De cara a tratar el marco que nos ocupa, hay que reconocer que lo que vino después del 36 es una época fascinante para ser narrada en una película. La obra de varios directores -desde Guillermo del Toro hasta Agustí Villaronga- ha dibujado, con brillantez, una España rural, fantasmagórica, clandestina, embrujada y oscura, en la que los ideales luchaban en silencio por subsistir, mientras los matices (Pa Negre está llena, desde la lenta fagocitación del catalán a manos del castellano, hasta la silenciosa resignación de la viuda/mujer) y la contundencia del régimen iban convirtiendo España en la siniestra sepultura de la libertad.
Pa Negre desprende, como El Mar, una extraña mezcla de horror y poesía. Narrada en tono clásico, la película de Villaronga se convierte en un collage de todo aquello que nos han contado, lo que imaginamos, y lo que preferiríamos no saber. Evitando, con gran mérito, enfatizar el tono político de su obra -esto la aleja de propuestas como La Lengua de las Mariposas o la más reciente El Laberinto del Fauno, con las que sí comparte la mirada infantil de la postguerra-, Pa Negre más bien parece la versión española de La Cinta Blanca: un retrato de la infancia enmarcada en el reino de la maldad. ¿O no recuerda la demoledora frase final de Andreu a la gélida mirada de los niños de la película de Haneke? Podemos concluir que algo compartían los albores del nazismo y la herencia de nuestra propia Guerra: la creciente incapacidad de perdonar a nuestros semejantes.
A pesar de los comentados esfuerzos de Villaronga, hay algo en Pa Negre que nos remite al argumento con el que hemos comenzado esta crítica: esa sensación de que el cine español saca parte de lo mejor de sí mismo en el trillado terreno de la postguerra. Tal vez sea la sensación de deja vu que transmite el hijoputismo del personaje de Sergi López. O tal vez que la esencia de la película nos lleve a analizar el abandono de la niñez en medio de tan cruento escenario. El caso es que hay algo en Pa Negre que emana de páginas ya leídas en otras ocasiones. Ello no es óbice para que Villaronga despliegue -como en la inquietante escena inicial- esa extraña cualidad que le lleva a combinar la belleza con la contundencia. Esa especie de magia negra, como el pan del título, es lo que da brillo a una película que, a pesar de las críticas de parte de la prensa más reaccionaria, se ha alzado con un Goya tan inesperado como merecido. Al menos merecido para un cine español que merodea con seguridad en las páginas de la historia mientras decide si apuesta definitivamente por salir de ellas hacia otros caminos.
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