febrero 14, 2014

Nymphomaniac - Crítica

Si algo define a Lars Von Trier como director es la oscuridad. Una oscuridad, eso sí, alejada de su concepción más primaria. Una oscuridad reinventada, íntima, desasosegaste, llena de matices, que podría llevarnos a imaginar que el director de Rompiendo las Olas no rueda en digital ni en película, sino en una materia concebida para mantener al Sol alejado durante varias eternidades.

Nymphomaniac constituye la enésima trampa de su creador. Olvidada cualquier referencia a su provocador Dogma, Von Trier sigue jugando al despiste, poniendo zanahorias en el camino para que nosotros, como ingenuos conejos, caigamos una y otra vez. Esta vez, fue el sexo. Nos dijeron que Von Trier iba a acercarse a la pornografía como jamás nadie había osado. Que íbamos a asistir a la historia de una ninfómana, y que la censura no había sido invitada. Que duraría cinco horas, o cinco días. Atraídos por el cálido rumor, los espectadores ocuparon sus butacas sedientos de placer, desnudez y excitación. Acabaron escuchando a Bach y divagando sobre la naturaleza del bien y el mal. Notando desde el silencio como erección y lubricación desaparecían mientras su mente peleaba por respirar. Desconcertados al no poder gozar de un erotismo que, ¡oh, pobres ilusos!, Von Trier no contempla en su perversa mente.

Es difícil definir la última película de Lars Von Trier. Tal vez podría formar parte de una cierta reinvención del cine de terror, a la que llevamos asistiendo desde la perturbadora Anticristo. ¿O deberíamos remontarnos a Dogville? Von Trier, con tantas aptitudes para el ilusionismo y la psiquiatría como para el cine, nos lleva de nuevo a un incómodo abismo, a mirarnos como especie y sentir asco, a vivir la enfermedad en primera persona, y a replantear cualquier teoría sobre el bien y el mal. No es casualidad que mezcle conceptos, como ironía y drama, o que recurra a un psicoanálisis convertido en extraño juego de espejos. ¿Qué es el bien, y qué el mal?; ¿Qué es la libertad?; ¿Qué es el sexo?; ¿Qué, la soledad? 

Nymphomaniac, concebida como sofocante peregrinación, nos ofrece el tortuoso recorrido vital de Joe, una ninfómana interpretada por Charlotte Gainsbourg con la intensidad de quien parece llevar el sufrimiento tatuado en la piel. Contada en varios capítulos, Nymphomaniac se muestra como una obra áspera, rocosa, en la que cualquier aroma a sentimiento es ahogado por una gélida concepción del ser humanoEn una larga y metafórica charla con un supuesto ángel redentor, Joe explica su tortura, su desesperada lucha por recuperar una sensación perdida en la niñez, su incapacidad para vivir la normalidad a la que todo ser humano aspira. Una historia donde el sexo, alejado de cualquier propuesta convencional, es presentado como un elemento de dolor y obsesión, donde no se jadea por placer, sino por sufrimiento. 

En Melancholia, Lars Von Trier condenó al ser humano al peor de los castigos posibles. Lo llevaba directamente al fin de su existencia. Con ello, parecía cerrar una parte de su filmografía, dedicada a mostrar a sus congéneres como almas venidas del infierno, sin más luz que la que él haya podido ver en los cortos días de invierno de su Dinamarca natal. Sorprendentemente, en Nymphomaniac, Von Trier recrea una pena infinitamente peor, pues no hay acto más dramático que resignarnos a ser humanos, a aceptarnos como bestias, a vagar eternamente por un purgatorio del que no hay salida. Sí, amigos. Vivir puede ser peor que morir. Especialmente, si asumimos que el mal no es más que el bien obrando a cara descubierta.

febrero 09, 2014

Nebraska - Crítica

Asumiendo que, con el permiso de Wes Anderson, Alexander Payne se ha ido convirtiendo en el director más reconocible de su generación, podríamos plantear el visionado de Nebraska como el del nuevo capítulo de una gran Road Movie de la que formarían parte Entre Copas, A Propósito de Smith, Los Descendientes y la propia Nebraska. Siendo éstas obras muy diferentes entre sí, no podemos obviar la existencia de lugares comunes. Limitándonos a lo conceptual, podemos afirmar que en el cine de Payne siempre asistimos a (1) la lenta reconstrucción interna tras una tragedia, que puede ir desde la muerte a una ruptura sentimental; (2) la necesidad de extender lazos con los seres queridos para levantarnos tras la caída, y (3) la constante aparición y curación de heridas, tanto internas como externas, como parte de la necesaria redención personal.

Alexander Payne es coautor -junto a cineastas como Paul Thomas Anderson o David Fincher- de un gran relato sobre la Norteamérica de los últimos tiempos. En la obra que nos ocupa, su mirada se instala en parajes que parecen ajenos al paso del tiempo. Nebraska es un viaje lento, contemplativo, en el que vale la pena detenerse ante un afeado Monte Rushmore, beber unas Budweiser en una vieja taberna, o, especialmente, tratar de explorar el pasado familiar en busca de uno mismo. Todo para enfatizar la extrañeza de una sociedad anclada en un tiempo que uno ya no sabe si es pasado, presente o futuro. En la Nebraska de Payne, sus personajes tienen poco que decir. Tal vez sea porque sus vivencias no merezcan más que dos palabras, aunque haya hermanos que no se hayan visto en décadas. O tal vez porque sólo hay historias que callar. Las calles se llenan de gente sentada, tratando de ver pasar el tiempo y olvidar. ¿Es esa la sociedad que sólo puede ser rodada en blanco y negro y que esconde tras sus muros a la América del Tea Party?

La desconexión como constante. Este concepto podría ser la piedra filosofal del cine de Alexander Payne. Sus relatos parten de familias desestructuradas, así como de personas ajenas, desde la convicción, a la realidad que los rodea. Es por ello que en sus historias debe ocurrir algo drástico para que los puentes reaparezcan y lo sentimientos afloren de nuevo. El primer plano de Nebraska es el de un viejo andando por un arcén hacia no se sabe dónde. Más tarde sabremos que se ha obsesionado con recorrer mil kilómetros tras un timo de un millón de dólares. O el indicio de una locura que, sorprendentemente, parece haberse vuelto necesaria para conectar con los nuestros. O con nosotros mismos.

Quien aquí escribe se enamoró del cine de Alexander Payne en un plano de Entre Copas. Una escena en la que Paul Giamatti besaba a Virginia Madsen en una cocina. A diferencia de la mayoría de besos, aquél era un ósculo rodado desde la fealdad, la distancia, los nervios y una implacable honestidad. Algo similar pasaba en Los Descendientes, cuando veíamos a George Clooney correr como un loco con el menos ortodoxo de los estilos. Alexander Payne parece buscar, desde su cámara, la mirada más honesta posible hacia lo que le ha rodeado y le rodea. Lo hace sin dejar de empatizar con unos personajes a los que, a diferencia de otros cineastas, se empeña en comprender y redimir. Un cineasta, en fin, cuya obra maestra parece estar por llegar, pero que se confirma, con esta espléndida película, como una mirada imprescindible dentro del cine americano.