El despertar de un londinense suele llegar vestido de aroma a huevos con bacon, café y litros de niebla. Nosotros, que veníamos del Mediterráneo, fuimos obsequiados con zumo, bollería y un sol inesperado. La alarma sonó algo antes de las 7, para darnos tiempo a desayunar, repasar el plan, y llegar temprano a la legendaria Westminster Abbey, albergando la esperanza de visitar sus claustros en soledad.
El trayecto lo cubrimos en metro, compartiendo vagón con los que inician temprano su jornada, y recorren estaciones bostezando y leyendo diarios gratuitos. Al apearnos en la estación de Westminster, fuimos amparados por la sombra del viejo Big Ben, cuyo anciano mecanismo peleaba por acercar su aguja hasta las nueve. Recorrimos la calle, en dirección a la abadía, dejando a un lado el enorme Parlamento Británico, así como la imperial torre que lo adorna. El relieve de Londres comenzó a cubrirse de agitación, pisoteado por aquellos que se dirigían a ocupar sus puestos de trabajo, y por un notable dispositivo de seguridad. Creo recordar que había vigilantes con ametralladoras. Los muros grisáceos de la iglesia nos recibieron con solemnidad, ensombreciendo el verde prado que cubre la entrada y un pequeño cartel que anunciaba que no se abría hasta las nueve. Teníamos media hora que llenar, y la pasamos en un edén. No tengo otro modo de definir un pequeño rincón, ajardinado, que descansaba bajo la Torre del Parlamento, a orillas del Támesis.
Ya en la abadía, tardamos poco en comprender que pisábamos suelo sagrado y real. Westminster Abbey es un gran cofre de tesoros de otro tiempo, escondido en pequeñas cámaras que duermen bajo techos abovedados, y erigido sobre una fuente de luz que no deja de colarse con frialdad por sus ventanas. Cada capilla, en sí misma, contenía esculturas, féretros y detalles que merecerían páginas enteras. En Westminster Abbey reposa una fuente que guarda agua bendita de medio siglo, pero también el trono donde han sido coronadas generaciones de reyes. Allí hay sitio para un rincón dedicado a los Poetas, donde se guarda tributo a Shakespeare, Carroll o Dickens, pero también para los héroes de guerra, que Inglaterra guarda con amor reverente. En la abadía hace un frío que sólo enamoraría al silencio o al dorado brillo de su altar. Debe ser el velo del respeto, que se interpone entre el tesoro y el que lo observa. Pasamos por una puerta que presumía ser la más vieja de Inglaterra, escuchamos que allí descansan genios como Newton o Darwin, nos lamentamos por no haber estado solos y haber escuchado un coro de ángeles, y terminamos deteniendo nuestros pasos ante una lápida negra, rodeada de amapolas, bajo la que descansa eternamente un soldado que murió sin nombre.
Al salir de la Abadía, dirigimos nuestros pasos hacia Buckingham. No recuerdo si el Big Ben nos acompañó con sus nostálgicos acordes. Llegamos a Palacio, aún impresionados por la reciente huella de la Iglesia más Real de Inglaterra. Íbamos a ver el Cambio de Guardia, pero había sido suspendido. Sólo hubo tiempo a ver un gentío considerable, lleno de matices que confluían en una japonesa que hacía fotos desde un ordenador portátil. El imprevisto implicó un cambio de planes obligado, que llevó nuestros pies hacia un pasado que, por respeto, debe aguardar para ser narrado.
(Diario de Ángel, 29/04/2009)
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