Tintin, icono indiscutible del mundo del cómic, representa uno de esos casos en los que el cine ha parecido renunciar durante años a su adaptación. El tremendo respeto proyectado por las aventuras del personaje de Hergé podría encorsetar cualquier voluntad de plantarle cara al reto. Pensemos por un momento: Hacer justicia a un mito que apenas tiene rivales en su entorno, encajar en el séptimo arte uno de los referentes de millones de personas, convertir en cine lo que siempre ha nadado en el añejo perfume del papel. Y, sobretodo, impedir que alguien se pregunte: ¿Hacía falta resucitar a Tintin en el cine, en lugar de dejarlo descansar en sus páginas?
Entrando en materia, podríamos decir que la adaptación planteada por Spielberg es enormemente valiente por dos motivos: afrontar con gallardía el reto antes planteado, y añadirle una nota de descaro en forma de 3D. Ya no sólo se trata de dar vida a Tintin en el celuloide, sino de convertir las austeras viñetas de Hergé en abrumadoras escenas tridimensionales. Ya desde los títulos de crédito, Spìelberg parece cómodo y convencido de la intensidad de su apuesta formal. Más cerca de la incontenible vida de Gollum, que de la pétrea frialdad de Beowulf, la tecnología Motion Capture usada en la película lleva a la animación a terrenos hasta ahora inconcebibles -basta ver la inmensidad de matices del rostro de Tintin-. Así, los Haddock, Tintin y Milu forman más parte del espectáculo de un ilusionista que de la rigidez emocional de las animaciones artificiales, y cobran vida ante nuestros ojos en un glorioso espectáculo visual. Y eso -luego me extiendo- a pesar del 3D.
Los tintinófilos más avispados pudieron, como Hergé, encontrar en Indiana Jones al equivalente cinéfilo del reverenciado reportero. Es por ello que nadie parecía más indicado que Spielberg para llevar al cine a Tintin. A medio camino entre el religioso respeto -la maravillosa presentación de Tintin es el más perfecto homenaje que podamos concebir- y la libertad de un creador que, hasta en la adaptación más difícil, debe continuar siendo él -el tupé de Tintin como Tiburón- lleva a la película al choque/fusión de sensibilidades que tan bien maneja el director de ET -hoy es Hergé; en su día, Kubrick-. Spielberg se concede licencias tan básicas como hilar su historia a través de viñetas de cómics distintos, pero es cuando lleva el riesgo al límite -la fabulosa escena del "robo de llaves" en el barco, el plano secuencia de la persecución final- donde su particular homenaje alcanza cotas más altas: pues su adaptación no es sino la excusa para darle a Tintin lo único que puede dar Spielberg: el cine como universo en que crecer y cobrar vida.
Y así, con una exhibición formal a la que sólo la cuestionable moda del 3D lastra en alguna ocasión -el debate que puede provocar la película no es si hacía falta adaptar Tintin -Spielberg resuelve la disyuntiva con contundencia- sino si hacía falta recurrir al 3D para ello-, el mito dibujado por Hergé hace del cine lo que ya hizo del cómic: su medio natural para seducir, enamorar y hasta abrumar a una legión de seguidores que puede sumar a muchos para la causa tras la proyección de la película. Spielberg presenta, con honores, a Tintin a quienes no le conocían. A los que le guardábamos como una reliquia intocable, nos lo devuelve en su esencia natural: disfrutándolo sentados, en una butaca, pero no pasando páginas, sino secuencias de un cine de una intensidad apabullante.
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