junio 23, 2013

El Hombre de Acero - Crítica

A diferencia de otros superhéroes, Superman no necesita presentación alguna. Tal vez sea por ello que El Hombre de Acero comience su metraje con un ataque en tromba, épico y celestial. Zack Snyder prescinde de la lógica narrativa que envuelve las últimas entregas de Spiderman o Batman -el nacimiento del héroe, el lento descubrimiento del poder- y no tarda en mostrar a Superman dando rienda suelta a sus poderes. A Kal-E/Clark Kent no le hace falta recibir la picadura de una araña, ni ser entrenado por un maestro de artes marciales. Superman nació poderoso, hermoso y mesiánico. Y no se convirtió en, sino que, muy a su pesar, lo fue. A Snyder le basta un salto bíblico -del nacimiento del mito a rescatarlo directamente a los 33 años-, para mostrar a Superman haciendo milagros, o volando alrededor de la Tierra como un avión supersónico. Es tal la exhibición de poderío, que al espectador sólo le queda claudicar o morir.

Snyder, como ya hiciera con Watchmen, trata el material de la DC con la tensión de un artificiero, rindiendo al mito una pleitesía de tal dimensión que muchos recordarán la regia gravedad del Christopher Nolan -que firma aquí como co-guionista- de El Caballero Oscuro. En El Hombre de Acero, todo es trascendente, comenzando por un mensaje que acentúa las dudas del héroe salvador de una generación vacía de referentes -y quién sabe si inmerecedora de tal regalo-. Tras una fotografía fría y metalizada, marco perfecto para el solemne ejercicio de Snyder, la película transcurre -durante dos horas y media- en medio de la hipnosis, sin agotamiento aparente, saliendo airosa del permanente uso del flashback, y siendo reforzada dramáticamente por las apariciones de Michael Shannon -cuya composición del General Zod contrarresta la incorruptible y angelical presencia de Henry Cavill (Clark Kent) y Amy Adams (Lois Lane).

No todo es impoluto. Si algo se le puede achacar a El Hombre de Acero es la tendencia a la hipertrofia visual que muestra en su tramo final, un clímax de una contundencia casi dolorosa, en el que el apabullante uso de los efectos visuales y la oda a la destrucción total lleva a olvidar, casi por completo, la existencia del personaje. Ello se reafirma en el duelo final entre Kent y Zod, que habría firmado el Akira Toriyama de Dragonball. Es tal el vigor del enfrentamiento, que la ciudad, el planeta y casi el universo parecen quedarse pequeños como campo de batalla, constituyendo un broche -que no final- perfecto para el religioso y grave homenaje de Zack Snyder a Supermán.

Para terminar, una reflexión. Es posible que algunos hubieran preferido más matices, una pequeña tregua en el tono, o algo más de cómic de viñeta. Es razonable. No obstante, empieza a ser tal la unanimidad en el enfoque dado por el Hollywood contemporáneo a los superhéroes, que debemos empezar a preguntarnos si no es la única forma que estos tiempos tan extraños nos permiten mirar hacia ellos. A la esperanza, al fin y al cabo. Piénsenlo.

junio 21, 2013

Hormigueo

Un accidente marcó su jornada. Nada excesivo, rodeado de sangre o alaridos. Fue sólo un breve imprevisto, en forma de hormigueo, más culpable que ilusionante; uno que, en una escala de hormigueos, aparecería en negro teñido de escarlata. Vestido de la sensación que acompaña a la rabia con uno mismo, partió hacia ninguna parte. A molestarse por aquello a lo que no se tiene derecho. A convertir un matiz en terrible desprecio. A responder "tu", sin palabras. A escribir lo que ocultan las tinieblas del alma. A... Silencio.

junio 20, 2013

Destello

A pesar del murmullo ensordecedor, hubo un minúsculo espacio para la pausa. Fue un momento breve, capturado al vuelo, casi invisible. Una mirada que, por milésimas de segundo, compitió con la eternidad de lo imborrable. Lo extraño en él fue que, pese a saber que cualquier paso más era imposible, se vio aceptando humildemente todo aquello a lo que podía aspirar, y acabó celebrando en silencio intuir un destello en aquellos ojos; un brillo imperceptible para cualquiera, pero hipnótico, mágico y desolador para él.

junio 08, 2013

Muse - Barcelona, 07/06/2013

Muse no concibe la música como arte, sino como un medio de defensa y destrucción. La banda británica, que pulverizó ayer a voz, guitarra y batería lo poco que queda del Lluis Companys, ha convertido sus conciertos en un atronador alegato contra la extinción del rock de estadios. Bastaron unos acordes de la alienígena Supremacy para presentar su apabullante estilo ante Barcelona. 40.000 testigos, nada menos. Unos hablarán de épica desbordante; otros, de exagerada megalomanía. Es evidente que Muse no nació para los fans del minimalismo. Sus conciertos van de la mano de pantallas gigantescas, psicodélicos ejercicios de luz, geisers emitiendo bocanadas de fuego, y un mastodóntico delirio en el que la música se alterna con lo más parecido al apocalipsis que uno pueda imaginar.

La propuesta fue descomunal, pero no así el resultado. En el debe está lo que observamos en sus últimos discos: una trayectora a la baja esperando una reacción urgente por parte de la banda. Ello provocó que el show se llenara de constantes altibajos -fue dantesco ver como el público aprovechaba Animals para derribar a patadas las puertas de los aseos-, en los que lo peor llegó de sus últimos trabajos. Casi nada que destacar de su nuevo disco, The 2nd Law; muy poco del anterior, The Resistance. Ante ello, Muse fue rescatada una y mil veces por sus temas más sagrados. ¡Pero qué temas, madre de Dios! Como agua de mayo aparecieron Bliss, Time is Running Out, Stockholm Syndrome o Hysteria. Por no mencionar Knights of Cydonia, canción con la que a uno le dan ganas de ponerse tras la prodigiosa voz de Matt Bellamy, gritar "¡Gloria o Muerte!", e invadir algo, ya sea Marte, Troya, Polonia o el piso del vecino.

Para el anecdotario chismoso quedará un momento tan breve como extravagante, en el que Bellamy bajó a cantar Undisclosed Desires con el público. Mientras los fans tiraban de él como si no hubiera un mañana, a alguien se le ocurrió enfundarle una bandera española. Imagínenselo, con la que está cayendo por aquí. La estampa, que se convirtió en paródica cuando el bueno de Matt añadió una camiseta del Barça a su indumentaria, dio para todo: algún ceño fruncido -esa fan que se cruzó de brazos una canción entera, asimilando lo que acababa de ver, y que acabó volviendo a la vida mecida por los acordes de sus ídolos-, algún silbido, algún aplauso y bastantes carcajadas -muchos lo dudan, pero aún queda sentido del humor por estas tierras-. Igual Muse se animan, ponen a bailar a Mas y Rajoy, y convierten la circunstancia catalana en un nuevo motivo para destruir el Mundo. ¡Ojalá!

Ni lo duden. Hubo final feliz, iluminado por una bombilla gigante a la que le dio por flotar sobre el estadio. La atronadora Plug in Baby; la entrañable Starlight y la reivindicativa Uprising sacudieron Barcelona por última vez, pusieron el recinto patas arriba, y la masa entregó su alma a los Muse para siempre. Uno no vivió la era dorada del rock de estadios, pero siempre agradece los esfuerzos de esta banda por tratar de revivirla. Y si es a base de simular el apocalipsis que necesita esta era, mucho mejor.

P.D. Recuerdo que hace 13 años cayó en mis manos un disco llamado Showbiz -gracias, Brett, estés donde estés-. Lo firmaba una banda llamada Muse. Nadie les conocía entonces. Hoy, llenan estadios. Y nos dejan asistir al fin del Mundo. Sólo por ello merecerá la pena volver.