noviembre 24, 2013

Blue Jasmine - Crítica

Aquellos que escriben un diario con estricta disciplina, tienen la oportunidad de echar la vista atrás, y repasar su visión de la vida ante cada etapa vivida. Woody Allen lleva tiempo escribiendo un enorme diario, en el que cada película constituye una página, y en el que la responsabilidad le lleva a no fallar un sólo año. Sus ingeniosas historias siempre escondieron una compleja visión del ser humano, a medio camino entre la crítica, el desencanto, la comprensión y una cierta condescendencia. Como dice Eddie (Max Casella) en la película que nos ocupa, "soy lo mejor que mi amigo ha podido encontrar". Y en cierto modo, parece que sea eso lo que Woody Allen nos transmite constantemente: Somos poca cosa; imperfectos y mediocres, pero esto es lo que hay.

Blue Jasmine, en su esencia de tragedia, está más cerca de Match Point que del desigual tríptico que ha dedicado a Europa en su jubilación. Hablando de Europa, si hay algo que Allen ha dejado clara en la vejez es que la adora. A través de Cate Blanchet, evoca la nostalgia de todo americano que nos ha visitado (navegar por el Mediterráneo, de Cannes a Saint Tropez; o degustar una deliciosa Sacher en Viena), y parece dejar para su América natal el papel de máquina destructora de sueños. Tampoco falta en Blue Jasmine la inapelable crítica a las élites, a las que acusa sin miramientos de la crisis actual, y a las que-a través del personaje de Jasmine- vuelve a destrozar sin compasión.

Los mejores actores siempre quisieron ponerse a las órdenes de Woody Allen. Basta ver la exhibición de Cate Blanchet en esta película para entenderlo. Cuando se unen el descomunal talento de una actriz en estado de gracia, con la magistral mano del director neoyorquino en la dirección de actores, ocurren cosas como Blue Jasmine. El film constituye, ante todo, un retrato. El de una clase social que, desde su elitista burbuja, es incapaz de reconocer su incapacidad para convivir y sobrevivir en este Mundo sin su artificiosa y pomposa armadura. Es el gran pecado del malcriado que pone en manos de un tercero su esperanza, su destino, su propia vida. Allen, más afilado que otras ocasiones, rehuye la compasión, y deja a la estúpida, enfermiza pero deslumbrante Jasmine a merced de un destino que, tras darle lo que ella consideraba como todo, se lo arrebata, desnudándola ante su propia mediocridad.

Woody Allen nos visita cada año, dejando en nuestra sala de cine el siguiente ejemplar de su imprescindible tratado sobre el ser humano. Un ser al que conoce como pocos, y al que trata con una justicia inapelable. Blue Jasmine es su enésima mirada. La de un neoyorquino de 78 años. Una película que puede ser leída como una crítica atroz al poder económico y las despreciables piezas que lo mueven; en contraste con un homenaje a las ruidosas pero entrañables clases trabajadoras -la hermana que, tras soportar mil humillaciones, no duda en acoger a Jasmine-. De todos modos, puede que todo sea más simple, y sólo se trate del personal retrato de una mujer llamada Jasmine. Una mujer que, tras derrumbarse su micromundo, sólo es capaz de hablar de sí misma. Que habla sola. Como tantos seres desorientados en estos tiempos.

noviembre 02, 2013

La Vida de Adèle - Crítica

En la escena más importante de La Vida de Adèle, todas y cada una de las dimensiones del Universo se detienen cuando Adèle, una angelical adolescente, y Emma, una estudiante de bellas artes, cruzan sus miradas por primera vez en medio de la calle. Automáticamente, el espectador viaja al inicio de la película, cuando Adèle y sus compañeros de clase leen "La Vida de Mariana", de Miravaux, y se preguntan si, tras un encuentro como el antes descrito, el corazón pesa más o menos.

Publicaba el crítico Sergi Sánchez, tras ver la película en Cannes, que La Vida de Adèle "pone la vida a nuestros pies". Y qué difícil, amigos, es poner algo tan complejo como la vida a los pies de nadie. Para lograrlo -porque puedo jurar que lo logra-, el director, Abdellatif Kechiche, elige un trazo agresivo, físico y carnal. Ubica la cámara -nuestros ojos- a escasos centímetros de cuerpo y alma de una actriz extraordinaria llamada Adèle Exarchopoulos. Y da igual si la vemos subiéndose un pantalón que se le cae, mientras aprieta el paso para no perder el autobús; o comiendo pasta con la comisura del labio llena de tomate mientras contiene un eructo; o durmiendo, con la boca entreabierta, mientras sentimos la calidez de su aliento. Al final, se trata de rodar ese milagro llamado vida. La cara desaliñada, el miedo, la postura fetal al dormir, el rostro como transmisor del alma, la desnudez perfecta e imperfecta, la masturbación en plena noche, y hasta los mocos -con perdón- que aparecen en el llanto más amargo. ¿Naturalismo? Tal vez. 

L'Amour. Francia siempre tuvo una relación especial con tan complejo sentimiento. Tal vez sea la obsesión por dibujarlo, por pronunciarlo, por retratarlo ante una Torre Eiffel engalanada. Kechiche, francés de nacimiento, podría ser uno más, en la interminable lista de artistas que intentó describirlo, y que, ¡milagro! lo acabó logrando. Y aquí no hay Torre Eiffel que valga, ni sutilezas. Aquí hay deseo, pasión, carnalidad, amargura y dolor. Hay un elemento físico -y químico- que todo lo destruye ante nuestros ojos. Es el principio y el fin. El deseo ante lo anhelado. El eterno cosquilleo. La erupción que sacude estómago, alma y corazón. El llanto provocado por la impotencia ante el fin. Amor es ver a Adèle aturdida en plena calle, como si una bomba hubiera explotado a centímetros suyos, tras haberse encontrado con un extraño y magnético ser -Lea Seydoux- al que dibujaron pelo y ojos azules. Adèle y Emma viven un amor nacido en la pasión y el deseo, cuya muerte se produce en el inmenso oceano donde mueren todos los amores. Aquel donde, simplemente, aquello que lo produjo se perdió. Y aquí, la gran pregunta. Absurda, sí. ¿Merecía la pena mostrar una escena de sexo explícito de casi 10 minutos? ¿Era necesario mostrar como Adèle y Emma se devoran -literalmente- ante nuestros ojos? Pregunténse si esto no forma parte de la vida, y tendrán su respuesta.

¿Obra maestra del naturalismo? Tal vez lo sea, pero huiré de etiquetas. Sería demasiado injusto para una obra incontenible que, en muchos momentos, adquiere tintes de milagro. La Vida de Adele es un acontecimiento sagrado, un homenaje místico y pasional al más poderoso entre todos los sentimientos. Un canto al despertar, a la vida como escenario en el que -ante todo- pasan cosas incontrolables. En el que se es fuerte y débil. En el que se ama y se sufre. En el que se duda de todo. En el que un día nos humillamos ante quien amamos. En el que lloramos. En el que reímos. En el que nos entregamos. En el que los sentimientos se abren camino. En el que las etiquetas -ni heterosexual ni homosexual, simplemente persona- se diluyen. En el que se vive. Y vivir es esto. C'est tout.