Aún me hallaba mecido por el rastro de los sueños cuando la leve melodía de la lluvia se unió al grito enfurecido del despertador. En nuestra segunda jornada en Londres, Jaume, David y yo volvimos a madrugar, plantando cara a las legañas, para emprender temprano un caminar que nos dejaría en las puertas de St Paul's Cathedral.
Nuestros primeros pasos bajo el cielo encapotado nos ofrecieron un retrato de Londres de sabor mucho más inglés que la estampa sureña del día anterior. Volvimos a coger el metro, aprovechando el bono que nos habíamos agenciado para tres días. Al bajar en la estación que teníamos marcada, la lluvia arreciaba sobre nosotros. Con gusto nos cubrimos con nuestros sencillos chubasqueros, sintiendo como las gotas caían lentamente en su superficie. Con un paso cada vez más decidido y propio, recorrimos calles que ya empezaban a ser familiares, compartiendo las primeras horas del día con una población que se dirigía con tanta prisa como cautela a sus puestos de trabajo. A lo lejos, una enorme cúpula ovalada empezó a hacerse visible ante un horizonte cargado de nubes grisáceas. Era la corona que se eleva por encima del enorme y robusto traje real que viste los muros de la catedral.
A llegar a los dominios de la Iglesia, nos movimos despacio, silenciando nuestros pasos sobre un césped impecable, hasta dar por fin con una columna sobre la que se alzaba una escultura dorada de San Pablo. El apóstol alzaba su mano derecha mientras sostenía una larga cruz con la izquierda. No sabría decir si saludaba, o detenía a los viajeros antes de permitirles la entrada a su morada. Entramos despistados, errantes, y acabamos atravesando un conducto que daba a los niveles inferiores de la catedral, no sin antes observar pasmados que allí mismo había una elegante aunque extraña cafetería. Tras consultar precios y folletos, nos dirigimos a una taquilla donde dos mujeres, aburridas, intercambiaban palabras mientras atendían con la indisimulada parsimonia de dos víctimas de la rutina.
El nivel subterráneo adentraba al visitante en una laberíntica y oscura cripta donde descansaba parte del pasado de Inglaterra. Recorrimos tumbas y figuras varias, retenidas en tiempos pasados, y que mezclaban la sencillez de la piedra más austera con el tronío del cofre donde yacen los restos del Almirante Nelson. En todo momento fuimos invitados a guardar silencio y respeto, a ocultar nuestros pasos, a pedir perdón por estar allí. Una luz cálida guardaba los restos del Duque de Wellington, en medio de un tono fantasmal que lo cubría todo, incluyendo una pequeña maqueta que mostraba el aspecto de la Catedral antes del Gran Incendio de 1666. Lejos de engalanarse con una cúpula gris, sobre los muros se alzaba una enorme aguja a la que se renunció tras su reconstrucción. Todo, o casi todo, había desaparecido bajo un fuego que ese día se camuflaba entre los tejidos del recuerdo.
El siguiente paso de la visita era la capilla, que alimentaba sus estancias con la luz que penetraba por sus ventanales, dando claridad a unos muros que mezclaban la limpieza del color marfil con la elegancia del dorado. Fue allí, sobre las teselas blancas y negras que daban al suelo el aspecto de un inmenso tablero de ajedrez, cuando fue imposible contener el aliento al alzar la mirada. Lo que desde fuera parece una gran cúpula, allí dentro se transformaba en una majestuosa obra de arte, llena de detalles, frescos e imágenes santorales. Nuestra sorpresa llegó al ver que un recorrido de más de doscientos escalones nos llevaba directamente a la cúpula, en lo que llaman la Galería de los Susurros. Allí donde el más leve sonido se traslada lejos en la distancia, pudimos descender la mirada y ver desde arriba el interior de la catedral. Fue necesario un ejercicio de contención para no elevar un grito de admiración. No sé que vieron mis amigos, pero yo me ví a mí mismo unos minutos antes, y vi a un peregrino alzando su mirada y preguntándose si Dios se la devolvía.
Tras unos minutos en silencio, inmóviles, incapaces de dejar de mirar hacia abajo, salimos fuera, y ascendimos cien escalones más hacia un balcón donde toda Londres parecía tener alcance. Lamentablemente, nuestros deseos por seguir ascendiendo se vieron quebrados. No podía accederse a la Galería Dorada, cuyos secretos eran guardados tras una puerta cerrada, y que precisaba de quinientos escalones más para llegar. Ese momento fue preciso para recordar nuestra posición de peregrinos, y tener claro que, en los dominios de San Pablo, el célebre apóstol es el único con derecho a mirar desde el cielo.
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