En Eyes Wide Shut, Stanley Kubrick diseccionó la siempre compleja naturaleza del matrimonio a partir del diabólico efecto provocado por los celos. Diez años más tarde, Sam Mendes coge el testigo del genial director inglés, y retrocede hasta los años cincuenta para hablarnos de Frank y April Wheeler.
Uno de los grandes desafíos a los que ha debido enfrentarse Sam Mendes es su constatada reputación como director arropado por la Academia. Si bien American Beauty sorprendió por su viperino asalto al sueño americano, la inocua corrección de Camino a la Perdición hizo que Mendes pasara a la nada desdeñable lista -encabezada por Ron Howard- de directores bajo sospecha de ser indisimuladamente academicistas. Es posible que Revolutionary Road haya estado en tela de juicio desde el primer momento por lo anteriormente comentado. En esta ocasión, el reto de Sam Mendes no era demostrar su buen hacer tras la cámara, ni su probado talento como director de actores, sino el hecho de ser capaz de dotar de alma a su película.
Antes de seguir, debo decir que desconozco cuales eran las pretensiones de Sam Mendes. No sé de lo que quería hablar, así que me conformaré con escribir de lo que creo que habla. Es tentador definir su nuevo film como una nueva fotografía del irreal sueño americano, pero la atemporalidad y universalidad de la historia de los Wheeler tiran por tierra cualquier idea al respecto. Es difícil que hombres y mujeres no se vean reflejados en los roles firmados por Leonardo di Caprio y Kate Winslet. Los protagonistas de Titanic recrean, en esta ocasión, un matrimonio formado por un niñato charlatán, idealizado por su esposa, y una mujer ahogada por la rutina y la decepción, siendo el devenir de tan hermosa y complicada pareja el epicentro absoluto de Revolutionary Road.
La idea primigenia que aborda Sam Mendes es la del miedo a vivir. Es extendida la sensación de parálisis y resistencia que nos aborda cuando queremos escapar del irremediable vacío que nos rodea. En una pareja, es habitual enfrentarse al egoismo que nos define por naturaleza, al desencanto que rodea el incumplimiento de las expectativas creadas, o a la decepción que acompaña el hecho de ver al ser amado como lo que es, y no como lo que se creía que era. La historia de dos seres tan conscientes de su fracaso como pareja como Frank y April Wheeler es tan desoladora y real que es imposible no imaginarse como parte de ella.
Gran parte del mérito de la empatía proyectada por la obra tiene mucho que ver con las magníficas interpretaciones de dos actores pura sangre como son Leonardo di Caprio y Kate Winslet. Se ha hablado tanto de ellas, que es difícil escapar a la tentación de comentarlas. Di Caprio sigue tirando de carisma y garra para sacar adelante sus cada vez más maduros trabajos. Su aspecto aniñado sigue jugándole malas pasadas ante parte de la crítica, pero usar ello como argumento me parece una soberana memez. La asombrosa Winslet, por su parte, sigue luchando con Cate Blanchet por el título de actriz del momento. Su camaleonismo le hace tan capaz de cautivar con su imperfecta sonrisa como de desgarrar la pantalla con un grito, una mirada o lo que se tercie. Verla fumando, con la mirada perdida, apoyada contra un árbol mientras decide qué hacer con su vida, es uno de esos momentos que regala el cine en los que nada excepto lo que se ve parece importar.
Revolutionary Road es, pues, una obra tan recomendable por lo que cuenta como por cómo lo cuenta. Es difícil no rendirse a sus actores, ni salir ileso de la sala tras su proyección. La gran pregunta que nos hacíamos respecto a Sam Mendes es si era capaz de dotar de alma a su película. Por lo que a mí respecta, se acabaron las dudas. Para terminar, dejaré una afirmación, que afloró dentro de mí en 1997. Leonardo di Caprio y Kate Winslet forman una de las parejas más arrebatadoras, hermosas y poderosas que jamás haya dado el cine.
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