Si asistiéramos a una exposición de Fernando Botero, nuestra mente podría verse tentada a normalizar el grueso aspecto de los protagonistas de su obra. El arte suele someternos a estas pruebas. Inicialmente, uno percibe el mensaje como algo extraño, abstracto y sin demasiada cohesión con el alimento que solemos dar a nuestros ojos. Al cabo de un rato, no obstante, nuestros sentidos se adaptan, llegando a la aceptación y el regocijo ante el extraño simbolismo.
El visionado de Un Cuento de Navidad encierra lo que podríamos considerar una inteligente normalización de lo delirante. He comenzado esta crítica remitiendo a Botero porque las sensaciones que acompañan el metraje de la película de Arnaud Desplechin son, a pesar de la sencillez de su planteamiento, muy similares a las comentadas anteriormente. El mérito en este caso es doble, porque la película arranca desde un cúmulo de ideas tan comunes como peligrosas para un autor, y que van desde una reunión familiar en la que los cuchillos siempre están preparados, hasta el tratamiento de una enfermedad como la leucemia. Lo que en otras manos se convertiría en un bombón para el melodrama más estridente es, en la obra de Desplechin, la excusa perfecta para recorrer un museo de ovejas negras, almas incomprendidas, y encuentros que navegan a medio camino entre el surrealismo (para el recuerdo la imagen de los dos niños sirviendo té a su madre, tras consumar ésta un adulterio) y una ternura tan irreverente como arrebatadora.
Un Cuento de Navidad es una obra que, en su particular huída del dramatismo, lucha a brazo partido por normalizar cualquier pelea, discusión, atisbo de odio y, si me apuran, pecado capital. El momento en que el rechazo se convierte en sonrisa deviene el instante en que el espectador acepta las formas hinchadas de Botero, se abraza al discurso de Desplechin y acaba comprendiendo que, ante todo, lo que parecen bocados de surrealismo no son más que pedazos de un realismo incontenible para nuestros tenaces códigos sociales. Es por ello que hemos hablado en esta crítica de normalización de lo delirante. Tras ese extraño cuento navideño, recorrido por fantasmas del pasado, cartas sin abrir y heridas abiertas, está la vida misma o, permítanme, el único paradero posible donde el inaguantable carácter de Henri (Mathieu Almalric), la penitente elegancia de Junon (Catherine Deneuve) y la inquietante mirada de Paul (Emile Berling) pueden compartir una hora en misa como si nada extraño pasara fuera de la iglesia.
Dicen que Billy Wilder imaginó El Apartamento alejándose de lo fácil. Donde otros encontraban grandilocuentes historias en las que las parejas se amaban en domicilios prestados, Wilder quiso preguntarse quién era el tipo que cedía su apartamento para tal fin. Algo similar ocurre aquí con un Arnaud Desplechin que encuentra pasajes de pura vida donde otros habrían naufragado entre lágrimas o enredos sin fin.
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