Es tan grande la tentación de imaginar qué ha querido hacer Almodóvar en su última película, que no es difícil perder de vista lo que realmente ha hecho. Centrémonos en lo primero: ¿Metáfora del estado actual de España, o tal vez break relajado en medio del momento de mayor intensidad dramática de su carrera? ¿Parodia de una sociedad erosionada por el desgaste, o regreso al cine que le hizo salir del anonimato? ¿Es plausible imaginar el avión de la compañía Península como un reflejo de España, con la clase turista narcotizada por la tripulación, la élite entregada al hedonismo y el ridículo, y los pilotos llenos de mediocridad y secretos inconfesables?
Los Amantes Pasajeros inicia su metraje evocando aquello de lo que rehuye la España moderna. Con un cameo intrascendente de Penélope Cruz y Antonio Banderas en el aeropuerto, no tardan en aparecer el aroma cutre, la chapuza, la incompetencia y el tono ligero. Tono que, dicho sea de paso, es el elegido por Almodóvar durante la película. ¿Reminiscencias o recurso fácil? Da la sensación que Almodóvar envía un difícil mensaje a los espectadores: el país, hoy por hoy, no da para más. El director manchego establece infinidad de -tópicas- conexiones con la realidad (una caja de ahorros quebrada, un directivo a la fuga, una vedette llena de secretos sobre el monarca, un aeropuerto vacío), y acaba construyendo una película tan desigual como extraña, cuyas principales carencias podrían nacer en un punto equidistante entre el resultado fallido de un propósito mejor, y la propia voluntad del director.
Agotamiento. Éste podría ser el término que mejor define Los Amantes Pasajeros. Son muchos los momentos en los que la obra se atasca, naufragando en medio de microhistorias que no funcionan -mención especial para el episodio de las ex-novias de Guillermo Toledo-, y de un guión que jamás llega a alcanzar ningún tipo de consistencia. Ante un escenario tan pedregoso, Almodóvar se refugia en su yo más histriónico, y deja en manos del delirante trío de azafatos -Javier Cámara, Raúl Arévalo, y un inconmensurable Carlos Areces- los mejores momentos de la película. Es cierto que ya no sorprenden los comentarios sexuales, las salidas de armario, y la bofetada a la España más conservadora, pero no es menos cierto que es terreno conocido -y dominado- para el director manchego.
Es fácil imaginar Los Amantes Pasajeros como aquella película que olvidaremos al recordar la filmografía de Almodóvar. O tal vez no. Lanza el director sobre el país la perfecta mirada de un pasajero de avión: distante, a años luz de la calle, y con el periódico en la mano para ver de qué se habla. Da la sensación que no es suficiente. Sólo el tiempo dirá si fue un capítulo fallido, un breve momento de descanso, o el intento de recuperar una frescura transgresora de la que la propia vida ha podido despojar a Almodóvar.
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