septiembre 03, 2012
Aladdin, tal vez.
Desconozco su nombre, pero sus rasgos hablan por él con dialecto arenoso. Susurran que esas pestañas se despegaron por primera vez en alguna región de Indostan. El encuentro fue tan casual como fugaz. Al parecer, el joven había elegido dormir en un lecho de madera -llámenlo banco, si prefieren-, arropado por una sábana oscura con forma de noche abierta. Le ví poco después de amanecer, recibiendo al día con una pulcritud digna de la mejor casa. Sin sábanas de seda, pero con el incontestable poder de la dignidad acompañando cada gesto. Esa con la que extrajo un bote de crema hidrantante de su bolsa de viajero, o la que rescató un punto de elegancia al ponerse un calcetín doce veces remendado. Algo se removió en mi interior al pasar a su lado. Culpable por complicidad. Diez años, por favor. Las marcas de mi rostro al despertar son de almohada. Las suyas, de listones de madera. Tú te quejas de tu colchón. Él asume que hoy no hay mejor cama. ¿Quién es? El enésimo desahuciado, tal vez. La enésima víctima, tal vez. Aladdin, tal vez.
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