mayo 26, 2009

De Enrique VIII a Peter Pan

La London Tower emerge en medio de la ciudad como un estandarte que enlaza con otros tiempos. Concebida como una villa amurallada, parece construída sobre cimientos que mezclan el sudor de muchos y la sangre de otros. Sólo el forzado continuismo que requiere toda visita cultural impide disfrutar de la magnitud de un monumento enorme e infranqueable. Algo en ella me hizo recordar el Castillo de Edimburgo. Tal vez fuera la huella de los cañones, apostados en sus murallas para la defensa. La Torre de Londres encierra en su interior el latido de un corazón que ha vivido muchas eras. En ella se ha asesinado, reinado y vestido para grandes batallas. Cada pequeña torreta, cada cámara de tortura, mantenía vivo el aliento quebrado de quienes allí perecieron. Sus murallas protegen una torre distinta al resto, conocida como la Torre Blanca. Accesible por una escalinata de madera, dentro aguardaba una exposición que rememoraba el ardor guerrero de Enrique VIII. Al salir, hallamos a un miembro de la Guardia Real en plena liturgia. Fue un exquisito y selecto adelanto de lo que esperaba en Buckingham. Ya fuera de la Torre, en un pequeño jardín, sobreviven unos cuervos. Dice la leyenda que la vida de estas aves está ligada a la de la Monarquía Inglesa. No sé si viviremos para dar fé.

Tras una visita que ocupó casi tres horas, tomamos un tentempié antes de seguir nuestra ruta. Fue en un lugar adornado por reminiscencias italianas, al lado de una zona aparentemente portuaria, que tenía al Támesis como punto de anclaje. Y fue el gran río de Inglaterra el que sirvió el postre del menú, a través del elegante y solemne puente que da la bienvenida a a los navíos que llegan a Londres. El Tower Bridge cruza Londres asentado sobre dos torres de aspecto austero y señorial. Pintado por colores que parecen elegidos por el mismo niño que gozaría jugando con su puente levadizo, el Tower Bridge no llama la atención por su tamaño, ni tampoco por su belleza. Es simple y llanamente un puente que engalana con clasicismo cualquier foto con Londres como horizonte.

Con la tarde penetrando en las horas en las que el Sol empieza a dar signos de pereza, nos dispusimos a bordear el Támesis para ser conducidos a donde él quisiera. Aprovechamos para entrar en los lujosos dominios de los almacenes Harrods, y disfrutar con su inabarcable sentido del glamour, así como de su nada desdeñable catálogo de peluches y juguetes. Volvimos a la infancia, como un día en Nueva York. Hubo partida de Scalextric, con la desigualdad que marca la cruel y fría dictadura de la mecánica.

Ya prestos para ir tomando camino hacia el hotel, vimos una gran ocasión para cruzar Hyde Park, y disfrutar de un lugar donde la eternidad parece vestida de verde. La decepción de ver el Speaker's Corner -lugar situado en una de las esquinas del parque, donde la gente imparte monólogos sin ningún sentido del ridículo- cerrado por obras fue compensada por la belleza de los lagos que guarda el parque. En frente de uno de ellos, con las ardillas y los patos como espectadores, dejamos en manos de una joven inglesa la que debía ser una de las fotos del viaje. Lamentablemente, la trascendencia del momento la derrotó, la cámara titubeó en sus manos, y lanzó el flash hacia nuestros genitales, en lugar de a nuestras caras. Suerte que tuvo otra oportunidad, algo condicionada por su sonrojo. Recuerdo que caminamos durante casi dos horas, entre grupos de gente que hacía deporte, se perseguía, o simplemente descansaba. Lo hicimos persiguiendo un cártel que anticipaba la presencia de Peter Pan. Al llegar a él, el peso del cansancio nos dio una tregua para contemplar una hermosa estatua de bronce, a la que un bullicioso enjambre de mosquitos protegia como a su propia vida. La fatiga hizo que nos equivocásemos de camino dos veces consecutivas, haciéndonos andar más de la cuenta. La noche empezaba a presentarse. Salimos del parque, y buscamos el metro con tesón. Allí nos esperó el golpe de gracia, con un pasillo eterno que parecía no tener fin. Paramos a comprar la cena. El camarero, más espeso que nosotros, no parecía entender el concepto de "Comida para llevar". Tampoco el de "probablemente, tres chicos que piden lo mismo y hablan entre ellos animadamente, van juntos". Qué más da. El hotel nos esperaba. Y la ducha asesina. Y la cama. Y el sueño. Y una frase que se repitió durante el viaje. "No se os puede dejar solos.."

mayo 13, 2009

Suelo Sagrado

El despertar de un londinense suele llegar vestido de aroma a huevos con bacon, café y litros de niebla. Nosotros, que veníamos del Mediterráneo, fuimos obsequiados con zumo, bollería y un sol inesperado. La alarma sonó algo antes de las 7, para darnos tiempo a desayunar, repasar el plan, y llegar temprano a la legendaria Westminster Abbey, albergando la esperanza de visitar sus claustros en soledad.

El trayecto lo cubrimos en metro, compartiendo vagón con los que inician temprano su jornada, y recorren estaciones bostezando y leyendo diarios gratuitos. Al apearnos en la estación de Westminster, fuimos amparados por la sombra del viejo Big Ben, cuyo anciano mecanismo peleaba por acercar su aguja hasta las nueve. Recorrimos la calle, en dirección a la abadía, dejando a un lado el enorme Parlamento Británico, así como la imperial torre que lo adorna. El relieve de Londres comenzó a cubrirse de agitación, pisoteado por aquellos que se dirigían a ocupar sus puestos de trabajo, y por un notable dispositivo de seguridad. Creo recordar que había vigilantes con ametralladoras. Los muros grisáceos de la iglesia nos recibieron con solemnidad, ensombreciendo el verde prado que cubre la entrada y un pequeño cartel que anunciaba que no se abría hasta las nueve. Teníamos media hora que llenar, y la pasamos en un edén. No tengo otro modo de definir un pequeño rincón, ajardinado, que descansaba bajo la Torre del Parlamento, a orillas del Támesis.

Ya en la abadía, tardamos poco en comprender que pisábamos suelo sagrado y real. Westminster Abbey es un gran cofre de tesoros de otro tiempo, escondido en pequeñas cámaras que duermen bajo techos abovedados, y erigido sobre una fuente de luz que no deja de colarse con frialdad por sus ventanas. Cada capilla, en sí misma, contenía esculturas, féretros y detalles que merecerían páginas enteras. En Westminster Abbey reposa una fuente que guarda agua bendita de medio siglo, pero también el trono donde han sido coronadas generaciones de reyes. Allí hay sitio para un rincón dedicado a los Poetas, donde se guarda tributo a Shakespeare, Carroll o Dickens, pero también para los héroes de guerra, que Inglaterra guarda con amor reverente. En la abadía hace un frío que sólo enamoraría al silencio o al dorado brillo de su altar. Debe ser el velo del respeto, que se interpone entre el tesoro y el que lo observa. Pasamos por una puerta que presumía ser la más vieja de Inglaterra, escuchamos que allí descansan genios como Newton o Darwin, nos lamentamos por no haber estado solos y haber escuchado un coro de ángeles, y terminamos deteniendo nuestros pasos ante una lápida negra, rodeada de amapolas, bajo la que descansa eternamente un soldado que murió sin nombre.

Al salir de la Abadía, dirigimos nuestros pasos hacia Buckingham. No recuerdo si el Big Ben nos acompañó con sus nostálgicos acordes. Llegamos a Palacio, aún impresionados por la reciente huella de la Iglesia más Real de Inglaterra. Íbamos a ver el Cambio de Guardia, pero había sido suspendido. Sólo hubo tiempo a ver un gentío considerable, lleno de matices que confluían en una japonesa que hacía fotos desde un ordenador portátil. El imprevisto implicó un cambio de planes obligado, que llevó nuestros pies hacia un pasado que, por respeto, debe aguardar para ser narrado.

(Diario de Ángel, 29/04/2009)

mayo 10, 2009

El Anciano y las Palomas

A las siete de la tarde, la Plaza Catalunya era un gran mural formado por cientos de siluetas que, por una vez, no eran palomas, ni figurantes. Eran personas que, sentadas sobre el cálido cemento del centro de Barcelona, miraban una pantalla gigante, esperando las imágenes de un partido que nunca llegarían. Hubo protestas airadas, mas ninguna respuesta. La única opción era dispersarse hacia los bares y terrazas de los alrededores.

En una de esas terrazas, un anciano ocupaba la única mesa del centro, orientada a cualquier parte menos a la televisión. Mientras los demás se dividían en las zonas laterales, buscando la visión de una pequeña pantalla situada dentro del bar, el viejo miraba ausente un cartel que anunciaba un menú de paellas. Su aspecto hablaba de un hombre humilde, aunque pulcro y con el afeitado de un domingo de los de verdad. Vestía un jersey de pico azul cielo, bajo el que se adivinaba una camisa blanca perfectamente planchada, y unos pantalones desgastados. Calzaba zapatillas, llenas de pasos lentos y etiqueta de mercadillo. Le ví asentir a la petición de un hombre de aspecto aliñado que, acompañado por su mujer y su hija, buscaba asiento para ver el partido. En compañía, el anciano siguió igual que en soledad, sin mediar palabra ni elevar su mirada más de lo necesario. Podría haber sido el abuelo, pero prefirió otro papel.

Al rato, la familia abandonó sus asientos, tal vez anhelantes de las discusiones que -adivino- llenan su salón. El anciano pareció despertar de su letargo, y devolvió la mirada a un camarero que llevaba rato buscándole. Levantó el dedo índice para hacerse entender, como hace el cliente que siempre acude al mismo sitio a degustar su café. El camarero acudió, con una tónica servida en vaso de tubo, con hielo y limón. Observé al viejo, mientras esperaba liando un cigarro con estilo de veterano. Los sorbos y las caladas se sucedieron con la misma quietud con la que rompía el barullo que le rodeaba y que parecía no escuchar. Con el resto peleando milímetros de pantalla, él miraba hacia ninguna parte, tal vez recordando la post guerra, o un desembarco en América, con un hatillo en la mano y cuatro pesetas en el bolsillo. Con el partido muriendo, el viejo se levantó, como si nada, para situarse al lado de un forofo y mirar la pantalla con desinterés. Se alejó, dejando tras él el rastro del que ha vivido una vida.

Fue entonces cuando recordé que, una hora antes, la Plaza Catalunya había sido sobrevolada por decenas de palomas desorientadas. Habría jurado que no la reconocían. En el cemento había ocupantes, y no eran palomas.

Arquero Urbano

mayo 06, 2009

La Pérfida Albion

En el más recóndito lugar de mi imaginación, la Pérfida Albion descansaba vestida de niebla, contemplando una capa agujereada por mil flechas de agua, y albergando en su regazo un enjambre de almas pendientes de un reloj. A las cinco, el té. A las seis, Mary Poppins cantando, mientras busca dulces en un bolso sin final. A las siete, Sweeney Todd llegando en su barco sediento de venganza. Tal vez por la izquierda, con el timón a la derecha. A las ocho, la tradición, mandando a la gente a su hogar. A las nueve, una tenue luz que ilumina una calle, mientras la reina se seca una lágrima que nadie debe ver. ¡Que no den las doce, grita Sherlock Holmes! Es la hora favorita de Jack el Destripador.

A eso de las tres, el Big Ben sonó para dar las dos. Yo no pude oírlo, pues a mi alrededor se erigía la fría densidad del aeropuerto de Barcelona. Suerte que encontré a David, aún sin comer, mientras comprendíamos que nos hallábamos en la terminal equivocada. Poco después, llegó Jaume, con su maleta de cabina. Facturamos rápidamente, mientras resolvíamos si el propio Jaume había reservado dos veces, o es que está duplicado, como la oveja Dolly.

En la terminal no hubo mucha espera, merced al relleno que ocasionan los controles habituales. Hicimos una compra un tanto extraña, formada por unas revistas y un pequeño cuaderno. No había guías de Londres, ahora que recuerdo. Sí hubo un control exagerado, en el que me identifiqué como Ángel hasta cuatro veces antes de subir a bordo. Ya en el avión, me enfrasqué en una lectura que terminé por abandonar. Entre los pasajeros, pude atisbar a dos portadores de mascarillas, tal vez influídos por la negra sombra de la pandemia. La compañía aérea aprovechó la ocasión para ofrecer su catálogo. Desde el menú hasta las chocolatinas, pasando por colonia, juguetes y hasta un "rasca y gana". Me sorprendió que en tan basto catálogo faltaran las mascarillas. Una joven, ajena a todo, descansó las dos horas de vuelo con la cabeza reposando en el asiento delantero. Sufrí por sus cervicales más que por el aterrizaje, pues sobra decir que la destreza del piloto fue memorable.

Inglaterra nos recibió con sol, rompiendo la primera de las leyendas. Un pasillo estrecho y lleno de terciopelo en paredes y suelo nos condujo hasta recoger la maleta y poner pie en suelo inglés. Poco después, subimos al tren que en media hora debía dejarnos en Londres. Puntualidad inmaculada, por si lo dudaban. El ligero cosquilleo que siempre es fiel al viajero no nos abandonó ni un instante. Tras un viaje a través de un verde que se oscurecía con la noche, el plateado manto del Támesis apareció ante nosotros. Habíamos llegado.

La estación de Victoria Station nos dio las primeras pistas sobre el mecánico funcionamiento de una ciudad tradicionalmente moderna. O contemporáneamente tradicional, si quieren recrearse en un fino adjetivo. Londres respira una normalidad que, de no ser inglesa, habría creído casual. Tiempo habrá para hablar de ello. A nosotros nos bastaron cinco estaciones de metro para alcanzar el barrio donde se ubicaba el hotel. Y sólo cinco minutos para hacer de un trayecto sencillo un laberinto. Es sólo una elegante manera de decir que nos perdimos.

El hotel se presentó como un ejemplo de sencillez. Califiquémoslo de funcional, si lo prefieren. El recepcionista, un tal Saturnino, cumplió el registro con gran austeridad. Dejamos las maletas, hicimos un par de llamadas, y salimos a cenar. Descubrimos con alegría que estábamos en un barrio con cierta vida. Las diez de la noche, y la gente llenando restaurantes. Nosotros elegimos un italiano, no sin antes cruzar un "What's up" con un grupo de jóvenes ingleses. Las camareras nos hicieron esperar, pero hay que decir que la comida era buena. Yo elegí spaghetti y tiramisú, por si les pica la curiosidad. La cuenta llegó firmada, con una sonrisa que acompañaba un breve "Servicio no incluído en el precio". Regresamos, para librar una batalla con la ducha que aún arrastra secuelas. Una bañera resbaladiza, un grifo incontrolable; qué les voy a contar. Y el sueño llegó pronto, a pesar de la incomodidad de una cama en la que los muelles lo eran todo. Se me olvidó decirles que lo aquí contado sucedió una hora antes de ser vivido. Y con Jack y Sherlock Holmes persiguiéndose por las calles.

(Diario de Ángel, 28/04/2009)