mayo 17, 2011

Penitencia hacia Montmartre

El Sena, a su paso por París, va teñido del tono turbio y oscuro que identifica el transitar de los ríos por las grandes ciudades. Al igual que el Támesis en Londres o el Guadalquivir en Sevilla, el Sena olvida en la capital de Francia las aguas cristalinas que lo amamantan en su nacimiento, aunque humedece sus calles con la delicadeza con la que las lágrimas limpian unos ojos entristecidos. En sus orillas, los puentes trazan arcos. En las barandillas de estos puentes, muchos dejaron candados para sellar historias de amor que deberían haber sido eternas. Existe una perspectiva del Sena desconocida, y es la de admirarlo a través de los candados que lo pretenden adornar. En primer plano, los nombres grabados. La sospecha de que ella volvió a París años después, con otro, y no pudo evitar la melancolía al toparse por sorpresa con aquel cerrojo supuestamente olvidado. A lo lejos, uno divisa las torres de Notre Dame y la cúpula de la Saint Chapelle. En medio, el Sena, llevándose los recuerdos y cambiándolos por etapas que recorrer, ofreciendo pasajes para un crucero, un tranquilo paseo por la orilla, o el descanso reparador de un viejo banco de piedra. Nosotros elegimos lo segundo y lo tercero, y aún nos dio tiempo a contemplar a un viejo parisino tomando el Sol sin rubor alguno mientras degustábamos el dulce sabor de una ciudad que apenas empezaba a asomarse por el paladar.

La tarde avanzaba, y en el camino de vuelta debíamos encontrar un punto de partida. Debíamos iniciar una penitencia cuyo destino era la Basílica del Sacré Coeur. Inicialmente, el único plan previsto para la tarde de la llegada a París era recorrer el barrio de Montmartre, y terminar el día contemplando una panorámica de París desde el Sacré Coeur. Dado que nuestros pies nos habían llevado bastante más lejos, nos detuvimos, cogimos aire, y comenzamos, plano en mano, el camino que debía llevarnos de vuelta, y más allá.

Si he usado el término penitencia, es para definir lo que, algún día, debió ser un Via Crucis en busca de la redención del pecado. Calles, hoy asfaltadas, que avanzan en pendiente hacia una cima sobre la que se eleva, en blanco marfil, la Basílica del Sacré Coeur. Volvimos a recorrer los Grands Boulevards, fotografiamos la Ópera de París, y pronto nos deslizamos por las estrechas y tumultuosas calles del corazón de Montmartre. Recuerdo con especial intensidad la Rue des Martyrs, una burbujeante vía en la que fromageries y otros comercios se dan cita para dotar al aire parisino de aroma a comida tradicional. El Sacré Coeur ya se divisaba a lo lejos. Paramos a tomar un dulce típico llamado eclier, que compramos en un mercadillo al aire libre. Montmartre merecía más que nunca el calificativo de barrio: Vida, gente, charlas, niños correteando, comerciantes ofreciendo sus productos: -“Bonjour, madame, fromage? Poulet?” -“No, merci!”. Hasta que apareció.

La Basílica del Sacré Coeur se eleva altiva y dominante, engalanada por una gran cúpula blanca. Contaban que guarda una de las mejores vistas de París. Un turista lo tiene complicado para llegar hasta ella. Muchos pillos a la caza, buscando hacerse con la muñeca de alguien para tejer una pulsera a su alrededor y pedir un alto precio por ella. Las vistas son privilegiadas, especialmente si se descubre que se puede subir a la Dome –cúpula- y, tras el peso de más de trescientas escaleras ascendidas, ver todo París desde las alturas. Había cientos de personas ante la basílica, pero sólo tres arriba. Solemne y silencioso, qué duda cabe que era un momento para celebrar, obsequiados por un horizonte que recortaba para nosotros las siluetas de la Defense, la Torre Eiffel o Notre Dame.

Con el atardecer a escasa distancia, bajamos sin comprender por qué tanta gente renunciaba a encontrarse con la mejor panorámica posible. El personal seguía sentado en las escaleras, a los pies de la basílica, haciendo fotos a diestro y siniestro. Tras unas pocas calles giradas, emergió la Place du Tertre, antaño guarida de pintores, y hoy convertida en un bullicioso cuadrado que mezcla lo bohemio con lo paródico, y rinde tributo al retrato express. Y tras varias calles más, en las que míticos cafés, idealistas inquebrantables, un frustrante culto al turismo, y la tan ansiada tranquilidad que, puedo jurar, esconde la parte alta de Montmartre, pudimos aspirar las cenizas de una revolución bohemia que destrozó hace más de un siglo los cánones establecidos. Ya sólo quedan los recuerdos, y placas que dicen que “aquí vivió Picasso”. Una foto, o mejor un cuadro, ante el colorista Moulin Rouge, cerró la velada. París se preparaba para la fiesta. Las discotecas pulsaban el Play de las luces de neón. Los jóvenes invadían terrazas, bares y bistros. Volvíamos a estar en Pigalle. Eso también era Montmartre.

mayo 14, 2011

Imaginando París. Descubriendo París.

A París, uno se la imagina pintada en un óleo en tonos pastel, resguardada bajo la sombra de la Torre Eiffel, y perfumada por el Sena. Antes de abrir los ojos, y encontrársela de frente, llegan a la imaginación los sabores del queso y el champagne; la música de un violín que entona La Vie en Rose; los entremezclados discursos -en perfecto francés- del bohemio y el revolucionario y, por supuesto, el sutil blanco y negro que nos ha invadido en algunas de las postales más hermosas que han sido dibujadas en Europa. Fue parte de un trayecto corto, Barcelona-París, de apenas hora y media, con Marisol a un lado, y el infinito al otro; una espera paciente, guía en mano, planificando seis días en los que, sin saber que el precio sería mi propia alma, París debía dejarme ver parte de la suya.

El aeropuerto, Orly de nombre y apellido, nos recibió con esa sencillez y eficiencia tan europea. Poco esperamos por las maletas; aún menos por el autobús que nos debía acercar a la ciudad. Valga decir que fuimos los únicos que nos atrevimos -con éxito- con la máquina expendedora de billetes. Al poco, otros turistas -viajeros, si me lo permitís- nos rogaban que les ayudásemos a utilizarla. Buena señal, pensé. París ya me trata como a uno de los suyos. Llegó el autobús a los pocos minutos. Tras media hora escasa de recorrido, enlazamos con un tren de cercanías, y París nos dio la bienvenida desprendiendo el bullicio propio de una gran ciudad en viernes a mediodía. ¿Temperatura? Calor, mucho calor. Más de junio que de mayo. Pasamos de chaqueta y jersey a camiseta de manga corta. ¿Distancia? Autobús y tren al hombro, pero aún quedaban un pasillo enorme que atravesaba la Gare du Nord y, por fin, el metro que nos dejó en Pigalle. Sí, dije Pigalle. Si eres parisino, pensarás: "condenado turista, ¿quién te mandó a escoger hotel en una zona de cabarets?". Qué más da. Pigalle forma parte de un valle que duerme a la ladera de la cima del Sacré Coeur.

Comimos en la habitación. No fue Confit de Pato, sino un bocadillo que viajó con nosotros desde Barcelona; un bocado suficiente para reponer fuerzas e iniciar un largo paseo que nos llevaría toda la tarde. La idea inicial era recorrer el barrio de Montmatre. Tomarle el pulso a la ciudad, que diríamos aquí. Pero, ¿saben qué? Que empezamos a caminar, dirección abajo, sin rumbo, con el mero propósito de callejear y ser descubiertos por París. Y nos fuimos alejando de Montmatre. Calles pequeñas que dieron paso a grandes Avenidas, etiquetadas con los nombres de Dior, Channel o Cartier. Apareció la iglesia de la Madeleine, un templo sujeto por columnas corintias, que parece nacer de suelo ateniense, pero que duerme bajo la luna de París. A babor, un boulevard. A estribor, la inmensa Place de la Concorde; una rotonda enorme, coronada en el centro por un obelisco cortesía de Egipto, y que ofrece la primera -o la última- vista al Arco del Triunfo, la Torre Eiffel y el Jardín de las Tulleries.

Me detendré aquí, en las Tulleries. Antes de seguir con el siguiente capítulo, emularé a los habitantes parisinos, cogeré una silla verde, releeré lo ya escrito, y pensaré en qué contaros más tarde. Sólo deciros que este hermoso parque nos mostró el gusto parisino por el reposo, por sentarse en una vieja butaca de hierro, y degustar la tranquilidad de un espacio verde, con un libro en la mano y el cuerpo totalmente relajado. Un pequeño placer al que fue imposible renunciar, más allá de la inmejorable vista, colmada de jardines, setos impecables y el perfil del Louvre en lejanía. El instante duró hasta que el calor nos llevó a la cola de un puesto de helados -italianos, no franceses-, tras un grupo de once compatriotas que quisieron dejar claro de dónde venían. Pobres vendedores, pensé. No me equivoqué.