enero 27, 2014

El Lobo de Wall Street - Crítica

Existe en el cine de Martin Scorsese un proceder quirúrquijo, paciente, propio de un psicoanalista, con el que, a lo largo de su incuestionable carrera como director, ha desmenuzado las miserias de sus compatriotas. Si mirásemos su carrera de forma transversal, no lineal, podríamos trazar una línea que comenzaría con su relato sobre la prehistoria de su ciudad natal (Gangs of New York), y que, muy probablemente, acabaría con un poseído Leonardo di Caprio jaleando a sus empleados en la magistral El Lobo de Wall Street. Uno acaba preguntándose qué separa, realmente, a aquellas bandas que disputaban, a cuchillo, cada milímetro cuadrado de Nueva York, de los depredadores que, desde el mausoleo de las finanzas, arrollan todo lo que se les ponga por delante con tal de ganar un dólar más ¿Qué ha cambiado tras cien años? ¿Cuánto hay de los que construyeron la ciudad en el silencioso plano del agente del FBI que vuelve a casa saboreando la austeridad del metro?

Desde el rodaje de Malas Calles, Scorsese ha vivido obsesionado con retratar la cara B de Nueva York. Antes que un mágico plano de Times Square, al director de Toro Salvaje siempre le interesó más el perverso humo que sale de sus alcantarillas. No sería impensable pensar en el Travis Bickle de Taxi Driver entrando en la oficina de los snobs de El Lobo de Wall Street, ajustando cuentas y ejerciendo de justiciero por penúltima vez. Sobran los motivos. En los 70, la basura estaba en las calles, escondida entre prostitutas, yonkis y delincuentes. Rozando los 90, estaba -está- en la misma oficina donde alguien, vestido con traje de Armani, dice defender nuestro dinero. Y sigue acompañada de prostitutas, yonkis y delincuentes.

Hay mucho más que las obsesiones de Scorsese en El Lobo de Wall Street. Existe, ante todo, una brutal y apoteósica crónica del exceso desde el propio exceso. Empezando por la propia duración de la película -tres cortísimas horas-, todo en la película vive a lomos del desfase más radical. Una orgía continuada que podría llegar a ser parte del desenlace de El Perfume, de Patrick Süskind. Un retrato lacerante, cínico y demoledor del dinero como droga, en el que Leonardo di Caprio saca -empieza a ser habitual- un talento poderoso, sobrehumano, entregado, que vuelve a situarle, ya no sólo como el mejor actor de su generación, sino como uno de los mejores de la historia del cine. Uno siente ganas de unirse a sus discípulos e ir con él hasta el fin del Mundo. Hasta ese burdel sacado de Sodoma y Gomorra en que convierte su empresa, mientras mira al resto de los humanos con el desprecio de un Dios.

Scorsese dejó una extraña reflexión en Shutter Island. ¿puede ser que, mientras pensamos que todos se han vuelto locos, seamos nosotros los dementes? Es posible que El Lobo de Wall Street sea su epitafio sobre Nueva York. O sobre todo en general. Que esconda la locura de una generación que aún no se ha llegado a preguntar si camina realmente por el sendero de la cordura. Una aparente crónica de los orígenes de la actual crisis, pero también una pieza maestra de la esencia de su cine: la enésima mirada sobre una ciudad cada vez más cercana a la metafórica Gotham de Batman. Una ciudad fascinante, que integra y multiplica todas y cada una de las fantasías y horrores de nuestros días.

enero 11, 2014

A Propósito de Llewyn Davis - Crítica

La vida, a menudo, nos depara momentos en los que corazón y mente nos guían por caminos diferentes. Aquellos que arriesgan, y se dejan llevar por sus emociones, abren un camino desconocido para el resto. Un sendero emocionante, incierto y difícil, en el que el triunfo -o el fracaso- puede ser que veinte personas escuchen tus canciones en un pub de los 60 plagado de humo. Un recorrido en el que perder es descorazonadoramente habitual. El protagonista de A Propósito de Llewyn Davis, la última joya de los hermanos Coen, podría ser definido como un perdedor a simple vista. Un tipo que quiso probar el fresco sabor de la libertad aventurera, y acaba viviendo el día a día desamparado, enfadando a todos los que le quieren, temblando por las calles de Nueva York en un duro invierno, sin poderse comprar un simple abrigo, y con la única compañía de su alma gemela: un gato llamado Ulises.

Los hermanos Coen se han acostumbrado a plasmar el retrato del perdedor a lo largo de su carrera. Tal vez sea para recordarnos lo frecuente que es la derrota, y lo dura que es la existencia para todo aquel que quiera saltarse las reglas establecidas. A diferencia de otros narradores, los directores de Fargo despojan sus historias de héroes. Ellos prefieren a los humanos. Y éstos no son más que seres frágiles e indefensos, que se equivocan, que tropiezan, que pecan, que hacen daño, y que vagan por la vida condenados a ser aplastados por un Mundo que no entiende de compasión. Llewyn Davis -un asombroso Oscar Isaac- canta sus melancólicas canciones en cualquier parte, con la cámara de los Coen a medio metro, mientras lucha por ser reconocido por alguien. Mientras sobrevive. Mientras espera que el mañana sea el día en que todo cambie. Mientras coge un plátano de la despensa de su hermana, pide un cigarrillo o ruega un sofá en el que dormir.

En una escena de la película, Llewyn Davis debe decidir si permite a su gato seguir acompañándole en su triste andadura en busca de reconocimiento. Ese momento, recogido con una sensibilidad exquisita por los Coen, es la vida de Llewyn Davis. Puertas que esperan ser abiertas, y que se cierran demasiado deprisa, con la devastadora sensación que no eres más que un pobre hombre incapaz de cuidar de ti mismo, y mucho menos de responsabilizarte de nada ni nadie. Es, decíamos, la vida de Llewyn Davis, pero también el cine de los Coen. Un cine en el que la magia y la maestría surgen casi sin querer, y en el que la vida se alza poderosa donde más fuerza tiene: en esos momentos mínimos, breves, intensos, que nos dejan sin aliento sin esperarlo.

Es difícil medir la distancia con la que los Coen miran a sus personajes. En el caso de Llewyn Davis, no existe juicio. Tampoco compasión. Sólo una mirada a medio camino entre el respeto y la simpatía. La vida, a fin de cuentas, es un duro invierno. Es La Odisea de Ulises. Es una aventura en la que el suelo arde mientras lo pisamos, en la que el aire se carga mientras lo respiramos, en la que esperar no es lo más recomendable, pero en la que siempre encontraremos un minuto de tregua: ya sea para escuchar una canción de Llewyn Davis, o para ver una maravillosa escena rodada por Joel y Ethan Coen

enero 01, 2014

El Mejor Cine de 2013

1 - La Vida de Adèle (Abdellatif Kechiche)
2 - Amor (Michael Haneke)
3 - The Act of Killing (Joshua Oppenheimer & Christinne Cynn)
4 - Spring Breakers (Harmony Korine)
5 - Antes de Anochecer (Richard Linklater)
6 - The Master (Paul Thomas Anderson)
7 - Mud (Jeff Nichols)
8 - Gravity (Alfonso Cuarón)
9 - Tabú (Miguel Gomes)
10 - Camille Claudel 1915 (Bruno Dumont)