septiembre 08, 2011

La Piel que Habito - Crítica

En una escena de La Piel que Habito, Marisa Paredes relata, ante las llamas, una historia de horror. Una escenario que, años más tarde, bien podría merecer el macabro y desconcertante relato que cobra vida en la última obra de Pedro Almodóvar. En medio de la narración, la fiel ama de llaves cuenta a Elena Anaya que, en un momento del pasado, se vieron obligados a "vivir como vampiros", una sutil referencia que encierra la que podría ser la esencia de la historia que cuenta La Piel que Habito: El retrato de un Drácula contemporáneo que, al igual que el legendario Conde, lucha por redimirse de un modo vampírico, tras haber abrazado el mal al verse despojado de sus más arraigados amores.

Pedro Almodóvar, en sus obras, genera una extraña provocación en lo que no es más que un ejercicio de contorsionismo ético. Ello le mueve a fundir, con una precisión tan quirúrgica como desasosegante, iconos morales que, en manos de otro creador, darían al traste con cualquier obra. Almodóvar es capaz de extraer poesía de una violación, ternura de un asesinato o, en el caso que nos ocupa, amor puro y duro de una tortura inaguantable. Para ello, vuelve a apoyarse en el tono frío de muchas de sus últimas obras -hay algo de La Naranja Mecánica de Kubrick en la folclórica agresión sexual de Zeca a la martirizada Vera- , un entorno casi neutro, que forja un escenario sin vida en el que estalla el torrente de matices que nutre la relación entre el doctor Ledgard y su bello Frankenstein.

Elena Anaya, antológica en el papel de Vera, parece haber sido elegida por evocar de un modo perfecto el deseo, la penitencia, la resistencia y la aflicción. Sus planos cortos podrían ser el homenaje perfecto a la definición de musa: la realidad inalcanzable, la falsa pureza, la creación, a fin de cuentas, de un artista que sólo vé lo que quiere ver. Duro ejercicio para el espectador percibirla, casi tanto como para Almodóvar presentarla. Otra vez el contorsionismo del que antes hablábamos. Banderas mira a una pantalla y se la encuentra, mas para nosotros no es más que el penúltimo desafío ético del creador. ¿Qué vemos, nos preguntamos ante la Gioconda? ¿Qué veríamos, en un segundo visionado, si miramos a los ojos a Elena Anaya?

Un cuento de horror, decíamos al principio, y durante la crítica mencionamos a Drácula y a Frankenstein. En todos los cuentos de horror hubo sitio para un relato ante las llamas, pero también para aquellas experiencias que, como el amor, el deseo, el castigo y la redención, emanan tantas capas y sensaciones como la última obra de Almodóvar. Una obra que fue presentada como de género, y acaba desbordada por la personalidad del director manchego. Una obra moral y artísticamente indefinible.