El aeropuerto, Orly de nombre y apellido, nos recibió con esa sencillez y eficiencia tan europea. Poco esperamos por las maletas; aún menos por el autobús que nos debía acercar a la ciudad. Valga decir que fuimos los únicos que nos atrevimos -con éxito- con la máquina expendedora de billetes. Al poco, otros turistas -viajeros, si me lo permitís- nos rogaban que les ayudásemos a utilizarla. Buena señal, pensé. París ya me trata como a uno de los suyos. Llegó el autobús a los pocos minutos. Tras media hora escasa de recorrido, enlazamos con un tren de cercanías, y París nos dio la bienvenida desprendiendo el bullicio propio de una gran ciudad en viernes a mediodía. ¿Temperatura? Calor, mucho calor. Más de junio que de mayo. Pasamos de chaqueta y jersey a camiseta de manga corta. ¿Distancia? Autobús y tren al hombro, pero aún quedaban un pasillo enorme que atravesaba la Gare du Nord y, por fin, el metro que nos dejó en Pigalle. Sí, dije Pigalle. Si eres parisino, pensarás: "condenado turista, ¿quién te mandó a escoger hotel en una zona de cabarets?". Qué más da. Pigalle forma parte de un valle que duerme a la ladera de la cima del Sacré Coeur.
Comimos en la habitación. No fue Confit de Pato, sino un bocadillo que viajó con nosotros desde Barcelona; un bocado suficiente para reponer fuerzas e iniciar un largo paseo que nos llevaría toda la tarde. La idea inicial era recorrer el barrio de Montmatre. Tomarle el pulso a la ciudad, que diríamos aquí. Pero, ¿saben qué? Que empezamos a caminar, dirección abajo, sin rumbo, con el mero propósito de callejear y ser descubiertos por París. Y nos fuimos alejando de Montmatre. Calles pequeñas que dieron paso a grandes Avenidas, etiquetadas con los nombres de Dior, Channel o Cartier. Apareció la iglesia de la Madeleine, un templo sujeto por columnas corintias, que parece nacer de suelo ateniense, pero que duerme bajo la luna de París. A babor, un boulevard. A estribor, la inmensa Place de la Concorde; una rotonda enorme, coronada en el centro por un obelisco cortesía de Egipto, y que ofrece la primera -o la última- vista al Arco del Triunfo, la Torre Eiffel y el Jardín de las Tulleries.
Me detendré aquí, en las Tulleries. Antes de seguir con el siguiente capítulo, emularé a los habitantes parisinos, cogeré una silla verde, releeré lo ya escrito, y pensaré en qué contaros más tarde. Sólo deciros que este hermoso parque nos mostró el gusto parisino por el reposo, por sentarse en una vieja butaca de hierro, y degustar la tranquilidad de un espacio verde, con un libro en la mano y el cuerpo totalmente relajado. Un pequeño placer al que fue imposible renunciar, más allá de la inmejorable vista, colmada de jardines, setos impecables y el perfil del Louvre en lejanía. El instante duró hasta que el calor nos llevó a la cola de un puesto de helados -italianos, no franceses-, tras un grupo de once compatriotas que quisieron dejar claro de dónde venían. Pobres vendedores, pensé. No me equivoqué.
1 comentario:
Maravilloso primer capítulo... Ya estoy deseando leer los siguientes y comprobar si los lugares que atacaron tu alma coinciden con los que me derrotaron -para bien, claro- en mi primera visita a la Ciudad de la Luz, hace ya demasiado tiempo.
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