octubre 22, 2014

Magical Girl - Crítica

Vivimos tiempos extraños e inconexos. Tiempos en los que recorremos grandes distancias, buscando la pieza del puzzle que falta para dar sentido a nuestras vidas. Tiempos decepcionantes, contenidos, dolorosos para el alma, en los que La Colmena tiene más valor vendida al peso que luciendo en la librería del salón. Tiempos en los que, haciendo caso al tópico que ensalza el talento en eras de crisis, el cine español lucha desesperadamente por sacar la cabeza, dando luz a propuestas tan brillantes como Magical Girl, de Carlos Vermut.

Una definición sencilla del concepto "fuera de campo" nos llevaría a hablar de aquello que, en una película, queda fuera del encuadre. Es importante introducir esta idea, ya que uno de los aspectos más estimulantes de Magical Girl es que lo esencial habita fuera de campo, ya sea tras una misteriosa puerta, o en el inabordable y confuso pasado que nunca conseguimos dejar atrás. Por si fuera poco, es complejo -por no decir imposible- analizar Magical Girl como un todo. Entre otras cosas porque, con un asombroso despliegue de recursos, Carlos Vermut construye su obra secuencia a secuencia. Ello hace de esta película un extraño y sugerente collage en el que cada escena pesa, respira por separado, y lleva al espectador a ser partícipe, a su manera, del proceso de creación. ¿Qué pasó entre los inclasificables personajes de Sacristán y Lennie en la escuela? ¿Cuál es el veredicto moral para el desamparado padre y profesor al que da vida Luis Bermejo? ¿Qué cicatrices se ocultan tras la puerta del lagarto negro?

Es posible que el tiempo sitúe a España como uno de los epicentros espirituales de la actual crisis. Tal y como dice Miquel Insúa en su brillante monólogo, somos una contradicción que nunca supo escoger entre lo emocional y lo racional. La España de Vermut es el hábitat del desencanto; el acto final de una obra de teatro que ya no se cree nadie; o, por qué no decirlo, aquello que Torcuato Luca de Tena definió como renglón torcido de Dios. Lejos de movimientos como La Movida, las nuevas generaciones de cineastas españoles hacen palpitar la pantalla desde el desasosiego. No es casualidad que Gente en Sitios, Caníbal, La Herida, Stockholm, La Isla Mínima o Magical Girl hayan coincidido en el tiempo. Todas parecen dialogar, desde sus diferentes planteamientos, con la locura de un país fantasmal que ha abandonado toda pretensión de ser mejor. Sólo quedan el grito, la explosión y el letal gesto de apretar el gatillo. Como en el Nueva York de De Niro, Schrader y Scorsese.

Magical Girl es un laberinto lleno de recovecos, al que sólo un intelectual acomodado debería abstenerse. Una violenta pieza de jazz que reta al espectador a buscar con ahínco la pieza perdida de un puzzle imposible. Y también la consagración de Carlos Vermut ante los que buscamos miradas que sepan interpretar, si es que es posible, los extraños e inconexos tiempos que nos ha tocado vivir.

octubre 16, 2014

Perdida - Crítica

Si rebobinamos nuestra vida cinéfila, recordaremos que, en 1997, Michael Douglas fue sometido -junto a todos nosotros- a las reglas de un asfixiante y perverso juego en la notable The Game. Si aceleramos la cinta y llegamos a los primeros compases de Perdida, observaremos, tras una escena entre el personaje de Ben Affleck y su hermana, un rápido plano protagonizado por una estantería llena de juegos de mesa. Es posible que, en el incesante diálogo que durante años hemos observado entre las películas de David Fincher, reconozcamos un lenguaje que adopta el juego -entendamos este concepto con total libertad- como parte indiscutible del cine de ficción.

En su última película, Fincher crea, como en él es habitual, un perfecto mecanismo de relojería plagado de pistas falsas y dobles lecturas, obligando al espectador a participar en una clase de gimnasia mental, llena de incertidumbre, estímulos y una indisimulada denuncia sobre la hipertrofia mediática que nos arrasa a diario. La historia de Perdida, llena de constantes cambios de perspectiva, recuerda amargamente al día a día de los realities o las redes sociales. Hace tiempo que valores como la intimidad, la reflexión o la presunción de inocencia pasaron al olvido; y que la apariencia superó con mucho a la verdad. Fincher desnuda sin tapujos un presente en el que la inmediatez ha ganado la batalla, y en la que la mejor forma de sobrevivir parece relacionada con convertirse en parte de un diabólico juego moral.

Son varias las ocasiones en que, desde estas líneas, hemos reivindicado el papel que la generación de cineastas abanderada por David Fincher está ejerciendo al radiografiar las interioridades de su América natal. Siguiendo la estela de los clásicos, el director de El Club de la Lucha ha tejido una carrera en la que una actitud tan americana como la persecución de sus propios fantasmas ha acabado por erigirse en la catedral de su cine. Hay mucho en común entre Perdida y precedentes tan dispares como Zodiac o La Red Social. Muchas preguntas sin responder. ¿A quién perseguimos? ¿Cómo somos?

De David Fincher pueden decirse muchas cosas. Su coqueteo con el cine mainstream provoca recelos. Incluso en sus más incondicionales seguidores. Es indudable que hay altibajos en su prodigiosa carrera, pero es difícil encontrar, no sólo en el presente, sino en la historia del cine, directores con su inteligencia y su dominio del ritmo narrativo. Fincher adora pervertir y cambiar las reglas del juego constantemente, llevar al espectador por laberintos complejos, estimulantes y ciertamente agotadores. Habrá quién piense que hay trampa, que juega al engaño o que sólo sabe sacar conejos de la chistera. Qué más da. Fincher es talento en estado puro. Y allá el que quiera entender el cine contemporáneo sin entender a David Fincher