abril 26, 2010

Dachau: El Infierno que queda tras las Llamas.

Una fotografía en blanco y negro, a la que el pincel no quiso nunca dar color. Un violín que llora en memoria de los que ya no están. Un cielo cubierto de nubes, y el Sol tras ellas, conteniendo la luz en señal de duelo. Una superficie enorme, rodeada por zanjas y fosos impenetrables. Una puerta negra, maldita. Una estación de tren a la que los vagones llegaban para morir. Debieron llamarla la parada de la muerte. Una iglesia levantada in memoriam. Un edificio diabólico, llamado crematorio. Un instante de soledad allí dentro. Era la cámara de gas. Techos bajos, casi a la altura de las cabezas. Un espacio angosto. Una mirada hacia arriba, para ahogar una lágrima que nunca llegó a caer. No hubo tiempo. Son los gritos del pasado, callados por chorros de gas. Allí, los ejércitos de Satanás pusieron nombre al horror. Una cámara, para morir. Otra, para morir de nuevo. La última, para ser quemado como el carbón. Una chimenea que calla lo que expulsó en el pasado, pero que sigue allí. Otra fotografía; la mía, sin querer mirar a la cámara. Un rostro avergonzado, el mío, por no haber nacido antes. Me maldecía por no estar allí entonces, cuando debía haber sido útil. Tal vez habría salvado una vida, o habría entregado la mía. Todo esto era parte de Dachau, una pequeña villa que esconde el infierno que queda tras las llamas.

La obra de un exterminio humano no puede medirse en cifras ni palabras. No hacía falta ver los cuerpos. Bastaba con respirar el aire de ese campo; con otear un horizonte que nunca existió. En Dachau, la sangre se detiene, se congela, y puedo jurar que nada tiene que ver con el frío. Tal vez era ese silencio que nadie se atrevía a romper. Tal vez esa horrible sensación de caminar por donde otros dejaron sus últimas pisadas. Tal vez ese momento en que cierras los ojos y escuchas disparos y gritos; y notas como tus pulmones son invadidos por un olor cargado, nauseabundo. Tu, yo, nosotros podríamos haber sido parte de aquello. Podríamos haber sido el siguiente. El próximo en ser subido al tren. El próximo en ser llevado a una ducha siniestra. El próximo en haber sido señalado para morir.

Yo venía de un castillo de hadas, y me encontré con un final infeliz, trágico y macabro. Todo pasó en el mismo día. Debería contaros que paramos a comer en un pueblo pequeño y olvidado llamado Andechs, pero el arco del violín se aferra a las cuerdas. Sigue llorando. No me deja olvidar. No me deja hablaros de otra cosa. Ni siquiera que el día siguiente volvíamos a Barcelona, dejando atrás Alemania, su nieve, su indestructible austeridad. Es ahora cuando lo entiendo todo. Ese tono apagado, respetuoso. Esa voz a medias. Alemania se levanta cada día escuchando ese violín, y no puede olvidar. No puede hablarnos de otra cosa.

Os diré que mi último día fui sacudido por la fiebre. Os lo diré porque os lo he contado todo, y merecéis saberlo. Y ese día visitamos un museo dedicado a la ciencia, al que llaman Deutsches Museum. Y allí hay un meteorito, una célula enorme, aviones, barcos y la incomensurable reproducción de una mina. Y fuimos con tiempo al aeropuerto. Y compramos los últimos regalos. Y despegó un avión hacia Barcelona. Y allí, en medio del frío, quedaron la Marienplatz y su carillón; las Ninfas; el castillo del rey loco; Dachau. Y un violín que llorará siempre.

Fin.

abril 21, 2010

Neuschwanstein: El Cisne de los Alpes

La historia nos cuenta que, en la Edad Media, los Reyes construían sus castillos en parajes altivos, como señal de su poder ante el pueblo. Las reminiscencias del feudalismo estaban lejanas cuando, en pleno siglo XIX, Luis II -el Rey Loco, dicen algunos- puso a Baviera al filo de la ruina para construir el castillo más bello de la historia. Rescato una frase recurrente en el séptimo arte para continuar. "La vida se mide por los instantes que dejan a uno sin aliento". De tomarla como cierta, debería asumir que el dieciseis de marzo de dos mil diez envejecí varias eternidades.

La noche del lunes cerramos los ojos rogando a la nieve que nos ofreciese tregua el día siguiente. Horas después, me descubrí en medio de la penumbra, abriendo la cortina con sigilo para encontrar una buena nueva que nunca llegaría. Nevaba, el día que debíamos desplazarnos a los Alpes, conduciendo un coche a través de una carretera blanca que sólo traía incertidumbre. Ya les dije en la primera entrega de este relato que "Das ist Deutschland", y que el quitanieves nos acompañó gran parte del camino, pero no negaré que hubo miedo, silencio, algo de música para relajar la tensión, y alguna curva en la que la tentación de cerrar los ojos hizo acto de presencia. Sirvan estas líneas para hacer pública una felicitación que guardé aquel día. Jaume, tu labor como conductor fue impecable. Tanto, como la eficacia del GPS que nos guió con mano maestra hacia el pasado.

Tuve la sensación de llegar muchos años tarde, cuando pusimos los pies en tierra. Vivimos en una triste era en la que nada acontece, y en la que lo poco que pasa es maldecido por acabar con nuestra rutina. Un avión que no despega. Un móvil sin cobertura. Una hora más en el trabajo. Ya saben de lo que hablo. El caso es que allí estábamos, en el año dos mil diez, esperando en Hohenschwangau, una pequeña villa al pie de los Alpes, a que un carruaje arrastrado por dos caballos se pusiera en marcha para llevarnos al castillo. Sin dragones, ni espadas. Sin cruces ni armaduras. Hombres contemporáneos, triviales, a punto de iniciar una marcha lenta, extraña, que iba a ser compartida con dos familias japonesas marcadas por ese gesto de intrascendencia tan propio de Oriente.

En el trayecto, el carruaje avanzaba entre obstáculos. Decenas de valientes caminantes que eran dejados atrás en medio de las cumbres. La imagen del castillo seguía custodiada por los Alpes cuando por fin bajamos. Las joyas no se muestran al primero que llega. Fueron necesarios varios pasos interminables para llegar a una curva que olía distinta a las demás. Primero miré hacia atrás, para estar seguro de que habíamos dejado por el camino a todos los que nos acompañaban. Ese momento era nuestro. Estábamos prácticamente solos, en medio de los Alpes, cuando alzamos la mirada. Emergió como si fuera parte de las montañas; un coloso forjado por la propia piedra que nos rodeaba. O como un enorme cisne, flotando en un mar embravecido en que las cumbres nevadas son olas, y la torre principal un esbelto cuello color marfil. Era el asombroso castillo de Neuschwanstein. El refugio eterno de La Bella Durmiente. La inspiración de Disney y Tchaikovsky. El sueño de un loco. El motivo de un viaje; de mil viajes. ¿Cómo pudimos dudar? ¿Qué importaban la nieve y el cansancio ante la poesía? ¿Qué importan estas palabras si no le hacen justicia?

Apretamos el paso, con el aliento robado por una imagen imborrable. Teníamos ticket para las diez y media. Llegamos con cautela a la entrada, como una comitiva que pide audiencia para ser recibida por el Rey. Ante sus muros, sólo cabía la humildad. Algo que olvidaron los alumnos de un colegio francés a los que la educación no ha visitado todavía. Cuando llegó nuestro turno, nos enfrentamos al imposible. Disculpen el desorden de mis ideas, pero paso a enumerar lo que vieron mis ojos. Una gruta artificial, o el adalid de los caprichos. Los Alpes tras la ventana. Una cámara llena de velas esperando a ser encendidas, en la que nos contaron que el Rey simplemente paseaba para meditar. La sala del trono. La habitación de un Rey. Tristan e Isolda; o Putifar, formando parte de la Capilla Sixtina del castillo. ¡Oh, el castillo! Mi aliento ya era parte de él, como podrán suponer. De ahí que quiera gritar con todas mis fuerzas que ¡Larga vida al Rey! Disculpen de nuevo, pero caminar por las páginas de un cuento de hadas no es algo a lo que sea fácil renunciar. Para mí, duró muy poco. Demasiado poco. Quiero revivirlo, aunque me conformo con el recuerdo y el agradecimiento eterno por haberlo visto antes de morir. Neuschwanstein. Difícil nombre. El nuevo cisne de piedra, dice la traducción. Cuando descendimos de las cumbres, volvimos a detenernos en la misma curva. Y allí, en una triste despedida, volvimos a contemplar la imborrable marca de la eternidad.

abril 14, 2010

Secretos de Ninfas

¿Se han parado a pensar en el amanecer de los lunes? Tal vez imaginen un despertar ahogado, rociado por la siniestra música del despertador, en que las pestañas luchan por despegarse de los párpados entre olas de legañas. ¿O les viene a la mente una sonrisa forzada, que recuerda que el fin de semana no está, por suerte, tan lejos como parece? Yo no sabría definirme, pues uno de mis últimos lunes despegó en suelo alemán, y me llevó a compartir el tranvía de la mañana con cientos de funcionarios, obreros y demás piezas de la clase trabajadora de Munich. Era temprano, como manda el manual del viajero que lucha contra el paso de las horas. Seguía nevando, pero ya no creo que esto les sorprenda. Lo he mencionado tantas veces que les propongo un trato. Sólo volveré a hablar del tiempo si he de contarles que logramos ver el Sol.

Al oeste de la ciudad, se levanta un palacio que en su día fue residencia de verano para la realeza. Le llaman Schloss Nymphenburg, y sólo entendí su nombre al viajar al pasado. Permítanme dejar este detalle para más tarde. Antes les diré que, al posar mis ojos en él, contemplé un escenario real, principesco, en el que una construcción imposible dominaba una escena vestida de nieve. Ni rastro de los jardines, ni de sus rojos tejados. Apenas un aliento exhalado por el camino que nace en la entrada. Sólo un volcán dormido, en medio de ninguna parte. Y un atisbo de vida en los cisnes que flotaban sobre el lago helado que le precede.

El palacio se divide en varias edificaciones, cada una con su propio cometido en otra edad, y que hoy sobreviven como fragmentos adosados de un recorrido a la salud del turista. Un gran salón espera a la entrada, acariciado por la luz que penetra por sus grandes ventanales. Como otras salas, está adornado por una gran pintura que nos miraba desde el techo, y que anunciaba el lujo que nos acompañaría al recorrer el resto de estancias. Tal vez ningún palacio merezca más su nombre que éste. En él conviven cientos de detalles que emergen hermosos y abrumadores, como símbolos del gusto más exquisito, pero que en mi memoria aparecen mezclados como los tonos de un lienzo pintado con acuarelas.

Sólo una cámara permanece en mi retina. Una habitación en la que las paredes custodian retratos. En todos ellos, el rostro de una bella joven mira de frente, buscando el posado exigido por el pintor y encontrando la mirada del visitante. Un trabajador explicaba a una pareja que las damas eran elegidas entre cientos para ser dibujadas. Una de ellas, con apenas quince años, grita en silencio su historia, desde el alma que el lienzo conserva encarcelada. Gritos y susurros, de Bergman. Lola Montez, y la borrosa marca que va dejando. Es de suponer que pagaron con algo más que su presencia para merecer pervivir en tan selecto lugar. El secreto permanecerá a salvo en el oeste de Munich, pero juraría que eran ellas las Ninfas del palacio.

Salimos de allí para ver un pequeño museo, lleno de carrozas de la época, y pasear por los jardines. Hundimos los pies en la nieve por propia voluntad, y nos aventuramos a entrar en un pequeño bosque para ser parte de un paisaje irrepetible. Un pequeño caserón se escondía entre los árboles. Era el rincón de tranquilidad de la reina, según nos contaron. Entramos, y encontramos un hombre paralizado por el frío. Estaba sentado en una vieja silla. Sus manos temblaban, y de su voz sólo salía un sonido apagado. Nos validó nuestro ticket con la mirada extraviada. Echamos un vistazo a un termómetro que colgaba de la pared. Cero grados en el interior. La visita fue rápida. Más lujo, y una humilde cocina como novedad. Al salir, miré hacia el vigilante. Creo que aún vivía.

Epílogo

Les contaré brevemente cómo transcurrió la tarde, pues el inesperado cierre del museo de BMW la condicionó. Acudimos al Olympiapark, cementerio de una zona olímpica en el que sobreviven aún varios recintos, como el estadio olímpico. Subimos a una torre que se eleva casi trescientos metros por encima de la ciudad, y permite vistas imborrables. Reconocí la villa austera del primer día, a pesar de contemplarla a vista de pájaro. BMW nos permitió entrar en su centro de negocios, y apabullarnos con una exhibición casi inmoral de coches de lujo. El día avanzaba peligrosamente. La merienda ya no era cena. Había que aprovechar que era lunes. Había que volver a la Hofbrauhaus y luchar por un sitio. Hubo suerte. Hubo cerveza negra y codillo con patatas. No pude terminar ni una cosa ni la otra. Brindamos, de todos modos. Y conversamos con un turista inglés, que se sentó con nosotros antes de buscar nuevos amigos. La gente se hacía fotos con la banda de música, y con una joven camarera que, enfundada en su traje de Baviera, repartía pan. Retratos que nunca custodiarán la sala secreta de un palacio.

abril 12, 2010

Domingo en Blanco

Eran las nueve de la noche del domingo, y mi almohada reproducía, cual caja de resonancia, los sordos pasos con los que había atravesado los nevados caminos del Englischer Garten. Aún vivía en mí la sensación de avanzar sin rumbo, caminando en silencio al amparo de la encapotada claraboya que formaba el cielo de Münich. El Englischer Garten es como Hyde Park o Central Park; un parque enorme, sinuoso y lleno de caminos, que despliega sus mantos en todas direcciones, y que deja pistas al caminante, en forma de puntos marcados -una atalaya en forma de templo circular; un lago congelado; o una torre de arquitectura oriental, que se ilumina por la noche-. Cometimos el error -¿o fue acierto?- de visitarlo con el atardecer demasiado cerca. Ello nos llevó a dar vueltas creyendo que caminábamos rectos, a resignarnos al frío, a ver el símbolo chino dos veces -llegamos a pensar que había dos torres, cuando realmente sólo había una-, y a un silencio ensordecedor. Con la oscuridad creciendo a cada paso, notábamos que éramos adelantados por espectros. Tal vez eran seres vivos que, desafiando al frío y la noche, salían a correr por el parque como si nada. Una gesta impensable para nosotros, que nos conformábamos con imaginar el parque en verano, con sus bancadas ocupadas de gente bebiendo cerveza; su césped lleno de parejas profesándose caricias; y cientos de bicicletas y perros cubriendo los caminos que nosotros vimos sepultados por la nieve. No teman por nuestras vidas, si es que estaban preocupados. Logramos alcanzar el asfalto, a pesar de todo. Yo salí con un regalo en mi cámara de fotos, en forma de ganso que despegaba desde la helada superficie del lago. En realidad, fue uno entre cientos. Un parque nevado es como un tapiz tejido por capas verdes y blancas, esperando a ser devorado por cualquier mirada que se precie. O mis ojos disfrutando del sufrimiento de mis pies.

Antes de visitar el parque, el domingo había sido dedicado al arte de la Alte y Neue Pinakothek. Llegamos allí temprano, procedentes de la Königsplatz, una plaza imperial, hermética y fría, en la que tres templos de estilo griego se enfrentan en triángulo al visitante. Tal vez era una mala hora para visitarla, pero nuestra excusa para hacer tiempo no duró ni quince minutos. Ello hizo que tuviéramos que esperar unos minutos en la entrada del museo, con la compañía de dos japoneses, algún alemán con mucho tiempo libre, y los fieles copos de nieve. No abrieron hasta las diez en punto, en un alarde de puntualidad. Suerte que lo hicieron, pues más de uno estaba cerca de la muerte por congelación. Con la entrada en nuestras manos, abordamos el museo en una soledad insólita para un visitante. Fuimos recibidos por el detallismo obsesivo de Brueghel; la desbordante fuerza de Rubens; el encanto de los Girasoles de Van Gogh; o los nenúfares de Monet. No recuerdo haber apreciado tantos detalles en mi vida. Prefiero no contarles mucho, pues creo que los museos hay que pasearlos, no narrarlos. De todos modos, ahí va un consejo. Si van algún día, no se pierdan un cuadro de Albrecht Aldortfer -yo tampoco tenía el gusto- llamado "The Battle of Alexander at Issus". No lamentarán ni uno de sus trazos.

Releyendo estas líneas, empiezo a recordar detalles que creía olvidados. El tremendo cansancio con el que llegué al hotel, tras mil horas caminando; el calor de las salas de los dos museos; la comida en una pizzería, con Fernando Alonso de fondo; o cómo se enfriaba el agua de la botella, sin salir de la calle. Y qué decir de una cena imprudente -yo también pedí salchichas con ketchup, y ya les dije cómo se las gastan-. Lanzo la última mirada hacia atrás, y aún diviso algo. Al final, o al principio, la nieve tras la ventana, al despertar. Fue como un oasis de soledad en pleno viaje. Jaume y David aún dormían. Aparté ligeramente la cortina, y miré hacia la calle. Lancé un bostezo silencioso, para desperezarme. Sueño y frío, como el inicio de un lunes en invierno. Pero era domingo. Era Münich. Eran mis vacaciones. Y nevaba.

abril 11, 2010

El Madrid se acostumbra a dudar.

Crónica dedicada a mi amigo Óscar. Te lo debía.

El Barcelona ya había puesto el 0-2 en el marcador cuando una cámara de televisión barrió un sector de la grada del Bernabeu. Fue la imagen de una afición cansada de que su equipo le falle en las citas importantes. Harta de la decepción y la derrota. Resignada a reconocer que el rival sabe ganar estos partidos, y los suyos no. Y desconcertada, cuando vé que la respuesta a los problemas no está en el fútbol, sino en la tremenda inmadurez de un bloque incapaz de hacerse mayor cuando la situación lo requiere.

No fue un partido vibrante ni entretenido. No fue "el partido del siglo", pues poco de lo visto hoy quedará grabado en las retinas, o en los resúmenes de lo que merece ser rescatado. Fue más bien un partido tosco y tenso, en el que Real Madrid y Barcelona salieron a jugar con escuadra y cartabón, con el claro objetivo de desactivarse mutuamente. Ello podría explicar que Alves jugara de extremo, y Marcelo de interior. Había más recursos en evitar el peligro ajeno que en crear el propio. Y en esas estaban, incomodándose y trabándose, cuando Messi combinó con Xavi, y se inventó un gol. Primera llegada con peligro, y gol. Directo. Incisivo. Venenoso. Lo que hace poco se llamaba PEGADA. Fue un disparo en la sien del Bernabeu, pues fue ese el momento en que el estadio se vino abajo, en el que a todos los madridistas se les pasó por la cabeza lo mismo: "Esto ya lo he vivido. Estos no remontan. Higuain volverá a fallar solo ante el portero. Gago se enfrentará a su mediocridad. Cristiano empezará a comerse la cabeza, etc, etc.". Y no decepcionaron los blancos, que respondieron con su ansiedad característica. Deja vu; el día de la marmota; Liverpool; Barcelona; Lyon. Mil nombres para definir lo indefinible. Sólo hay una conclusión clara y meridiana: Además de superar conceptual y futbolísticamente al Real Madrid, el Barcelona ha ganado una batalla mucho más importante, que es la anímica. El Barcelona está convencido de ser el mejor, y eso es tan importante como serlo.

La segunda parte fue un catálogo de correcciones, pues ninguno de los dos técnicos estaba conforme con el rendimiento de los suyos. Guardiola -inconformista con la victoria como simple botín- adelantó a Maxwell a la posición de extremo, retrasó a Alves al lateral derecho, y ubicó al omipresente Puyol en la izquierda -copiando los perfiles del rival-. Pedro, jugador incómodo y dotado con una claridad de vidente para la definición, recibió un pase de Xavi, ganó la espalda de Arbeloa, se plantó ante Casillas y puso el 0-2. El silencio del Bernabeu se acrecentó. El miedo ya no era miedo. Era una extraña calma, a la que algunos llamarían resignación.

Entró Guti, un clásico, para arreglar el entuerto, y lo intentó dejando solo a Van der Vaart ante Valdés a la primera que tuvo. El holandés marró la ocasión, viniendo a decir que los de blanco dejaban el gol para otro día. Guardiola replicó. Introdujo a Iniesta por Maxwell, se apoderó del balón -abusando de cierta suficiencia, que podría haberle costado un disgusto en otras circunstancias-, y fin de la historia. Ambos pudieron aumentar el marcador, pero no hubo ni energía ni acierto. Para dar familiaridad a la escena, apareció Raúl. El resto ya lo conocen. El "7" pidiéndola, con mirada impotente; Guti, a verlas venir; Casillas, maldiciendo; y Gago corriendo detrás de Xavi. Les suena, ¿verdad?

Moría el partido cuando Messi ejecutaba la mirada del que ha demostrado lo que quería. Por no mencionar a un inmenso Piqué, que se ha encariñado con este tipo de partidos. Ellos son parte de un Barça que parece acostumbrado a ganar. El Madrid, por su parte, es un equipo que se ha acostumbrado a dudar. Pesada losa para un equipo tan exigido como éste.

abril 05, 2010

Gute Nacht, München

Una de las paradas obligadas del viaje a Münich era la Residenz, recinto palaciego que albergó a los reyes de Baviera en el pasado y que, en el presente, se funde con el resto del casco antiguo de la ciudad. Tuvimos poco tiempo para verlo -alrededor de dos horas escasas- y ello hizo que su inmensidad se tradujera en una visita fugaz, en la que recorrimos con agilidad su interminable galería de cámaras. En todas ellas, la escena era dominada por un culto ingrato al lujo y al resplandor de la riqueza. La Residenz se nutre de tesoros y caprichos, haciendo que el denominador común de las estancias sea la ostentosidad. Vimos inmensos tapices, colgando de las paredes; cámaras y antecámaras, diferenciadas por el color y la ornamentación; tronos vacíos de poder; regalos principescos; destellos de oro, plata y mármol por doquier. Recuerdo una gran sala alargada, llena de arcos, en la que la luz se mezclaba con los mosaicos del suelo y los frescos que cubrían el techo. Era el Antiquarium. Mirando las fotos, he comprobado que quedaron viciadas, borrosas, incapaces de conservar tesoros que sólo pueden ser grabados por la retina. La Residenz podría ser definida como la cuna del resplandor eterno pero, como tantas obras de arte, ha quedado convertida en pasto de turistas ignorantes.

Al salir de la Residenz, fuimos a parar a uno de los puntos señalados en la guía con letras de oro: el Hofgarten. Desprovisto del esplendor de la primavera, el pequeño parque había derivado en un lugar fantasmagórico, en el que el desnudo ramaje de los árboles nos observaba en helado silencio. La vegetación, oculta entre copos blancos, se sumó al espionaje mientras nos perseguíamos con bolas de nieve en la mano. Miramos al cielo y a nuestro alrededor. Observé mis pies, hundidos en medio de un manto de merengue. Levanté mis ojos, de nuevo. Estábamos solos. Comenzaba a nevar. Salimos fuera, y nos vimos en medio de la Odeonsplatz. A la izquierda, quedaban los jardines que abandonábamos. A la derecha, una fachada color ocre, parte de una iglesia. En el centro, cuatro pilares grises, dos leones, y una estatua protegida. Ideal para tomar una foto y comenzar un lento caminar.

Nos adentramos por una calle estrecha. La nieve arreciaba, con la catedral en el horizonte. Era nuestra siguiente y penúltima parada. Caminamos ágiles, teléfono en mano. Había que llamar a casa. Había que ser sinceros. Éramos turistas mediterráneos, atenazados en medio de una ciudad nevada. La austeridad de la Frauenkirche choca con la grandiosidad de otras catedrales. Dentro de una gran cámara de iluminación tenue, llena de columnas sencillas y vidrieras apagadas, emerge la figura de Jesucristo, suspendido en el aire. Es el detalle más arriesgado que tan discreto templo se permite. La visión exterior nos deja ver una iglesia robusta, dominada por dos grandes torres de piedra, a las que sendas cúpulas verdes se encargan de coronar.

Cuando ya tomábamos el camino de regreso, no eran aún las seis de la tarde. Por el aspecto de la ciudad, parecía casi de noche. Poca gente por la calle, salvo en las tabernas. Chocamos, casi sin darnos cuenta, con la fachada más hermosa y colorista que vimos aquella tarde. Era la Asamkirche, una pequeña iglesia, cuya intimista capilla era custodiada por una reja inaccesible para el visitante. Intuimos un altar dorado, y unas paredes adornadas hasta el más mínimo detalle. Sus secretos, no obstante, serán el manjar de nuevos visitantes , o de nosotros mismos en otra ocasión.

El día terminaba antes de lo esperado. Mientras un español merienda, un alemán cena. Lo que para nosotros es el aperitivo de lo que será la noche, para ellos es la culminación. Llegamos a la Hofbrauhaus a media tarde. El templo de las tabernas. Mil plazas de capacidad, pero dos mil aspirantes a encontrar un sitio. En la oferta, cientos de visiones: Trajes típicos cubriendo cuerpos robustos, camareros curtidos en mil fiestas con cinco jarras a rebosar de cerveza en una sola mano, salchichas saliendo de la cocina, codillo con patatas a punto de ser devorado, jolgorio, brindis, canciones improvisadas, gritos de guerra, una banda tocando, y mil pasillos interminables en busca de un asiento. Fracasamos. La primera gran cerveza -chocolate caliente para Jaume- la tomamos en otra taberna, tranquila, anónima, en la que nuestra audacia nos dio un sitio difícil de lograr. El día moría. Con el toque de queda a la vuelta de la esquina, paramos a cenar en una hamburguesería. Fue rápido. No eran ni las ocho cuando llegamos a la habitación. Sólo el frío y las sombras resistían en la calle. Eso, y los cabarets. El agua caliente de la ducha dolió al contactar con mi frío cuerpo. Mi estampa era impropia de un turista. Pies enrojecidos, calcetines empapados, piel dolorida y ojos vidriosos. En la televisión, sólo un canal en español. Mis párpados caían mientras escribía parte de lo aquí presentado. Sólo unas palabras para terminar.

Buenas noches, Munich. Gute Nacht, München.