Thriller sonaba a latigazos en el cuerpo; a descargas eléctricas en medio de una noche en la que los monstruos nos persiguen a través de un cementerio abandonado. Fue una canción que dio nombre al disco más vendido de todos los tiempos. Michael Jackson, el indiscutible rey de la música Pop, era parte de la banda sonora de mi vida, y mentiría si no dijera que su muerte se lleva una parte de mí. Independientemente de su talento, que era inabarcable, hay algo que duele de su marcha, y es esa extraña sensación que mueve lo inamovible de nuestras vidas. Es difícil recordar un momento de mi pasado en el que no pudiera haber escuchado una canción de Michael Jackson sin tener la tentación de correr al espejo para deslizar mis pies como él lo hacía. Había que conformarse con admirar un baile que era tan inalcanzable para los demás como lo es el vuelo de un ave. Se ha hablado mucho de su vida, pero todos deberíamos aceptar que sus supuestos delirios de Peter Pan, de Capitán Garfio, o de ambas cosas, no eran asunto de nuestra incumbencia. It's not our business, como dirían en su patria.
Descansa en paz, compañero de viaje. Yo seguiré hasta donde me dejen.
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