones, pero también me siento más cercano a un ciudadano madrileño que piense como yo, que a un político catalán. Y siento que esto es recíproco. La política separa. Las banderas, también. La conversación une. Los ideales, también. Mi sueño no es la independencia de Catalunya. Es mirar a la sociedad y sentir que la ética ha vuelto. Y si la Catalunya independiente lleva eso tatuado en su proyecto, me tendrá a su lado. Si va a ser más de lo mismo, pero hablando en catalán, que no cuenten conmigo. Aceptaré lo que venga, pero seguiré soñando con una sociedad mejor.

Adéu.

Àngel.