El inicio de The Deep Blue Sea, antes descrito, es tan sólo la antesala de una de las más delicadas, apasionadas y entregadas obras sobre el amor que hayan llovido del cine en los últimos años. Edificada sin disimulo sobre las espaldas de una impecable Rachel Weisz, la última obra de Terence Davies emerge como un relato sobre la erosión causada por los sentimientos sobre una mujer que se subordina al devenir de los mismos. El romanticismo, normalmente ultrajado en el cine contemporáneo, y pasto de alguna de las peores obras imaginables, es aquí un espejo de mil caras: hastío, pasión, entrega, sumisión, humillación, sufrimiento, muerte y renacer. ¿Cuántos corazones no han aceptado la humillación y la deshonra antes de claudicar y aceptar la derrota? ¿Cuántos no han coqueteado con el fin de su portador antes de romperse en mil pedazos? ¿Cuántos no han implorado un sólo segundo de atención, o una última noche antes de degustar el amargo sabor de la hiel?
Davies, absolutamente magistral en la composición del film, dilata constantemente el metraje a través de la pausa. Cada escena parece crecer y construirse entorno a un desconcertante equilibrio entre la contención y el desgarro. A ello parece ayudar una fotografía que -siempre honesta con el tono de los cincuenta- se muestra especialmente brillante al retratar la sedosa esencia del dolor. Un método que culmina en un clímax desasosegante: una dolorosa despedida, tan sonoramente británica que lleva hasta la épica la búsqueda de una dignidad imposible (unos zapatos abrillantados por última vez, una puerta que se cierra sin mirar atrás; unas lágrimas que no se permiten salir hasta que llega la soledad).
Epílogo. Plano diurno de una calle cualquiera de la Londres de postguerra. En la ventana de un edificio, una misteriosa mujer muestra su rostro. Abre las cortinas. Sonríe. La calle, una simple ceniza de la postguerra. Dos almas por reconstruir. Fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario